MEDITACIÓN PARA EL PRIMER SÁBADO
1er. Misterio Doloroso
LA AGONÍA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO EN EL HUERTO DE LOS OLIVOS
HÁGASE TU VOLUNTAD Y NO LA MÍA
Introducción:
Aproximándose el Tiempo de Cuaresma, nos preparamos para las celebraciones de la Pasión, Muerte y Resurrección del Cordero de Dios, meditando hoy el 1er. Misterio Doloroso: La Agonía de Nuestro Señor Jesucristo en el Huerto de los Olivos. En la noche del Jueves Santo, después de dejarse a sí mismo como alimento en la Sagrada Eucaristía, Jesús se dirige al Jardín de Getsemaní, donde comenzará su sacrificio para rescatar al género humano.
Composición de lugar:
Imaginemos el Jardín de Getsemaní en la noche en que Jesús se recogió para su vigilia antes de la Pasión: un amplio huerto donde se erguían grandes olivos, acariciados por los fulgores plateados de una luna llena que, una que otra vez, aparecía entre nubes cargadas. El Salvador está allí, de rodillas, apoyando sus brazos en las piedras que están junto a Él. Su fisonomía contristada y afligida demuestra toda la amargura que le inunda el Corazón. En un claro, en un rincón del jardín, los apóstoles Pedro, Santiago y Juan duermen pesadamente.
Oración preparatoria:
¡Oh, Madre y Señora de Fátima!, por esta meditación, alcanzadme la gracia de unirme íntimamente al sufrimiento redentor de vuestro Divino Hijo, teniendo por Él la misma compasión y la misma comprensión de sus dolores que Vos, oh Madre, tuvisteis en aquel doloroso momento. Que con vuestra ayuda pueda acompañar a mi Salvador en estos pasos de su Pasión y, con mis oraciones y buenos propósitos, consolarlo en sus amarguras. Así sea.
Evangelio de San Lucas (22, 39-46)
“39 Salió y se encaminó, como de costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. 40 Al llegar al sitio, les dijo: «Orad, para no caer en tentación». 41 Y se apartó de ellos como a un tiro de piedra y, arrodillado, oraba 42 diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». 43 Y se le apareció un ángel del cielo, que lo confortaba. 44 En medio de su angustia, oraba con más intensidad. Y le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre. 45 Y, levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los encontró dormidos por la tristeza, 46 y les dijo: «¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para no caer en tentación».”
I- LA LUCHA CONTRA EL PAVOR Y LA TRISTEZA
Jesús, después de haber lavado los pies de sus discípulos e instituido el Santísimo Sacramento del Altar, en el cual se dejó a sí mismo, sabiendo que la hora de su Pasión había llegado, se dirige al Huerto de Getsemaní, donde sus enemigos lo irían a buscar para prenderlo, como era de su conocimiento.
1- Abismo de amargura y de aflicción
Cuando el velo de las sombras baja sobre Jerusalén, los olivos de Getsemaní parecen reconducirnos, aún hoy, a aquella noche de sufrimiento y de oración vivida por Jesús. El Salvador se destaca, solitario, en el centro de la escena, arrodillado en la tierra de aquel jardín. Como cada persona que está delante de la muerte, también Cristo se siente afligido por su angustia. De hecho, la palabra que el evangelista Lucas utiliza es ‘agonía’, o sea, lucha. La oración de Jesús es, por lo tanto, dramática, tensa como en un combate, y el sudor de gotas de sangre que se escurre por su rostro es señal de un sufrimiento áspero y duro.
Su alma está sumergida en un océano de extrema amargura. Despoja su santa humanidad de la fuerza a la cual tenía derecho por su unión con la divina Persona, y la deja sumergir en un abismo de tristeza y de angustia.
2- Jesús prevé cada sufrimiento de la Pasión
En aquel momento doloroso, le asaltó un gran temor de la muerte tan amarga que debería sufrir sobre el Calvario, y de todas las desolaciones que deberían acompañarlo. El Salvador ve anticipadamente su Pasión. Ve a Judas, su apóstol amado, que lo vende por algunas monedas. Se ve arrastrado por las calles de Jerusalén, donde hace apenas algunos días lo aclamaban como Mesías. Ve a su pueblo tan amado, tan colmado de bendiciones, que ahora vocifera contra Él insultándolo, reclamando a gritos su muerte sobre la cruz. Oye las falsas acusaciones. Se ve flagelado, coronado de espinas, escarnecido, abucheado como un falso rey. Se ve condenado, subiendo al Calvario, sucumbiendo bajo el peso del madero, tembloroso, exhausto. Helo ahí llegado al Gólgota, despojado de sus ropas, extendido sobre la cruz, impiadosamente traspasado por los clavos, exhausto entre indecibles torturas. Y se ve exhalando el último suspiro.
