La Eucaristía tiene una íntima unión con la vocación de todo bautizado: evangelizar. Es el Papa quien nos lo recuerda, y el protomártir de la Eucaristía, San Tarsicio, quien nos da ejemplo.
Sin el domingo, no podemos vivir!” — declaran los mártires de Abitanas a los jueces del Imperio Romano. “A principios del siglo IV, cuando el culto cristiano todavía estaba prohibido por las autoridades imperiales, algunos cristianos del norte de África, que se sentían obligados a celebrar el día del Señor, desafiaron la prohibición. Fueron martirizados mientras declaraban que no les era posible vivir sin la Eucaristía, alimento del Señor: Sine dominico non possumus — Sin el domingo no podemos vivir “ (Sacramentun Caritatis n. 95).
Con este bello ejemplo, quiso el Papa Benedicto XVI resaltar la ardorosa devoción de los primeros cristianos a la Eucaristía, a pesar de las dificultades y riesgos de aquella época, y estimularnos a imitarlos: “Exhorto a todos los laicos, en particular a las familias, a encontrar continuamente en el Sacramento del amor de Cristo la fuerza para transformar la propia vida en un signo auténtico de la presencia del Señor resucitado. Pido a todos los consagrados y consagradas que manifiesten con su propia vida eucarística el esplendor y la belleza de pertenecer totalmente al Señor” (Idem n. 94).
En la Eucaristía, la fuerza para evangelizar
¡Cómo es diferente, hoy, nuestra situación en Occidente, comparada con los comienzos de la Cristiandad! Tal vez el mayor riesgo que estamos obligados a enfrentar, para cumplir el precepto dominical, sea el de no conseguir hacer coincidir nuestras conveniencias personales con el horario de la misa. O de tener que viajar algunos minutos en el coche hasta llegar a la iglesia más próxima. Y la extrema facilidad de acceso a la Eucaristía puede llevar a algunos a no dar el debido valor al más sublime de los sacramentos.
¡Sin embargo, en los primeros siglos del Cristianismo, cómo era arriesgado, en épocas de grandes persecuciones, participar del banquete eucarístico! Esas circunstancias, tan adversas, ciertamente contribuían a resaltar el valor infinito de la Eucaristía, en aquellas primeras comunidades de cristianos. Pues era en el Pan Eucarístico donde ellos encontraban fuerzas para cumplir su misión evangelizadora en la sociedad pagana y, tantas veces, dar testimonio de Cristo con el derramamiento de la propia sangre.
La “casa-iglesia”
Cuando se habla sobre las misas en la primera era del Cristianismo, en seguida nace el interés por conocer cómo y dónde eran celebradas. Frecuentemente se piensa que los cristianos sólo se concentraban en las catacumbas, hasta llegar a parecer que esas estrechas galerías subterráneas, donde eran enterrados los muertos, hubiesen sido excavadas con la casi exclusiva finalidad de practicar el culto con seguridad.
En las épocas de la persecución más sangrienta, seguramente eran las catacumbas los lugares de reunión. Pero, cuando el furor de la persecución de los emperadores romanos amainaba, la vida volvía a una relativa normalidad, y eran las residencias de los propios cristianos las que servían de iglesia.
Aunque despojadas de sus preciosos tesoros (las reliquias de los mártires) las catacumbas evocan intensamente, aún hoy en día, el heroísmo indomable de los primeros cristianos. Basílica inferior de las Catacumbas de Santa Domitilia, Roma
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Evidentemente, eran escogidas las casas más amplias, que personas pudientes cedían para la celebración del culto divino. Todavía hoy, los cimientos de algunas basílicas romanas conservan vestigios de la antigua vivienda que desempeñó otrora la función de templo sagrado.
La propia disposición interna de las habitaciones de las residencias ricas se prestaba providencialmente a ese objetivo, pues en ellas había una nítida separación entre la parte pública y la parte privada. Y las primeras iglesias construidas conservaban todavía una distribución de salones semejante a la de esas casas.
En el patio se reunían los fieles, los catecúmenos, que no participaban de toda la liturgia de la misa podían quedarse en el vestíbulo. Y la comida eucarística podía ser celebrada en el triclinium o comedor.
La celebración dominical de los primeros cristianos
Los cristianos se reunían el sábado, al caer la tarde, para la vigilia por la cual se preparaban, por medio de oraciones y de la recitación de salmos, para celebrar la resurrección del Señor. La Celebración Eucarística empezaba a medianoche, y acababa con los primeros rayos de la aurora. Nuestra vigilia pascual todavía es una reminiscencia de los tiempos apostólicos.
