El gran legislador, la alianza, la teofanía
El capítulo 18 del Éxodo nos presenta a Moisés como el “gran legislador”, los momentos en que se realiza la institución del sistema judicial y ministerial del pueblo elegido, caminando en el desierto. Llegados al pie del monte Sinaí, “lugar extraño, de una grandeza fantástica, digno de ser el sitio donde se reveló el Dios de las fuerzas”, Yahvé, que se comunicaba con Moisés como un amigo, habla con él “cara a cara” (Dt 34, 10). Vive una nueva contemplación.
El pueblo, que era atendido con “pan”, carne y agua, y defendido de sus enemigos en el camino, acampa al pie de la montaña. Ocurre: “un momento capital y decisivo en la vida del pueblo de Israel y en la misma humanidad por sus consecuencias morales y religiosas”. Circunstancia trascendental, el “código de la alianza”, la promulgación del Decálogo, se aproximan. Moisés, el libertador de su pueblo, es el instrumento de los designios de Dios.
Era “el día primero del tercer mes, después de la salida de Egipto” (Ex 19, 1), la voz de Dios llamó a Moisés desde lo alto de la montaña -imaginamos con qué grandiosidad y bella sonoridad- diciéndole: “Habla así a la casa de Jacob, di esto a los hijos de Israel” (Ex 19, 3); recuérdale – pues la memoria de este pueblo era muy frágil – lo que habían visto hizo a Egipto, y cómo los llevó con alas de águila (que lleva a sus polluelos sobre ellas) y los trajo junto a sí: “ahora, si oís mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad entre todos los pueblos, seréis para mí un reino de sacerdotes y una ciudad santa” (Ex 19, 5-6). El pueblo entero respondió: “Nosotros haremos todo cuanto a dicho Yahvé” (Ex 19, 8). Aceptando la alianza de parte del pueblo, Yahvé predice la teofanía: “Mira, yo entraré hasta ti en densa nube a fin de que el pueblo oiga cuando yo hable contigo y también confíen en ti para siempre” (Ex 19, 9).
Y así fue, que al tercer día, truenos y relámpagos se sucedían, y una nube pesada cubría la montaña. Persistente se hizo el sonido de trompeta, débiles al principio, pero que se tornaron más fuertes – ¿la voz divina? – “todo el pueblo que estaba en el campamento se llenó de espanto” (Ex 19, 16). La montaña humeaba, se estremecía. “Moisés hablaba y Dios le respondía con el trueno” (Ex 19, 19). Ciertamente una prolongada conversación. Así se convencería el pueblo de que Yahvé comunicará la Ley a Moisés.
Lo inaccesible de Dios lo vemos en “la descripción de esta grandiosa teofanía” de “Yahvé en su manifestación majestuosa”. El pueblo, al pie de la montaña, sin moverse, contemplando, tan maravilloso espectáculo. Sólo Moisés subió, no sin antes haber señalado un límite al pueblo: “guardaos de subir vosotros a la montaña, porque quién tocare la montaña, morirá” (Ex19, 12). Así es que reveló Dios su voluntad para con su pueblo.
Las tablas de la Ley, el Código de la Alianza, el becerro de oro
Sube el gran conductor, “se enfrenta cara a cara con el Poder Supremo, para escuchar la voz que le dictará los Mandamientos, en los cuales se basará la ley del “pueblo sacerdote y rey”: el Decálogo. Una fe mística le sostiene en esa entrevista; la luz quedará en su rostro y “su piel la irradiará”.
Recibe las tablas de la Ley, escritas por la mano de Dios, y todo un conjunto de prescripciones jurídicas, morales y rituales. “Yo soy Yahvé tu Dios”, “no tendrás otro Dios frente a mí”, “soy un Dios celoso”, y así va recorriendo detalladamente sobre los Diez Mandamientos; los primeros, las obligaciones para con Dios; los restantes para con el prójimo. Aquello que se cumple en los dos preceptos evangélicos, el amor a Dios y al prójimo, pues: “de estos dos Mandamientos, dependen la Ley y los profetas” (Mt 22, 40).
