MEDITACIÓN PARA EL PRIMER SÁBADO
Tercer Misterio Glorioso
La venida del Espíritu Santo
Introducción:
Vamos a dar inicio a la meditación reparadora de los primeros sábados, que nos fue indicada por Nuestra Señora, cuando apareció en Fátima en 1917. Ella pedía que comulgásemos, rezásemos un rosario, hiciésemos la meditación de los misterios del rosario e nos confesásemos en reparación a su Sapiencial e Inmaculado Corazón. Para los que practicasen esta devoción, Ella prometía gracias especiales de salvación eterna.
En la Solemnidad de Pentecostés, la primera lectura contempla la venida del Espíritu Santo, conforme prometiera Nuestro Señor Jesucristo. Ocasión propicia para que hoy meditemos el tercer misterio glorioso.
Composición de lugar:
Como composición de lugar, nos imaginamos reunidos en el Cenáculo, juntos con María, los Apóstoles y discípulos preparándonos para la venida del Paráclito.
Oración preparatoria:
¡Ven, oh, Santo Espíritu!, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía tu Espíritu y serán creados. Y renovarás la faz de la tierra.
Oh Dios, que habéis instruido los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo, concedednos según el mismo Espíritu conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos consuelos. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
Hechos de los Apóstoles 2, 1-11
“1 Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. 2 De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. 3 Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. 4 Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse.
5 Residían entonces en Jerusalén judíos devotos venidos de todos los pueblos que hay bajo el cielo. 6 Al oírse este ruido, acudió la multitud y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. 7 Estaban todos estupefactos y admirados, diciendo: «¿No son galileos todos esos que están hablando? 8 Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua nativa? 9 Entre nosotros hay partos, medos, elamitas y habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, 10 de Frigia y Panfilia, de Egipto y de la zona de Libia que limita con Cirene; hay ciudadanos romanos forasteros, 11 tanto judíos como prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua».”
“Sagrada Biblia (Versión Oficial de la Conferencia Episcopal Española)”.
I- El descenso del Espíritu Santo.
Pentecostés era una de las fiestas judías tradicionales. En ella se ofrecían a Dios los primeros frutos de las cosechas del campo. Se trataba de una de las tres grandes fiestas llamadas de la peregrinación, pues en ellas los israelitas debían peregrinar hasta Jerusalén, para adorar a Dios en el Templo. Los judíos residentes en el extranjero utilizaban la palabra griega pentekosté – que significa quincuagésimo día -, porque la fiesta era celebrada cincuenta días después de la Pascua.
Los apóstoles se encontraban arrebatados en oración cuando se hizo oír un ruido estruendoso y un viento impetuoso. En seguida, aparecen lenguas de fuego. Según una antigua y piadosa tradición, la primera lengua de fuego –la más rica- se posó sobre la cabeza de Nuestra Señora, y a partir de Ella, se multiplicó hacia los otros.
¿Por qué esas manifestaciones exteriores? Porque Dios quiso hacer visible la plenitud y el ímpetu de amor de lo que estaba dando; la grandeza del don que bajaba. Un ” viento que soplaba fuertemente”, puede ser visto como la llegada de un torrente de gracias que estaban siendo derramadas sobre todos los presentes.
Eran las gracias místicas eficaces y superabundantes que ‘llenaron’ el Cenáculo.
El fuego, hecho de luz y calor, era el mejor elemento para simbolizar el ardor propio de la acción restauradora y entusiástica del Espíritu Santo. Al cernirse sobre las cabezas de María y de los demás presentes, las llamas se presentaban bajo la forma de lenguas de fuego. Estas llamas bien podrían ser el símbolo de las llamaradas que suscitaría la predicación de aquellos varones.
“Se llenaron todos de Espíritu Santo”. De María, la Iglesia exclama: “llena de gracia” (Lc 1,28), y de hecho, Ella lo fue desde el primer instante de su Inmaculada Concepción y en el Cenáculo, recibe un aumento adicional.
En este pasaje también vemos a los Apóstoles, de acuerdo con sus respectivas misiones, ser inundados de los más especiales dones. Recuerdan con amor y comprensión, de todo lo que el Maestro les enseñara, quedando prontos para recorrer el mundo predicando la Buena Nueva.
La gracia del Espíritu Santo los cambia a todos
Dice la lectura que en aquellos días, Jerusalén estaba repleta de judíos y no judíos, venidos de todas partes de la Tierra. Como el ruido de la vendaval fuera oído por toda la ciudad, delante del Cenáculo “acudió la multitud y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Estaban todos estupefactos y admirados, diciendo: «¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua nativa?”. Y San Lucas continúa: ““Estaban todos estupefactos y desconcertados, diciéndose unos a otros: «¿Qué será esto?». Otros, en cambio, decían en son de burla: «Están borrachos» ” (Hech 2,12-13).