Para terminar la ceremonia, el diácono proclamaba, tal como hoy se hace: “Ite missa est”. El término misa, con el cual hoy se denomina la Celebración Eucarística, tiene ahí su origen.
El Santo Padre Benedicto XVI comenta así el significado más profundo de ese último diálogo litúrgico: “En este saludo podemos apreciar la relación entre la misa celebrada y la misión cristiana en el mundo.
En la antigüedad, « missa » significaba simplemente « terminada ». Sin embargo, en el uso cristiano ha adquirido un sentido cada vez más profundo. La expresión « missa » se transforma, en realidad, en « misión ». Este saludo expresa sintéticamente la naturaleza misionera de la Iglesia” (Idem n. 51).
De la misa a la misión
El aspecto misionero de su vocación de bautizados lo tenían bien presente los cristianos de los primeros siglos. El “ite missa est” dicho por el diácono era un verdadero mandato, cumplido celosamente en el día a día, muchas veces hasta con el sacrificio de la propia vida.
En la juventud de la Roma imperial, era notorio el contraste entre los que se entregaban desenfrenadamente a los placeres de la vida y los que daban la espalda a los deleites para entregar su vida a Jesucristo “Joven Romano” Escultura de los Museos Vaticanos
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Para ellos, la misión en la sociedad pagana era una consecuencia de la misa, tal como continúa recordándonos el Papa: “No podemos acercarnos a la Mesa eucarística sin dejarnos llevar por ese movimiento de la misión que, partiendo del corazón mismo de Dios, tiende a llegar a todos los hombres. Así pues, el impulso misionero es parte constitutiva de la forma eucarística de la vida cristiana” (Idem n. 84).
La misión de Tarsicio
Un joven acólito1 romano, Tarsicio, protomártir de la Eucaristía , es un ejemplo sublime de esa continuidad entre la misa y la misión evangelizadora. Ciertamente, fue al final de una misa, ya cercana la hora de la aurora, cuando recibió una importante misión del celebrante, tal vez del propio Sumo Pontífice: llevar a sus hermanos encarcelados el Pan Eucarístico.
En vísperas del “combate” con las fieras, les era concedido a los condenados a muerte en la arena del Coliseo un cierto ablandamiento del régimen carcelario, y ellos podían recibir visitas. Los cristianos aprovechaban esas circunstancias para llevar a Jesús sacramentado a los que iban a trabar el supremo “combate”, dando testimonio de Cristo con el sacrificio de la propia vida.
Al recibir de las manos del sacerdote la Eucaristía, envuelta en tejidos preciosos, Tarsicio debe haber sentido en lo más profundo del alma un sobresalto de alegría: ¡estaba siendo convocado para arriesgar su joven vida por Cristo! Y, sin duda, sintió también en su interior el deseo intensísimo de imitar a aquellos que al día siguiente iban a enfrentar el martirio, por amor de Dios. Guardó cuidadosamente en el interior de su túnica el inapreciable tesoro que acababa de serle confiado y partió en su misión: “Ite missa est”.
No se sabe con seguridad el factor por el cual quedó al descubierto la misión de Tarsicio. Tal vez lo denunciaran la alegría sobrenatural que irradiaba su rostro, o la limpieza de su mirada virginal, o la prisa por alcanzar el objetivo. Lo cierto es que fue interceptado por un grupo de paganos que desconfiaban de sus intenciones y sospechaban que fuese cristiano. Tarsicio prefirió morir apedreado a permitir que el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo fuese profanado por los paganos. Su martirio es descrito por el Papa San Dámaso, con la característica concisión latina, en la lápida de su tumba, comparándolo con San Esteban.
A nosotros, no se nos pide arriesgar la vida, por medio del martirio, para cumplir nuestra misión evangelizadora en el mundo, como a Tarsicio, pero podemos pedir que él, “junto con muchos santos y beatos que han hecho de la Eucaristía el centro de su vida, intercedan por nosotros y nos enseñen la fidelidad al encuentro con Cristo resucitado. Nosotros tampoco podemos vivir sin participar en el Sacramento de nuestra salvación y deseamos ser iuxta dominicam viventes, es decir, llevar a la vida lo que celebramos en el día del Señor” (Sacramentum Caritatis n. 95).
1) Algunos dicen que era diácono.