“Estos son los decretos que propondrás ante ellos”, dice Dios a Moisés, era el llamado Código de la Alianza, las normas judiciales necesarias para una convivencia justa y pacífica. Los siervos, los daños contra las personas y a la propiedad, las ofensas contra los padres, el trato al extranjero, la usura, el cumplimiento de las fiestas religiosas, etc. Todo a través de los capítulos 21 a 23 del Éxodo.
Enseguida Moisés transmitió al pueblo todas las palabras de Yahvé, escritas en el llamado Libro de la Alianza, a lo que respondieron: “Todo cuanto dice Yahvé lo cumpliremos y obedeceremos” (Ex 24, 7). Restablecían sus buenas relaciones, pero en tiempo; por eso “los profetas invocan el pacto para echar en cara a Israel las transgresiones”.
Sube sólo con Josué -caudillo del ejército de Israel y futuro sucesor de Moisés-, que debía empaparse del espíritu del gran libertador y profeta primero (Ex 24, 13), dejando a los ancianos en medio del camino. Al séptimo día llamó a Moisés adentro de la nube, penetrando en medio de ella, quedó allí cuarenta días y cuarenta noches, “recibiendo de Él, directamente la Carta magna de la nueva organización social-político-religiosa”. Las ofrendas que pide Dios a su pueblo, el arca de la alianza, la mesa de los panes de la preposición, el candelabro de oro, el altar de los holocaustos, las vestiduras sacerdotales, etc., todo indicado detalladamente a Moisés de parte de Yahvé. “Construirás”, “harás”, “ordena”, “este es el rito que seguirás”, “observaréis de verdad mis sábados”. Era la organización del culto que se detalla en los capítulos 25 al 31.
Recibe las tablas de piedra, y escritas en ellas las leyes y mandamientos, para que se las enseñe al pueblo. Es común considerar que se refiere, no al código de la alianza escrito por Moisés, sino el propio Decálogo, impresas sobre tan duro material. “Voy a darte las tablas de piedra con la ley y los mandamientos que he escrito para instruirles” (Ex 24, 12). Terminó Yahvé de hablar con Moisés en la montaña del Sinaí, le dio las “dos tablas del testimonio, escritas por el dedo de Dios” (Ex 31, 18).
Pero… “viendo que Moisés tardaba”, pues fueron cuarenta días, le piden a Aarón su hermano que les “haga un dios” que vaya delante de ellos. Hay un rompimiento de la alianza de parte del pueblo, que venía de vivir en un mundo totalmente marcado por la idolatría. Fue entonces que con el oro de los pendientes que usaban “fabricó para ellos un becerro de metal fundido”, exclamando entonces que ese era el dios que los había sacado de Egipto.
En esos momentos, nuevo intercambio con Moisés, Yahvé le dice: “Ve, desciende, porque se ha pervertido tu pueblo” (Ex 32, 7), agregando la triste frase de que, “muy pronto se han apartado del camino”. Imaginemos la perplejidad del gran conductor, aquel que Dios había puesto a la cabeza de su pueblo, en el crucial momento -para toda la humanidad- de la entrega de las tablas de la Ley. Volvía el pueblo elegido a la idolatría… Nueva probación, nuevo retroceder del “río chino”.
Ante un pueblo de dura cerviz, interviene el mediador de la alianza
Yahvé dijo a Moisés que el pueblo que estaba conduciendo hacia la tierra prometida era un pueblo de dura cerviz, rebelde, de corazón duro e indócil a la voluntad divina: “déjame que arda mi cólera contra ellos y los acabe. Después haré de ti una gran nación” (Ex 32, 10).