3- Cargó sobre sí nuestros pecados
Todo esto, escena tras escena, pasa delante de sus ojos, infundiéndole miedo, anonadándolo. Desde el primer instante todo evaluó, todo aceptó. Jesús siente vivamente en su espíritu, sumergido en la mayor soledad, todo lo que va a sufrir por haber cargado sobre sí nuestros pecados: por esta falta, tal pena; por aquella falta, tal otra pena…
En la Historia se lee que muchos penitentes, iluminados por la luz divina sobre la malicia de sus pecados, llegaron a morir de puro dolor. ¿Qué tormentos, por lo tanto, soportó Jesús a la vista de todos los pecados, blasfemias, sacrilegios, deshonestidades, y de todos los otros crímenes cometidos por los hombres después de su muerte, cada uno de los cuales venía con su propia malicia, a semejanza de una fiera cruel, a rasgar su corazón?
Viendo esto, decía entonces nuestro afligido Señor, agonizando en el Huerto: “¿Es esta, oh hombres, la recompensa que dais a mi intenso amor? ¡Oh!, si Yo viese que vosotros, agradecidos por mi afecto, dejaríais de pecar y comenzaríais a amarme, con qué alegría iría ahora a morir por vosotros. Pero ver, después de tantos sufrimientos míos, tantos pecados; después de tan gran amor mío, aún tantas ingratitudes, es justamente eso lo que más me aflige, me entristece hasta la muerte y me hace sudar sangre viva”.
Debo considerar que entre esos ingratos estoy yo, que también afligí y causé amarguras a mi Redentor por causa de mis pecados. Cierto es que, si yo hubiese pecado menos, menos habrías padecido, ¡oh mi Jesús! Señor, quiero arrepentirme de todos esos pecados, y consolaros con mi propósito de practicar la virtud y de buscar la santidad que esperáis de mí, con la ayuda de vuestra Santísima Madre, María.
II – POR ENCIMA DE TODO, SEA HECHA LA VOLUNTAD DIVINA
Nuestro Señor está postrado con el rostro en tierra delante de la Majestad del Padre. La Santa Faz del Hombre Dios yace en el polvo, irreconocible, ensangrentada. ¿Por qué? Para expiar nuestra arrogancia y enseñarnos, a nosotros, criaturas orgullosas, que para alcanzar el Cielo tenemos que humillarnos hasta la tierra.
1- Asumió nuestra flaqueza para hacernos fuertes
Jesús enseguida se levanta, dirige hacia el Cielo una mirada suplicante, yergue los brazos, reza. Le cubre el rostro una mortal palidez. Con confianza filial, implora al Padre, pero bien sabe cuál es el lugar que le fue marcado. Sabe que es víctima en favor de toda la raza humana, expuesta a la cólera de Dios ultrajado. Sabe que solo Él puede satisfacer la Justicia infinita y conciliar al Creador con la criatura. Por un lado, su naturaleza está literalmente aplastada y se insurge contra tal sacrificio; por otro, su espíritu está pronto a la inmolación, y el duro combate continúa.
“Jesús, ¿Cómo podemos pediros ser fuertes, cuando os vemos tan débil y abrumado? –pregunta San Pío de Pietrelcina. Y responde: “Sí, ¡Comprendo! Tomasteis sobre Vos nuestra debilidad. Para darnos vuestra fuerza, os tornasteis la víctima expiatoria. Queréis enseñarnos cómo solo en Vos debemos depositar nuestra confianza, aun cuando el Cielo nos parezca duro como el bronce”.
2- “Si es posible, aparta de mí este cáliz”
Nuestro Señor, en su agonía, es asaltado por una gran repugnancia por lo que debía sufrir, y por eso suplica al Padre que lo libre: ”Padre mío, si es posible aparta de mí este cáliz”. Es el grito de la naturaleza que, abatida, recurre al Cielo llena de confianza. Aunque sepa que no será atendida, porque no desea serlo, así mismo suplica el socorro de lo alto.
¿Mi Jesús, porque pedís algo que no obtendréis? ¡Qué misterio vertiginoso! La llaga que os dilacera os hace mendigar la ayuda y el confort, pero vuestro amor por nosotros y el deseo de llevarnos a Dios os hace decir: “No se haga mi voluntad, sino la vuestra”.
3- La gran lección de Jesús en el Huerto de los Olivos
En el mismo instante en que se somete a la voluntad del Padre, un ángel aparece para confortarlo. Comprendemos entonces la gran lección de Jesús en el Huerto de los Olivos: Él oró así para enseñarnos que podemos pedir a Dios en las tribulaciones que nos libre de ellas, pero al mismo tiempo debemos someternos a su voluntad y por lo tanto decir como Jesús: “Mas, no se haga como yo quiero, sino como Vos queréis”.
Sí, mi Jesús, no se haga mi voluntad, sino la vuestra. Yo acepto todas las cruces que queráis enviarme. Porque Vos, inocente, sufristeis por mi amor; es justo que yo, pecador, merecedor de las penas del infierno, padezca por vuestro amor todo lo que determinareis. Que yo sepa resignarme delante del dolor, del sufrimiento, y hasta de la derrota y del fracaso, si fuere preciso. Y a ejemplo de lo que ocurrió con Vos en el Huerto, la gracia divina me consolará también bajo el maternal amparo de María Santísima, que nunca nos abandona en nuestra probaciones.