San Pedro levantó la voz y con toda solemnidad dice al pueblo: «Judíos y vecinos todos de Jerusalén, enteraos bien y escuchad atentamente mis palabras. No es, como vosotros suponéis, que estos estén borrachos, pues es solo la hora de tercia (Hech 2,14-15).
Estaban ebrios, pero de una embriaguez divina, y proclamaban la doctrina del Divino Maestro, pronunciando palabras de sabiduría, cierto, gloria y reprensión.
“Sino que ocurre lo que había dicho el profeta Joel: Y sucederá en los últimos días…” (Hech 2, 16-17). San Pedro recordó las profecías sobre Cristo; el pueblo las conocía y se impresionó, abriendo los corazones a la conversión. El Príncipe de los Apóstoles finalizó sus palabras diciendo: “A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Exaltado, pues, por la diestra de Dios y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo. Pues David no subió al cielo, y, sin embargo, él mismo dice: Oráculo del Señor a mi Señor: “Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies”. Por lo tanto, con toda seguridad conozca toda la casa de Israel que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías»(Hech 2, 32-36).
San Pedro, como Papa, hace aquí la primera proclamación de un dogma en la Historia: el de la divinidad de Nuestro Señor.
“Al oír esto, se les traspasó el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos? Pedro les contestó: «Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos, y para los que están lejos, para cuantos llamare a sí el Señor Dios nuestro». (Hech 2, 37-39).
Aquí cabe una pregunta: ¿La mayor parte de los que oyeron a San Pedro, se habrán convertido? Los Hechos de los Apóstoles no nos dan los elementos para saber. Mencionan, como vimos, los que “decían en son de burla: Están borrachos”.La misma gracia que convertía a muchos, terminaba siendo rechazada por otros. Y al saber de esos prodigios y del inicio de la glorificación pública de Aquel que habían hecho crucificar, las reacciones de los fariseos tampoco deben haber sido buena.
Fueron bautizadas tres mil personas. En pocas horas, la Iglesia pasaba a contar con más de tres mil miembros. Era el inicio del apostolado en sistema de “avalancha”, que se multiplicaría cuando los Apóstoles comenzasen a hacer milagros. En breve, iban a extender la evangelización por todo el antiguo mundo, y llegaría un momento en que el Imperio Romano entera estaría cristianizado.
Pedir una nueva efusión de gracias
Para iniciar el tercer milenio de la Era Cristiana, el Papa San Juan Pablo II quiso publicar una Carta Apostólica, firmada en la Plaza de San Pedro el 6 de enero de 2001. En ese bellísimo documento, destacamos el siguiente trecho: “He repetido muchas veces en estos años la « llamada » a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: « ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1 Co 9,16)1.
He aquí el camino indicado para que en este tercer milenio la Iglesia rebrille con una luz todavía más fulgurante que en los siglos anteriores: “reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés”.
Conclusión
¡Fiesta de amor de Dios! Pentecostés nos trae este mensaje: debemos tener por la Santa Iglesia Católica un amor sin límites, que se traduzca en interés candente por ella, en oraciones, en obras de apostolado. Si nosotros, católicos, fuésemos así, todos los males que afligen al mundo de hoy serían vencidos.
Como los Apóstoles, perseveremos en oración con María Santísima, pidiendo que el Espíritu de Caridad nos infunda aquel amor que los abrasó: “Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terræ – Envía tu Espíritu y serán creados, y renovarás la faz de la tierra” (cf Sl 103, 30).
Oración final:
Consagración al Espíritu Santo
Espíritu Santo, divino Espíritu de luz y amor, te consagro mi entendimiento, mi corazón, mi voluntad y todo mi ser, en el tiempo y en la eternidad.
Que mi entendimiento este siempre sumiso a tus divinas inspiraciones y enseñanzas de la doctrina de la Iglesia católica que tu guías infaliblemente.
Que mi corazón se inflame siempre en amor de Dios y del prójimo.
Que mi voluntad este siempre conforme a tu divina voluntad.
Que toda mi vida sea fiel imitación de la vida y virtudes de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A El, contigo y el Padre sea dado todo honor y gloria por siempre.
Dios Espíritu Santo, infinito amor del Padre y del Hijo, por las manos purísimas de María, tu esposa inmaculada, me pongo hoy y todos los días de mi vida sobre tu altar escogido, el Sagrado Corazón de Jesús, como un sacrificio en tu honor, fuego consumidor, con firme resolución ahora más que nunca de oír tu voz y cumplir en todas las cosas tu santísima y adorable voluntad.