Habían materializado a su Dios, roto la alianza, dejaron de ser pueblo escogido. Esta situación incita a Moisés a mediar por ellos, implorando de forma conmovedora. “¡Oh Yahvé!”, argumentando que, habiendo acabado de sacar a su pueblo de Egipto, qué dirán los egipcios al ver que destruía a quienes había liberado. “Apaga tu cólera, perdona la iniquidad de tu pueblo” (Ex 32, 12), le recuerda las antiguas promesas a Abraham, Isaac y Jacob, de multiplicar su descendencia.
Ante tan poderoso intercesor, nombrado por el propio Yahvé, se “arrepintió del mal que había dicho haría a su pueblo” (Ex 32, 14). Es lo que llaman de “fórmula antropomórfica”, en que se describe a Dios, según las reacciones psicológicas de los hombres, “arrepentido”, es la explicación más común del término del hagiógrafo sagrado.
Baja Moisés del monte llevando en sus manos las tablas de piedra en las cuales estaba grabada la Ley. Desde el campamento se oía una gran fiesta, ambiente de diversión. ¡Oh sorpresa!, para aquel elegido de Dios, “la primera cabeza que vislumbró fue la de un becerro de oro, brillando al sol, bien firme en sus cuatro patas, representando, al mismo tiempo, la continuidad de los malos hábitos adquiridos en Egipto”. Tomado de cólera, quiebra, al pie de la montaña, las Tablas de la Ley. Cayó Moisés como un rayo de indignación sobre el “becerro de la apostasía” reduciéndolo a polvo, que hizo engullir a sus adoradores mezclado con agua.
Aarón, su hermano, pedía perdón justificándose: “tú mismo sabes cuán inclinado al mal es este pueblo” (Ex 32, 22). Ante tal desenfreno, Moisés, exclamó: “¡A mí los del Señor!”. Fue el primer conflicto serio durante el Éxodo, no sería el último. Hicieron lo que mandó Moisés y, en aquel día cayeron unos tres mil hombres del pueblo. Después de haber ordenado tan severo castigo a los idólatras – pues habían cometido un pecado de agravio a la majestad divina, una ruptura de la Alianza con Dios – Moisés dice al pueblo: “habéis cometido un gran pecado” (Ex 32, 30), y anuncia que sube a Yahvé para ver si alcanza el perdón.
Yahvé acepta la mediación de Moisés, perdona a su pueblo como tal, restablece la alianza, pero mantiene la voluntad de castigar. “Hasta ahora Yahvé mismo estaba especialmente con su pueblo. En adelante le dice que dejará y encargará a un mensajero suyo que le acompañe, por el desierto en su nombre”. “Yo no subiré en medio de ti, porque eres un pueblo de dura cerviz” (Ex 33, 3).
La gloria de Yahvé, en el rostro radiante de Moisés, la construcción del tabernáculo
“El Señor se acuerda de su alianza eternamente, de la palabra dada, por mil generaciones” (Sl 105, 8). Renovada la alianza, y con nuevas condiciones, después de interceder Moisés nuevamente por su pueblo, Yahvé le promete: “haré delante de todo tu pueblo maravillas como no se han hecho en toda la tierra ni en nación alguna” (Ex 34, 10). Expulsará delante de ellos a variados pueblos, pero no deberán hacer alianza con ellos; demoleréis sus altares, no te prosternarás ante otro dios, guardarás las fiestas, ofrendarás los primogénitos, trabajarás seis días, observarás el sábado, etc.
Bajando nuevamente Moisés, trayendo las dos tablas del testimonio, “no sabía que la tez de su rostro se había vuelto radiante, porque había hablado con Él” (Ex 34, 29). Era la consecuencia del contacto con la divinidad, de su interlocución con Dios. A tal punto que todos temían acercarse a él, percibiendo la presencia de algo de Dios; era una irradiación de la gloria divina, “era la de autorizar la palabra de Moisés. No sabemos cuánto duró este resplandor de Moisés, algunos autores antiguos creen que le duró toda la vida. Tan así ocurría, que se cubría el rostro en la vida ordinaria, y cuando hablaba con Yahvé, se quitaba el velo.
