MEDITACIÓN PARA EL PRIMER SÁBADO
3o Misterio Luminoso
El anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión
Introducción:
Iniciamos nuestra devoción del Primer Sábado, –atendiendo el pedido que nos hace Nuestra Señora en Fátima–, para desagraviar su Inmaculado Corazón, tan ofendido. La Virgen prometió gracias especiales para quienes el primer sábado de cada mes, comulgase, confesase y rezase el Rosario y meditase sus misterios.
Por ocasión de la Solemnidad de Todos los Santos, contemplaremos el 3o Misterios Luminoso: El anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión.
En el Sermón de la Montaña, Nuestro Señor promete el Cielo a aquellos que practicaren la virtud y el bien en este mundo. Los santos que ya se encuentran en el Paraíso nos precedieron en nuestra Patria definitiva y desde allí, interceden en nuestro favor junto a los Sagrados Corazones de Jesús y de María.
Composición de lugar:
Hagamos nuestra composición de lugar imaginando Nuestro Señor en lo alto de una colina. A sus pies, se extienden verdes praderas, donde crecen lirios y flores silvestres. Mas adelantes, se avista el bonito Mar de Galilea. Nuestro Señor comienza a hablar. Una gran multitud lo escucha con atención y encanto.
Oración preparatoria:
Padre nuestro, Ave María y Gloria.
Evangelio de San Mateo (5,1 y ss)
“1 Al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; 2 y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. 4 Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. 5 Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. 6 Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. 7 Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. 8 Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. 9 Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. 10 Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.”
I – Felicidad insondable de los Santos en el Cielo
En la Solemnidad de todos los Santos, la Iglesia celebra la memoria de todos aquellos que ya se encuentran en la bienaventuranza eterna. Allí gozan de la felicidad absoluta, sin ninguna sombra de preocupación o tristeza.
1- Consolación incomparable
Ninguna consolación de esta vida es comparable a la alegría que los santos tienen en el Cielo. Nuestra idea a propósito de felicidad es tan humana que juzgamos, muchas veces poseerla en grado máximo al obtener algo que deseamos mucho. La mera inteligencia del hombre no alcanza la comprensión de la felicidad del Cielo, pues en relación a Dios y las cosas celestiales, somos como hormigas que, andando por la tierra, levantan la cabeza para mirar el vuelo de un águila en el firmamento. Es decir, hay un abismo de diferencia entre nuestros sentimientos terrenos y la felicidad del Paraíso.
Entremos con los ojos de nuestra imaginación en el Cielo –dice San Alfonso María de Ligorio- y vislumbremos las delicias que disfrutan nuestros hermanos santos, incomparables en relación a la mayor felicidad terrena. Alegrémonos con ellos y demos gracias a Dios en su nombre.
Sin embargo, pensemos también que igual felicidad nos está reservada cuando, finalmente, terminen para nosotros las tormentas, las persecuciones, las enfermedades y trabajos de esta vida, las cuales se volverán para nosotros motivo de júbilo y de gloria en el Cielo.
2- Cuánto mayor fuere nuestro deseo del Cielo, más purificados quedamos
Con efecto, quien entra en la bienaventuranza y contempla a Dios cara a cara, se vuelve semejante a Él, como afirma San Juan: “Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.”(I Jn, 3,2).
Ora, cuanto más aumenta en nosotros la esperanza de ese encuentro y de esa visión, y por tanto, cuando mas crezcamos en el deseo de entregarnos a Dios y de pertenecerle por entero, más nos purificamos del amor propio y del egoísmo profundamente enraizados en nuestra naturaleza. Cuanto más nos aproximamos de la santidad, para la cual fuimos reados, más nos volvemos dignos de compartir la perenne alegría del Cielo.
II – Imitemos los Santos que interceden por nosotros en el Cielo.
Feliz aquel que se salva y dejando este lugar de destierro, entra en la Jerusalén celeste, para gozar el día que será siempre radiante, viéndose libre de todas las angustias y temores y del recelo de no llegar a aquel lugar de felicidad eterna.