III –VIGILAR Y ORAR PARA CONSOLAR A JESÚS
Aquella noche, Nuestro Señor no quería estar solo en el Huerto de los Olivos. Su Corazón desolado tenía sed de ser confortado. Por eso, había llevado consigo a tres apóstoles y les había pedido que vigilasen y orasen unidos a Él. Después de que el ángel se apartó, Jesús se levanta, da algunos pasos vacilantes y se aproxima a los discípulos, que deberían estar despiertos. Estos, por lo menos, los amigos de confianza, han de comprender y de compartir de su amargura.
1 –Orar y vigilar para no caer en tentación
¡Jesús, sin embargo, los encuentra adormecidos! La emoción, la hora tardía, el presentimiento de alguna cosa horrible e irreparable, la fatiga, y helos sumergidos en un sueño pesado. Nuestro Señor tiene piedad de tanta debilidad. “El espíritu está pronto, pero la carne es débil”. Los despierta y los interroga, en un tono al mismo tiempo de censura y de compasión: “¿No podéis velar una hora conmigo?” Y no pensando sino en el bien de sus seguidores, los advierte: “Levantaos y orad, para no caer en tentación”.
Jesús parece decirles: “Si me olvidáis tan rápidamente, a Mí, que lucho y sufro, por lo menos por vuestro propio interés, ¡vigilad y orad!” Pero ellos, atontados por el sueño, apenas lo oyen.
¡Ah, Señor, esa advertencia también es dirigida a mí, que tanto os he ofendido con mis faltas, y que tanto he “dormido” en los cuidados de mi alma, en vez de vigilar y de rezar para no caer en tentación! Perdonadme, Señor, por mis debilidades que os causaron dolor y aflicción en el Jardín de los Olivos. Dadme fuerzas para enmendar mis defectos y no dejarme llevar más por el sueño de la tibieza y de la pereza espiritual que me separan de Vos.
2 – Consolemos el Corazón de Jesús
Por fin, ya no había más tiempo para el sueño de los discípulos. Los enemigos se aproximaban, y la Pasión del Señor iba a desarrollarse con todo su cruel sufrimiento. Jesús exclama: “¡Es la hora del poder de las tinieblas! De libre voluntad me entrego a la muerte redentora. Judas se aproxima para traicionarme y Yo voy a su encuentro. Permitiré que se cumplan puntualmente las profecías. Llegó mi hora, la hora de la misericordia infinita”.
“Oh Jesús mío”, exclama San Pío de Pietrelcina, “cuántas almas generosas, al contrario de los apóstoles adormecidos, tocadas por vuestras lamentaciones, os hacen compañía en el Jardín de los Olivos, participando de vuestra amargura y de vuestra angustia mortal. ¡Cuántos corazones han respondido generosamente a vuestro apelo a través de los siglos! ¡Puedan ellos consolaros y, participando de vuestro sufrimiento, puedan ellos cooperar en la obra de la salvación!”
Pueda yo mismo, Señor Jesús, ser de ese número y consolaros un poco, aceptando con amor las penas y aflicciones de esta vida de exilio. Me uno con toda vehemencia a vuestros méritos, a vuestros dolores, a vuestra expiación, a vuestras lágrimas, para poder trabajar con Vos en la obra de la salvación. Pueda también yo tener la fuerza de huir del pecado, causa única de vuestra agonía, de vuestro sudor de sangre y de vuestra muerte.
CONCLUSIÓN
Terminemos esta meditación haciendo el firme propósito de atender el apelo del Divino Maestro, permaneciendo vigilantes y en actitud de oración a su lado, en cuanto sus dolores y su aflicción redentora se manifiestan en el Huerto de los Olivos. Que María Santísima, la Madre Dolorosa y plena de misericordia, nos encomiende a su Hijo afligido y triste por mi amor. Contemplemos una vez más al Cordero de Dios que vino a quitar los pecados del mundo, abrumado de amargura en un rincón de Getsemaní. Y que, en vez de dejarnos abatir por el sueño de la indiferencia, elevemos con Él nuestras oraciones al Padre, pidiendo fuerzas para enfrentar con ánimo y confianza todas las probaciones que la Divina Providencia permita en nuestra vida.
Contemos, para eso, con el incansable y tierno socorro de nuestra Madre celestial, a quien suplicamos con todo fervor:
Dios te salve, Reina y Madre…
Referencia bibliográfica:
Basado en:
San Alfonso de Ligorio, A Paixão de Nosso Senhor Jesus Cristo, piedosas e edificantes meditações sobre os sofrimentos de Jesus, edición en PDF por Fl. Castro, 2002.
San Pío de Pietrelcina, Meditação sobre a Agonia de Jesus no Horto (accesible en www.passiodomini.wordpress.com)
Monseñor João S. Clá Dias, Meditação do Primeiro Mistério Doloroso (accesible en www.arautos.org)