La Epifanía, más conocida como Fiesta de Reyes, fue objeto de grandes conmemoraciones desde los albores de la Iglesia. Era una solemnidad que no se limitaba al ámbito litúrgico, pero ¿cómo surgió? Lo responde la revista francesa
Como los pastores dóciles a la voz del ángel, vamos a toda prisa hasta la gruta de Belén, donde adoramos al Dios que promete el Reino de los Cielos al que imite su infancia.
Pero he aquí que otra fiesta, toda alegría y esperanza, nos devuelve al abrigo del Salvador para celebrar su Epifanía, su manifestación a los hombres de que es Amor y Caridad. Imaginémonos en la víspera de esta antigua solemnidad. Las campanas hacen oír sus más puros acordes; los niños y los ancianos pobres, con una inocente canción, van a pedir en nombre de la Virgen María una parte del pastel servido en la fiesta de Reyes: la “parte de Dios”.
El ayuno de los primeros tiempos cristianos
Los primeros cristianos solían ayunar en la vigilia de esta fiesta. Pero solamente los orientales mantuvieron esta costumbre, a causa del Bautismo solemne que en sus ritos se confiere esa noche, a la que denominan “el día de las santas luces”.
Alrededor del siglo XI se pensó en Occidente que un austero ayuno no era compatible con las alegrías de la Natividad del Señor, cuya conmemoración se extendía hasta la fiesta de la Epifanía. Y el ayuno se suavizó. El regocijo no se limitó a la supresión del ayuno, pues, según escribió Guillermo, obispo de París, en el siglo XIII se encendían hogueras en las plazas públicas, tal como en la vigilia de la fiesta de san Juan Bautista.
En el siglo IV la fiesta de Epifanía era ya tan importante, que según el relato del autor pagano Amien- Marcellin, el emperador Juliano, llegado de París y pasando por el Delfinado, no se atrevió a faltar al Oficio divino en ese día por miedo a ser sospechoso de apostasía. Algunos años más tarde el emperador Flavio Valente, infectado de arrianismo, temió que no se lo considerara más un príncipe cristiano si no era visto personalmente en el Santo Sacrificio celebrado aquel día. San Gregorio Nacianceno, en su elogio a san Basilio, describe la impresión causada al césar romano por la munificencia de las ceremonias litúrgicas, así como la majestad de san Basilio en el altar y el pavor que sintió el emperador ante el menosprecio de sus ricas ofrendas.
Quiénes eran los Reyes Magos
Los Magos –calificativo que designa a hombres sabios y conocedores de astronomía– eran ricos y poderosos. Gran número de autores les atribuyó el título de reyes, y la Iglesia justifica esa opinión presentando la adoración de los Magos como el cumplimiento de esta profecía de David: “Los reyes de Tarsis y de las islas le ofrecerán sus dones, y los monarcas de Arabia y de Saba le pagarán tributo” (Sal 71, 10).
El autor Sandini observa acertadamente que los Magos, con sus camellos, pudieron viajar de Arabia a Jerusalén en un plazo de ocho días; los cinco días que restan hasta la fecha de la adoración –que según san Agustín y santo Tomás ocurrió a los 13 días del nacimiento del Niño Dios– son más que suficientes para los preparativos del viaje y el encuentro con el rey Herodes. Fijando la fiesta de la Epifanía el 6 de enero, la Iglesia parece confirmar esa opinión tan antigua.
Iluminados por la gracia y dejándose guiar por el misterioso meteoro, así como otrora el pueblo de Dios en el desierto, los Magos se pusieron en marcha para conocer al rey de los judíos, cuya estrella se les acababa de aparecer.
La noticia de un rey recién nacido causó revuelo en Jerusalén. Se reunieron sacerdotes y doctores, se consultaron las profecías y muy pronto Belén fue designada como la ciudad natal del Deseado de las Naciones.
Felices con esta información, los Magos sintieron redoblada su fe. Apenas cruzaron las murallas de la Ciudad Santa, la estrella nuevamente los precedió en su camino hasta detenerse por fin sobre el lugar en donde estaba el adorable Niño.
Según la opinión más corriente, fue en el mismo establo en que había nacido Jesús donde ellos se postraron ante Quien, desde el fondo de su pesebre, los había traído del Oriente, llamando a sí, en sus personas, a todos los pueblos de la gentilidad.
La Tradición ha guardado los nombres venerados de los tres Reyes Magos, cuyas reliquias se ufana de poseer la catedral de Colonia: Melchor, augusto anciano, ofreció el oro a Jesús; Gaspar, con el brillo de la juventud y la belleza, ofreció incienso para proclamar su divinidad; y Baltasar, de tez muy morena, ofreció al Salvador la mirra, testimonio de su inmortalidad.
Origen del Roscón de Reyes
En esta reseña no puede omitirse el festín del “Pastel de Reyes”. Su origen se remonta al siglo XIV. En esa época era habitual en las iglesias hacer representaciones teatrales de los misterios de nuestra fe.
En un registro de la iglesia de Santa Magdalena, en Besançon [Francia], se encuentra el relato de cómo se representaba la Epifanía.
Algunos días antes de la fiesta los canónigos elegían a uno de ellos, al que llamaban rey, porque debería hacer el papel del Rey de Reyes. Se le colocaba un trono en el coro, y su cetro era una palma; además, era el celebrante ya desde las primeras vísperas. En la misa, tres canónigos –el primero revestido con una dalmática blanca, el segundo con una roja y el tercero con una negra, cada uno con una corona en la cabeza y una palma en la mano, y seguidos por tres pajes haque cargaban los regalos– salían de la sacristía y bajaban cantando el Evangelio hasta la parte inferior de la iglesia, precedidos por una estrella de fuego. Después subían al coro, y llegando al trecho del Evangelio en que se dice que los Magos adoran al Salvador, iban hacia el altar, se postraban delante del celebrante y le ofrecían sus regalos. Se retiraban en seguida por el lado contrario al cual por donde habían entrado.
Tanto la víspera como el día de la Epifanía, una vez terminado el Oficio, el “canónigo rey” ofrecía a sus cofrades, que formaban “su corte”, una comida en la cual era tratado como rey.
El haba del Roscón de Reyes
En lo que concierne a la elección de un rey, los laicos no quisieron ser menos que los eclesiásticos. Cada familia quiso tener su rey, cuya elección se entregaba a la suerte. Los roscones hacían parte de los banquetes de nuestros antepasados. Se inventó uno especial para la Epifanía, conteniendo un haba. Quien recibía el pedazo en que ésta se encontraba, era proclamado rey.
Ese monarca de un día tenía como corte a su familia y a sus amigos. Y como su soberanía se ejercía en la mesa, fue menester dedicarle alguna distinción durante las comidas. Así, cuando bebía, todos aclamaban en su honor: “El rey bebe, ¡viva el rey!”
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Esta forma de celebración perdura hasta nuestros días en varios países de Europa, constituyendo una de las fiestas litúrgicas más ampliamente conmemoradas en la esfera secular. (L’Ami du Clergé,
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