Convocada la asamblea de todo Israel, Moisés les dijo: “he aquí lo que Yahvé ha mandado hacer” (Ex 35, 1). La entrega de los bienes como ofrenda (oro, plata, tejidos, maderas, aceites, etc.) para la construcción del tabernáculo con órdenes detalladas para cada cosa. Se hizo el arca de madera de acacia revestida de oro puro por dentro. Llegado el momento de la erección e inauguración, Yahvé habló a Moisés diciéndole: “prepararás el habitáculo y el tabernáculo de la reunión, y pondrás en él el arca del testimonio y la cubrirás con un velo” (Ex 40, 1). Terminada la obra, el día fijado Yahvé tomó posesión del tabernáculo, una nube cubrió la tienda, era en símbolo sensible de la presencia de Yahvé. “Hermosas y expresivas imágenes de un misterio consolador, el misterio de la presencia de Yahvé en medio de su pueblo para santificarlo y colmarlo de bendiciones”.
En el decir de algunos autores, como un “templo portátil”, el Arca de la Alianza, era la parte más importante de lo que contenía el Tabernáculo, encerraba en sí las Tablas de la Ley (testimonio perpetuo del pacto de la alianza), una urna de oro con maná, y la vara de Aarón. El deseo del Señor estaba en curso, “que me hagan un santuario y habitaré en medio de ellos” (Ex 25, 8), para el cual recibió Moisés el “modelo de santuario y sus utensilios” (Ex 25, 9).
En medio de los descontentos y sin fuerzas, elección de los varones ancianos, exploración de la tierra prometida y Josué como sucesor
El hombre de confianza de Yahvé, con quien, “cara a cara hablo con él, y a las claras, no en figuras” (Num 12, 8), motivo por el cual es considerado el mayor de los profetas del Antiguo Testamento, sufrió los descontentos de su pueblo quedando afligido su corazón, llegando a que su ánimo desfalleciera en algunas circunstancias, a no tener fuerzas y exclamar: “¿por qué tratas tan mal a tu siervo?” (Num 11, 11), pidiendo hasta la muerte pues no soportaba más la ingrata misión que había recibido.
Yahvé le dice de elegir setenta varones ancianos del pueblo, y que “tomaré el espíritu que hay en ti y lo pondré sobre ellos, para que te ayuden a llevar la carga del pueblo y no la lleves tu solo” (Num 11, 17). Es lo que autores califican como primer caso de profetismo colectivo. Esta elección, según Orígenes, se realiza confiando Yahvé únicamente en Moisés, en su particular discernimiento, “los elegirá el profeta lleno de Dios”, y no se trata de ancianos por su cuerpo o edad, sino “sobre su alma”.
Así fue, que “descendió el Señor, tomó un poco del espíritu que había en Moisés y lo infundió sobre cada uno de los setenta ancianos” (Num 11, 25), que se pusieron a profetizar.
No fue menor el dolor que sintió ante la murmuración de sus propios hermanos María y Aarón, por causa de la mujer cusita que había tomado por esposa y, además, haberse comparado con él: “¿acaso el Señor ha hablado sólo con Moisés?” (Num 12, 1). La reprimenda del Señor fue tremenda: “ningún otro es tan fiel en toda mi casa. ¿Cómo no teméis murmurar contra mi siervo Moisés?” (Num 12, 7-8). Se encendió la ira del Señor contra ellos y María quedó leprosa, “blanca como la nieve” (Num 12, 9). Moisés, hombre sencillo y mansísimo, el sufrido, clamó al Señor: ¡cúrala, por favor! Confinada siete días fuera del campamento, fue admitida de nuevo, y curada.
