MEDITACIÓN PARA EL PRIMER SÁBADO
3o Misterio Glorioso
La venida del Espíritu Santo
Y será renovada la faz de la Tierra
Introducción:
Iniciemos la devoción del Primer Sábado, meditando el 3o Misterio Glorioso: La venida del Espíritu Santo.
Antes de partir de este mundo, Nuestro Señor Jesucristo reiteró varias veces la promesa que al volver para el Cielo, pediría al Padre que les enviase el Consolador, el Espíritu de verdad, que quedaría para siempre con ellos. En esta meditación contemplaremos la realización de esta divina promesa que se extiende a todos los bautizados y confirmados en la Fe Católica.
Composición de lugar:
Hagamos nuestra composición de lugar imaginando la sala del Cenáculo, la misma en que fue celebrada la Última Cena, ahora ocupada por Nuestra Señora, los Apóstoles y algunos discípulos, reunidos en oración. De repente, se oye un gran ruido parecido al de una fuerte viento y toda la sala se ilumina con diversas llamaradas que reposan sobre la cabeza de cada uno de los presentes. Las fisonomías radiantes de Nuestra Señora y de los otros revela que fueron asumidos por el Espíritu Santo.
Oración preparatoria:
Oh Madre y Reina de Fátima, ¡Esposa fidelísima del Espíritu Santo! Juntos meditaremos sobre el Misterio glorioso de la venida de vuestro Divino Esposo al Cenáculo, donde Vos también estabais, junto con los Apóstoles y discípulos del Señor. Humildes y confiados os suplicamos que, por los frutos de esta meditación, seamos igualmente beneficiados por las gracias y dones superabundantes que en aquel glorioso momento recibisteis del Paráclito. Así sea.
Hecho de los Apóstoles, 2, 1-4
“1 Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. 2 De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. 3 Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. 4 Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse.”
I- Amor a Dios y oración perseverante
1- Infinito amor de Dios por nosotros, manifestado en este misterio
Consideremos el amor que Dios nos manifestó en tan sublime misterio, pues en el Sacramento de la Confirmación nosotros recibimos el mismo Espíritu Santo, el Consolador que María Santísima y los discípulos recibieron en el Cenáculo de modo tan abundante y admirable. El Padre Eterno, no satisfecho en habernos dado a su Divino Hijo, quiso darnos todavía el Espíritu Santo, a fin que habitase siempre en nuestras almas y en ellas conservase el fuego sagrado de su amor.
El Espíritu Santo, pues, baja al Cenáculo en forma de lengua de fuego para enseñarnos que por amor a los hombres, asumió el oficio de dirigir las lenguas de los apóstoles y de sus sucesores en la predicación del Evangelio. Apareció también en forma de llamas para insinuar que iluminará los espíritus, purificará los corazones y estimulará las voluntades de todos los fieles para trabajar en la santificación propia y en la de los otros.
¡Qué amor tan grande el de la Santísima Trinidad!
Mas, ¡amor con amor se paga! Visto que en este misterio de Pentecostés toda la Santísima Trinidad se esmeró en patentar el amor que Dios nos tiene, justo es que lo amemos con todas nuestras fuerzas. Reflexionemos si hemos crecido o no en el amor a Dios por sobre todas las cosas y reguemos al Espíritu Santo que revigore en nuestros corazones las llamas sagradas de este amor.
1- Perseverancia en la oración con María.
En este Misterio de Pentecostés, vemos como los apóstoles conocían el valor de la oración. Por medio de ella, se preparaban para recibir el Espíritu Santo. Y “perseveraban unánimemente”, o sea, estaban de acuerdo y aparte estaban juntos, porque la oración de varios unidos por el amor de Jesucristo y en función de Él tiene esta promesa: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, ahí estoy Yo en medio de ellos” (Mt 18,20). Estaban recogidos, excelente forma de preparación para los grandes acontecimientos, como a ejemplo de Jesús que pasó cuarenta día en el desierto, antes de iniciar su vida pública. Aparte de esto, un punto fundamental: ¡Rezaban con María! Es la condición indispensable para recibir las gracias del Espíritu Santo. Como su esposa, Nuestra Señora tuvo que haberle pedido que bajase sobre los Apóstoles. Reuniéndose con la Santísima Virgen, ellos obtuvieron gracias que liberaron sus almas de los últimos obstáculos para beneficiarse con Pentecostés.
II – Misión evangelizadora
En este Misterio vemos también a los Apóstoles, de acuerdo con sus respectivas misiones, ser inundados de los dones más especiales. Se recordaron, con amor y comprensión, de todo lo que el Maestro les enseñara, y estaban prontos para recorrer el mundo predicando la Buena Nueva.
1- Inicio de la misión universal de la Iglesia
Hasta aquel día bendito en el Cenáculo, la Iglesia se encontraba en estado todavía casi embrionario, reunida alrededor de Nuestra Señora. La figura de María se destaca en este escenario, pues así como fuera elegida para el insuperable don de la maternidad divina, la cabía ahora tornarse Madre del Cuerpo Místico de Cristo y, tal cual se dio en la Encarnación del Verbo, bajó sobre Ella el Espíritu Santo, por medio de una nueva y riquísima efusión de gracias, a fin de adornarla con las virtudes y dones propios y proclamarla Madre de la Iglesia.
Bajo el manto de la Santísima Virgen y bajo la dirección de Pedro, los Apóstoles se vuelven la primera escuela de heraldos del Evangelio, proclamando los enseñamientos de Cristo para el mundo entero. Sólo en aquellos días, pocas horas después de la venida del Espíritu Santo, fueron bautizadas tres mil personas. Era el inicio del apostolado en sistema de ‘avalancha’ que se multiplicaría cuando los Apóstoles comenzasen a hacer milagros. En breve iban a extender la evangelización por todo el mundo antiguo, y llegaría un momento en que el Imperio Romano entero estaría cristianizado.
