A primera vista se podría pensar que Débora fue prefigura de María Santísima en lo que respecta al mando y a la fuerza de alma. Sin embargo, no era ese el aspecto de su alma que más la acerca a la Madre de Dios.
En el libro de los Jueces aparece un personaje muy diferente de los que acostumbramos a encontrar en la Sagrada Escritura: la profetisa Débora. A pesar de poseer la naturaleza frágil y vulnerable de una mujer, fue revestida de la fuerza del Señor, quien la dotó de la capacidad de comandar los ejércitos de Israel.
Prefigura de María Santísima
Cuando Barac, general de diez mil hombres, le rogó que le acompañara al campo de batalla, en el enfrentamiento contra las tropas enemigas lideradas por Sísara, ella respondió afirmativamente a su petición: “Iré contigo, sólo que no te corresponderá la gloria por la expedición que vas a emprender, pues el Señor entregará a Sísara en mano de una mujer” (Jue 4, 9).
Ciertamente, los que oyeron este pronóstico pensaron que la persona a la que se refería Débora era ella misma, ya que nadie dudaba de la predilección divina que rondaba en torno a la profetisa y de la sabiduría que la guiaba en todas sus acciones.
Sin embargo, como suele ocurrir con las almas muy llamadas, no sería ella —por paradójico que parezca— la que derrotaría a Sísara, enemigo de Dios y de su pueblo, sino una extranjera: Yael.
La figura de Débora contemplada a la luz de este aspecto de su historia adquiere un fulgor mayor, puesto que no fue escogida para dar el golpe decisivo en aquella batalla, sino para admirar a la mujer elegida para dicha misión. Su encanto se manifiesta en las fogosas palabras de su cántico, transcrito en el capítulo quinto del libro de los Jueces: “Bendita Yael entre las mujeres, la esposa de Jéber, el quenita; entre las mujeres que viven en tiendas, sea bendita” (5, 24).
Los prodigios realizados en ella eran obra de Dios
A primera vista se podría pensar que Débora fue prefigura de María Santísima en lo que respecta al mando y a la fuerza de alma. No obstante, su admiración jubilosa es un brillantísimo reflejo de la que tuvo, en sumo grado, la Madre de Dios mientras conocía los designios divinos para con su prima Isabel, poniéndose en camino deprisa para ayudarla (cf. Lc 1, 39).
La santa profetisa se constituye de este modo en un modelo eximio de la virtud de la restitución. Reconocía que todos los prodigios realizados por medio de ella no eran obra suya, sino de Dios; por consiguiente, la fuerza del Todopoderoso no tenía que manifestarse solamente en ella, sino también en todos los que Él quisiera designar para llevar a cabo proezas de gran valor.
Su corazón, libre de pretensiones, latía de ardor por la gloria de Dios, y por eso exultó de felicidad cuando vio que Él mostraba el vigor de su brazo a través de otro instrumento. Lejos de sentirse eclipsada por la hazaña de la valiente Yael, Débora se alegra y manifiesta su deseo de que tal heroísmo se verificara más veces en la historia de Israel: “¡Así perezcan, Señor, todos tus enemigos! ¡Sean sus amigos como cuando el sol despunta en su fuerza!” (Jue 5, 31).
Yael mata a Sísara. En la página anterior, Débora comanda el ejército de Barac Biblia de San Luis IX (s. XIII), Biblioteca Pierpont Morgan, Nueva York
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¿Acaso será ése nuestro movimiento interior cuando nos encontramos ante las maravillas que Dios ha realizado en aquellos que son más cercanos a nosotros o cuando vemos que Él ha escogido a alguien para una misión especial? ¿Cómo habría sido la historia del pueblo judío si Débora hubiera cedido a la envidia y a la comparación, o se hubiera considerado más capaz que la humilde Yael? ¿Habría tenido la profetisa la misma rectitud de alma si hubiera pensado que las riquezas de su personalidad provenían de ella misma y no de Dios? ¿Las páginas de la Sagrada Escritura no habrían quedado, por así decirlo, manchadas de egoísmo y soberbia? ¿Un acto de orgullo como ese no habría provocado, quizá, la victoria de Sísara sobre el pueblo del Señor?
Entonces sepamos comprender que una lucha aparentemente insignificante y limitada al crecimiento de un alma en la vida espiritual puede tener grandes consecuencias para la causa de Dios y de la Santísima Virgen, y repercutir, por lo tanto, en el propio curso de la Historia.