1- Desapeguémonos de las cosas de este destierro
Peregrinos, vivimos en este mundo oprimidos por los sufrimientos de nuestro destierro, atribulados por nuestra flaqueza y por el recelo de no llegar a la salvación, pues el demonio, el mundo y la carne nos impelen en el sentido opuesto. De esto debemos concluir que esta tierra no es nuestra patria, mas un lugar de exilio en el cual Dios nos colocó para que por el sufrimiento merezcamos la dicha de entrar un día en la patria de la bienaventuranza.
Debemos, por lo tanto, pedir siempre la gracia del desapego y siempre ansiar por el Cielo, de acuerdo con el enseñamiento de Nuestro Señor: “quien quiera venir atrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Con San Alfonso debemos rezar: “¿Cuándo apareceré delante de la faz de Dios? ¿Cuándo me veré libre de tantas angustias y pensaré solamente en amar y cantar las alabanzas a Dios? ¿Cuándo gozaré de esa paz sólida, exenta de todos los peligros de perder el Cielo? Oh mi Dios, cuando me veré todo absorto en Vos, contemplando vuestra belleza infinita, cara a cara y sin velos?
2- Permaneciendo firmes en la Fe, alcanzaremos el Cielo
En esta tierra de exilio, en razón de nuestra fidelidad a Jesucristo, estamos sujetos a pasar por situaciones difíciles. ¿Cómo debemos comportarnos delante de ellas? Antes de todo, precisamos creer firmemente en la omnipotencia de Nuestro Señor y tener bien presente su amor por cada uno de nosotros. Él asumió la naturaleza humana para redimirnos con su padecimiento y muerte en la Cruz. Nos amó hasta el fin y está siempre inclinado a socorrernos en nuestras necesidades.
Por otro lado, no podemos dudar de que Jesús se encarnó para hacernos partícipes de su resurrección: “Si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe” ( I Cor 15,17), proclama San Pablo. Una vez compenetrados que estamos de pasaje en esta Tierra, camino a la eternidad, todos los males que podamos sufrir toman otra dimensión. Quien sabe que es un peregrino en este mundo, quien sabe que tiene una patria eterna en el Cielo y arde en el santo deseo de alcanzarla, ése vive aquí con paciencia y confianza.
Permaneciendo firmes en la fe, ganaremos la verdadera vida. Es sólo en la perspectiva de la gloria eterna que tendremos fuerzas para perseverar en la ora de las probaciones. Y esto no depende tanto de nuestro esfuerzo, cuanto de la gracia divina, que debemos pedir sin cesar, por medio de María Santísima y por la intercesión de los santos, que nos ayudan desde el cielo.
Suplica final
Con la viva aspiración de alcanzar la bienaventuranza eterna, siguiendo el ejemplo de los Santos que allí se encuentran, roguemos a Nuestro Señor, por intermedio de la Virgen de Fátima, para que Ella nos socorra con sus gracias en cuanto peregrinamos en este mundo de exilio.
Digamos con San Alfonso de Ligorio:
“Mi adorable Redentor, viéndome desterrado en este valle de lágrimas, quiero al menos pensar siempre en Vos y en vuestra infinita gloria. Quedad bien cerca de mi y socorredme siempre, a fin que pueda salir victorioso en las tentaciones y en los asaltos del mal. María, Augusta Reina del Paraíso, continuad a ser mi Abogada; por la sangre de Jesucristo y por vuestra intercesión, tengo la firme confianza de salvarme y de llegar un día a la felicidad sin fin del Cielo. Amén.”
Notas bibliográficas
Basado en: SANTO AFONSO DE LIGÓRIO, Meditações, volume III, Editora Herder e Cia., Friburgo, Alemanha, 1922.
MONSENHOR JOÃO CLÁ DIAS, Comentário ao Evangelho do 33o Domingo do Tempo Comum e da Solenidade de Todos os Santos, in Revista Arautos do Evangelho no 107, 119 e 143.