Moisés envía hombres a explorar como espías la tierra de promisión, Canaán, para recoger información del pueblo y la tierra: los manda como espías. Regresan después de cuarenta días: “la tierra adonde nos enviaste en verdad que mana leche y miel…solo que es muy fuerte el pueblo que habita en la tierra, y las ciudades fortificadas y muy grandes” (Num 13, 27-29). Al relato desalentador, agregaban que toda la gente que habían visto eran hombres de gran estatura.
Nuevas quejas de la comunidad, “todos los hijos de Israel murmuraron contra Moisés y contra Aarón” (Num 14, 2). Gritaron, se alborotaron, llegaron hasta amenazar de apedrear a Moisés y nombrar otro jefe…para regresarse a Egipto.
El Señor habló a ambos diciendo: “¿Hasta cuándo soportaré a esta comunidad malvada que murmura contra mí?” (Num 14, 26), “en este desierto quedarán vuestros cadáveres de los de veinte años para arriba, los que habéis murmurado contra mí” (Num 14, 29). Los exploradores, que fueron la causa de la murmuración, “cayeron heridos de muerte a manos de Yahvé” (Num 14, 36).
“Moisés suplicó, imploró; Israel se salvó, prosiguió su destino, mas, los culpables no penetraron en Canáan. Quedáronse en Cadés y sólo cuando desapareció aquella generación, se llevó a cabo la conquista”.
Llegados al desierto de Sin, muere María su hermana, y allí fue sepultada, precisamente en Cadés, donde Moisés levantó su mano y golpeó la vara con la roca dos veces, manando abundante agua.
Adviene el momento de la muerte de su hermano Aarón. Éste recibe de Dios la indicación de subir al monte Hor con Aarón y su hijo Eleazar, “a quien viste con los vestidos de su padre, ya que se reunirá con los suyos y morirá allí” (Num 20, 25-26). Se cumplía la sentencia, que no entraría en la tierra prometida, por su rebelión cuando las aguas de Meribá. Eran ya, cuarenta años de la salida de Egipto. “Aarón muere en el monte, aislado de su pueblo, rodeado en el final de su vida de misterio, con una muerte solemne, digna del primer sumo sacerdote”. La comunidad lloró por él durante treinta días.
Yahvé comunica a su elegido que suba a la montaña de los Abarim, que contemple la tierra prometida que dará al pueblo de Israel, después, irás a reunirte con tu pueblo, como fue tu hermano Aarón. Moisés, en su continuo intercambio con el Señor, pide a Yahvé que no deje a su pueblo “como un rebaño sin pastor” (Num 27, 17). Su preocupación, como un padre para con sus hijos, era asegurar un sucesor que culmine la obra de la liberación del pueblo elegido rumbo a la tierra de promisión.
“Toma a Josué, hijo de Num, hombre en quien está el espíritu y pon sobre él tu mano. Yahvé le responde: preséntale ante el sacerdote Eleazar y toda la comunidad” (Num 27, 18-19), para que le puedan obedecer después. Josué, fue el único superviviente de la antigua generación. Tenía la sabiduría (Dt 34, 9) y la valentía, para comandar al pueblo elegido, diezmado por la muerte de una generación que no entraría en la tierra prometida, por sus infidelidades.
No heredó Josué los plenos poderes excepcionales que Moisés poseía. “Esto no sería heredado, pues era carisma personal; por eso éste, al no ser profeta, debe consultar sus decisiones al sumo sacerdote. Van a terminar las comunicaciones directas con Dios.”. Si embargo a Josué, en algunas circunstancias, Yahvé dará instrucciones directamente.
La muerte sublime de Moisés: “la tierra prometida, te la dejo contemplar con tus ojos, pero no entrarás en ella”.