2- El llamado de la evangelización es también dirigido a nosotros.
Así como los Apóstoles en el Cenáculo, recibimos el mismo Espíritu Santo en el sacramento de la Confirmación, así también recibimos el llamado a la evangelización del prójimo. Como afirmó el Papa San Juan Pablo II, “es preciso reencender en nosotros el celo de los orígenes, dejándonos invadir por el ardor de la predicación apostólica que se siguió a Pentecostés. Debemos revivir en nosotros los sentimientos ardientes de Paulo que lo llevaba a exclamar: ‘¡hay de mi si no evangelizar!’ (I Cor 9,16).
O sea, si somos hijos auténticos de la Iglesia, debemos aceptar el mensaje que el misterio de Pentecostés nos trae y tener por ella un amor sin límites, que se traduce en interés candente por todo lo que dice respecto, en oraciones y en obras de apostolado. Si nosotros, católicos, fuésemos así, todos los males que afligen el mundo de hoy serían vencidos. Como los Apóstoles, perseveremos con María Santísima en oración pidiendo que el Espíritu de Caridad nos infunda aquel amor que los abrazó.
III- El Espíritu Santo en nuestra vida
Punto fundamental en esta meditación es considerar la importancia del Espíritu Santo en nuestra vida cotidiana.
1- Sin el Espíritu Santo, la Iglesia Católica fenecería
Para comprender esta importancia, pensemos en lo que habría pasado con la Iglesia si no viniese el Paráclito sobre los Apóstoles. Estos, durante la Pasión, habían abandonado al Maestro, desaparecieron, huyeron (cf. Mt 26,56; Mc 14,50). Después de la muerte y Resurrección de Jesús, volvieron a reunirse, deseosos de ver la implantación del reino de Israel sobre todos los pueblos (cf. Hch 1,6), ¡y no del Reino de los Cielos que Nuestro Señor había predicado! Esta es la naturaleza humana, incapaz, por sí, de actos sobrenaturales. Muchas veces juzgamos que los Santos eran personas de voluntad extraordinaria, gracias a la cual vencían los obstáculos hasta conquistar la corona de la justicia. Ora, ningún hombre, por más hábil que sea, alcanza la perfección por su esfuerzo personal; solamente practicará las virtudes de forma estable si el Espíritu Santo lo asiste. Es Él quien santifica la Iglesia entera, como se dio en aquella mañana, cuando el viento invadió toda la casa donde estaban y las lenguas de fuego posaron sobre la cabeza de los doce y de sus compañeros: de medrosos que eran, se volvieron héroes.
2- Implorar el socorro del Espíritu Santo en todos los momentos
Nosotros católicos, tenemos el don incomparable de pertenecer al Cuerpo Místico de Cristo y también recibir el Espíritu Santo a través de los Sacramentos del Bautismo y sobre todo de la Confirmación. Mas, en su oración oficial, la Iglesia implora que “ahora” sean derramadas copiosamente en los corazones de los fieles, por toda la Tierra, las gracias concedidas en aquella ocasión a Nuestra Señora, a los Apóstoles y a los discípulos.
La humanidad tiene una necesidad vital de esa efusión del Divino Espíritu Santo. Y esta es la razón de reunirnos ardorosamente en torno al altar, para pedir a María que, Madre de la Iglesia, obtenga de su Divino Esposo gracias de mayor fervor, de mayor consuelo, de mayor piedad, de mayor fuerza, para enfrentar todos los males. Desde el despertar debemos pedir su intervención en todas nuestras actividades del día. ¡Nada puede abatir a quien está lleno del Espíritu Santo!
Mismo que seamos sometidos al martirio de la vida diaria, con sus decepciones, desilusiones y traumas de relacionamiento, y a veces dentro de la propia familia, debemos tener certeza que la solución para todas las angustias, aflicciones o perturbaciones está en la luz del Espíritu Santo. Si vivimos en este mundo, no para la carne, mas para el Espíritu, percibiremos la insignificancia de todos los tormentos que nos asaltan ante la esperanza en la maravilla de la resurrección, cuando habremos de recuperar nuestra propia carne, finalmente glorioso y transformada.
Conclusión
Al final de esta meditación, renovemos nuestra consagración al Divino Espíritu Santo, suplicándole que cuide de nosotros. Deseamos con ardor participar de la misma alegría sentida por los Apóstoles en el momento de Pentecostés, en el Cenáculo. Por los ruegos de María Santísima, Reina gloriosa de Fátima, pidamos que aquella disposición de llevar el Reino de Nuestro Señor Jesucristo hasta los confines del universo se verifique también en nuestros días, y que el fuego sagrado del Espíritu Divino se esparza por todo el mundo, infundiendo nueva vida a la Santa Iglesia y renovando la faz de la Tierra.
Con todo el fervor de nuestro corazón, digamos al Divino Esposo de María:
¡Ven, Espíritu Santo! Llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía, Señor, tu Espíritu. Que renueve la faz de la Tierra.
Oh Dios, que llenaste los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu Santo; concédenos que, guiados por el mismo Espíritu, sintamos con rectitud y gocemos siempre de tu consuelo. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén..
Referencia bibliográfica:
Basado en:
SANTO AFONSO DE LIGÓRIO, Meditações, volume II, Editora Herder e Cia., Friburgo, Alemanha, 1922.
MONS. JOÃO CLÁ DIAS, EP, O inédito sobre os Evangelhos, Vol. I, pp. 395 e ss.; Vol. III, pp. 393 e ss., Vol. V, pp 379 e ss.