MEDITACIÓN PARA EL PRIMER SÁBADO – agosto 2016

Publicado el 08/04/2016

MEDITACIÓN PARA EL PRIMER SÁBADO

IV Misterio Luminoso

La Transfiguración

Por la Cruz llegamos a la Luz

 


 

Introducción:

 

Vamos a atender el pedido de Nuestra Señora en Fátima y dar inicio a nuestra devoción reparadora del Primer Sábado, en desagravio a las ofensas cometidas contra el Corazón Inmaculado de la Madre de Dios. Esta reparación consiste en la confesión y comunión, en la recitación del rosario y en la meditación de uno de los misterios del Rosario. Recordemos que para los que practicasen esta devoción, Ella prometía gracias especiales de salvación eterna.

 

Meditaremos hoy el 4o Misterio Luminoso – La Transfiguración – cuya fiesta la Iglesia celebra éste sábado. El episodio de la Transfiguración nos presenta a Jesús que deja trasparecer de su interior el esplendor de su divinidad que habitualmente estaba oculta bajo su naturaleza humana. Con esta luminosa manifestación, el Divino Maestro nos revela el glorioso destino que está reservado a cada uno de nosotros, cuando resucitaremos al final de los tiempos.

 

Composición de lugar:

 

Imaginemos un lindo y elevado monte en Tierra Santa, cubierto de espesa vegetación. En lo alto, vemos los tres Apóstoles en actitud de gran admiración, mirando para una luz resplandeciente que reluce encima de sus cabezas. En esa luz vislumbramos la divina figura del Redentor, ladeado por dos personajes bíblicos, Moisés y Elías.

 

Oración preparatoria:

Padre nuestro, Ave María y Gloria.

 

Lectura bíblica:

“1 Seis días más tarde, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. 2 Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. 3 De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. 4 Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». 5 Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo»(Mt 17, 1-5)”

“Sagrada Biblia (Versión Oficial de la Conferencia Episcopal Española)”.

 

I- En el Tabor resplandece la Luz de la Vida.

 

“Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí!” exclamó San Pedro. En efecto, comenta San Juan Damasceno, ¿Quién creería ser bueno permanecer en las tinieblas en lugar de la luz?

 

Mirad nuestro sol: como es bonito, como agrada a los ojos, como es bueno, como brilla, como son centellantes sus rayos. Y la vida, ¡mirad como la vida es dulce, y cuánto amamos la vida!

 

Pero la Luz de Nuestro Señor transfigurado, de donde procede toda luz, ¡Cuánto es mas deseable y más dulce al corazón! Es la Vida en sí, de donde fluye toda la vida, en la cual tenemos todos la existencia, el movimiento y el ser (Hech 17,28), ¡Cuánto es más digna de nuestro amor y de nuestro ser! No hay un deseo, por más ardiente, ni un pensamiento, por más profundo, que pueda dar la medida de la suprema grandeza de esta Luz. Escapa a toda medida, excede todas las criaturas de la naturaleza, ella es la Vida que venció el mundo. ¿Cómo, ntonces, no va a ser infinitamente agradable permanecer junta a ella?

 

Por eso la expresión de San Pedro tiene todo lugar: Señor, ¡Qué bueno que estemos todos aquí junto a Vos, resplandecientes de Luz y de Vida”

 

Pasando por la Cruz, la Luz de Cristo tenía que llegar a todos.

 

No obstante, firma san Juan Damasceno, era preciso que el Bien supremo no estuviese reservado apenas para los que se encontraban en el Tabor. Era necesario alcanzar a todos los fieles, encontrar el camino de sus corazones, para que un mayor número pudiese participar de aquella gran gracia. Era necesario que se consumasen la Cruz, la Pasión y la Muerte de Cristo. No estaba bien que permaneciese en el Tabor aquel que debía rescatar el mundo con su propia sangre, siendo este el objetivo de la Encarnación.

 

El propio San Pedro, cuya exclamación nos emociona, si hubiese permanecido en el Tabor, no habría cumplido la sublime misión que le estaba confiada de ser el primer Papa de la Iglesia y el depositario de las llaves del Reino. Todavía más. Si Jesús y los tres Apóstoles se hubiesen quedado en el Tabor, el Paraíso no hubiera sido abierto al ladrón arrepentido; la arrogante tiranía de la muerte no habría sido abolida; el infierno no habría sido vencido; los patriarcas, los profetas y los justos no habrían sido liberados de la mansión de los muertos y el hombre no habría sido premiado con la gloria incorruptible del Cielo.

 

La Luz de Cristo tenía que llegar a todos los hombres, pero pasando por la Cruz del Calvario.

 

II – La Transfiguración de Cristo revela nuestro propio destino.

 

Este destino de luz y de gloria anticipado por Jesús a los ojos de los tres Apóstoles, también se relaciona con nosotros. Como afirma San Pablo (Fl 3,21; 4,1), “Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo. 4,1 Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos.” Por tanto, la transfiguración que fue manifestada por Jesús sobre el Monte Tabor, revela lo que está reservado a cada uno de nosotros al alcanzar la bienaventuranza eterna.

 

Debemos transfigurar nuestro corazón

 

Pero si deseamos la transfiguración para nuestro cuerpo, debemos comenzar por pedir la gracia –sin la gracia nada podemos hacer- de que nuestro corazón se transfigure y se vuelva cada vez más semejante al Sacratísimo Corazón de Jesús. Debemos colocar nuestro pensamiento, nuestro espíritu, nuestra vida en armonía con Nuestro Señor.

 

Si seremos renovados en Cristo, como afirma San Pablo, de nuestra parte debemos hacer posible esa transfiguración. San Agustín nos recuerda que aquel que nos creó sin nuestra ayuda, no nos salvará sin ella. Cumple que, a lo largo del tiempo de vida que Dios nos da, trabajemos por nuestra santificación, venciéndonos a nosotros mismos e implorando siempre el auxilio de María Santísima en nuestra búsqueda por la virtud y por el bien.

 

III – Imitemos Nuestro Señora, abrazando nuestra propia Cruz.

 

Si a ejemplo de Jesús, deseamos nuestra propia transfiguración, importa que lo imitemos especialmente en el camino que nos lleva a la luz, esto es, en el sacrificio y en la aceptación de nuestra propia cruz. Per crucem ad lucem, dice un antiguo proverbio.

 

1 – La dolorosa renuncia de sí mismo.

 

En el Evangelio, Nuestro Señor deja bien claro que, para seguirlo, no hay otra vía a no ser la Cruz. (Mt 16,24). “Entonces dijo a los discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga.”

 

Después de haber renunciado a sí mismo, cada cual encontrará su cruz hecha a medida por Dios, y deberá cargarla con amor.

 

Nuestro Redentor no nos pide apenas la aceptación del sufrimiento, mas el amor a su Cruz. Abrazados a ella, participamos del dolor de Cristo en este mundo, pero también de la alegría serena, equilibrada y reconfortantemente proporcionada por la práctica de la virtud, a la espera de la eterna felicidad en la visión beatífica, en el convivio con la Santísima Trinidad, con Nuestra Señora y los santos. Y esta recompensa es inapreciable.

 

Sin embargo, la experiencia de los santos nos muestra que esa renuncia de sí mismo, en la teoría aparentemente fácil, se vuelve difícil y dolorosa en la práctica. Nos cuesta mucho, y por eso, es preciso tener bastante generosidad de espíritu para abrazarla con coraje; es necesario fundamentarla en una vida interior seria, profunda, recurriendo, sin cesar, a la oración. Quien reza se salva, quien no reza se condena, dice san Alfonso María de Ligorio.

 

2- Las cruces se convierten en flores.

 

Sin duda es una renuncia dolorosa, renovada cada día, donde enfrentamos nuestro egoísmo, nuestras pasiones y sentidos desordenados, y donde muchas veces somos tentados a buscar un modus vivendi con nuestros defectos, en lugar de combatirlos.

 

Pero, si seguimos a Nuestro Señor en ese camino áspero, si abandonamos los placeres mundanos y abrazamos la cruz de Cristo, encontraremos ya en esta Tierra la verdadera felicidad y disfrutaremos la auténtica alegría posible en este valle de lágrimas. Por esa razón recomienda San Francisco de Sales: “Pon en vuestro corazón Jesucristo crucificado y veréis que todas las cruces del mundo se convierten en flores”.

 

III – Esperanza de la verdadera Vida

 

La Fiesta de la Transfiguración nos incentiva a vivir de acuerdo a nuestra fe, en coherencia con los principios de la Religión, teniendo siempre en vista que nuestro último fin no se cumple en la Tierra, y que la eternidad, para la cual nacimos, sólo valen los méritos espirituales. La certeza de que seremos transfigurados como Cristo, debe alimentar nuestra esperanza continuamente.

 

Para quien se salva, la verdadera vida comienza después de la muerte. Por eso la Iglesia celebra la fiesta del santo en el día de su nacimiento para el Cielo, es decir cuando muere para el mundo. Debemos por lo tanto, a imitación de los santos, aceptar todos los sufrimientos, rechazos y humillaciones que la práctica de la virtud nos imponga en este valle de lágrimas, ciertos de que ellos se transformarán en gloria cuando nos encontremos en la Visión Beatífica.

 

Así, en unión con Nuestro Señor Jesucristo, abracemos decididamente nuestra cruz y sigamos el Divino Maestro rumbo a la gloria de la Transfiguración eterna, donde no habrá no siquiera sombra de padecimientos, sólo la felicidad total e imperecedera: “Por la Cruz, llegamos a la Luz”.

 

Súplica final

 

En los períodos de probación, refugiémonos junto al Santísimo Sacramento y recurramos constantemente a Nuestra Señora, invocándola por medio de la recitación del Santo Rosario, confiantes que terminados los sufrimientos de esta vida, renacerá para nosotros con mayor esplendor el sol de la eterna consolación espiritual. Desde ya digamos a María, con la entera confianza de hijos: Dios te Salve, Reina y Madre…

 

Basado en:

SÃO JOÃO DAMASCENO, Homilia XVI, In Transfiguratione (Patrologia Grega 96, 570); MONSENHOR JOÃO CLÁ DIAS, Comentário ao Evangelho do 22o Domingo do Tempo Comum, Revista Arautos do Evangelho no 116, Agosto de 2011.

Deje sus comentarios

Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

version mobile ->