“El gigante de la Biblia muere, sin ver la tierra prometida”. Moisés duda; recibe la orden de Dios de golpear con su cayado en la piedra, y saldría agua, pero duda. “¡El gran Moisés, el incomparable, dudó! Y por causa de esa duda, él, tan lleno de las bondades de Dios, no pudo entrar en la tierra prometida. El caudillo, el amigo de Yahvé, cuando golpeó por segunda vez con el cayado en la roca, de ahí salió cantidad de agua y comprendió cómo había hecho mal en dudar en la primer vez”.
Levantó la mano y golpeó, pero “dos veces y manó agua en abundancia” (Num 20, 11). Fue así, que el Señor dijo a Moisés y su hermano Aarón: “Puesto que no habéis creído en mí y no me habéis santificado a los ojos de los hijos de Israel, por eso no harían entrar a esta asamblea en la tierra que les he dado” (Num 20, 12).
Privado de entrar, Moisés suplica al Señor: “déjame, te pido” ver la excelente tierra del lado de allá del Jordán; no lo escuchó, y le responde: “basta, no vuelvas a hablarme de eso; sube a la cima del monte, contempla con tus ojos, pues no has de pasar este Jordán” (Dt 3, 26-27); Josué es quien pasará a la cabeza de este pueblo, y “le pondré en posesión de la tierra que tú no puedes más que ver” (Dt 3, 28).
Es en el monte Nebo, del país de Moab, que el Señor dispone, cuando tenía ciento veinte años, la muerte de su siervo Moisés. No había sido perdonado hasta este grandioso momento. “La duda nació junto a la roca y murió en el monte”, en el decir de San Agustín (Sermón 352, 5), desde allí habría de mirar la tierra tan deseada que no había de pisar.
Momento grandioso en que díjole el Señor: “Este es el país que juré a Abraham, a Isaac y a Jacob, diciendo: ‘A tu descendencia lo daré’. Te lo he hecho ver con tus ojos, pero a él no pasarás” (Dt 34, 4).
Murió por designio de Dios, como nos dice San Gregorio de Nisa, que “su muerte fue aún más elevada que su vida, pues no había perdido la fuerza de la belleza por el paso del tiempo”. No fue por falta de fuerzas, “pues no se había enturbiado su vista ni había perdido su vigor” (Dt 34, 7).
“Él lo enterró en el valle, frente a Bet-Peor, sin que nadie haya conocido el lugar de su sepultura hasta hoy” (Dt, 34, 6). Autores afirman que Moisés, más que padecer la muerte, ha sido transportado al cielo, que murió por “la palabra de Dios”, como dice la Escritura. “Fue transportado al cielo, no abandonado sobre la tierra, y de él, nadie conoce su tumba”. Para que sus enemigos no sepan el lugar pues lo profanarían. Para que los suyos, sus hijos, no hagan de él, un lugar de adoración.
Aquel Moisés, “el siervo del Señor”, que había experimentado la presencia cercana de su divino rostro y conversaba con él, a Josué concedióle su poder, quedando lleno de su espíritu de sabiduría, y al comando del pueblo elegido para entrar en la Tierra Prometida.
Aquel que “trabajó para el porvenir; sentó las bases de un verdadero código, dispuso la organización para después de la conquista, el reparto de tierras y ciudades. Aquel código, producto de la voluntad divina, lo colocó junto a las tablas de la Ley, bajo la protección del Arca. Luego entonó un largo cántico a la gloria del Altísimo, exaltó sus méritos y sus obras, bendijo a las tribus de Israel, e impuso las manos sobre Josué, que había de sucederle”.
Nunca más hubo en Israel, un profeta como Moisés
“Los profetas estaban poseídos del espíritu de Dios en cuanto que realizaban misiones excepcionales movidos por el propio Dios. Son las gracias carismáticas que Dios otorga en momentos determinados a algunas almas para la realización de misiones concretas”. Es lo que hemos visto y vivido acompañando los momentos de la vida del gran conductor y profeta del pueblo de Israel, que supera a todo profeta (Dt 18, 15.19; Num 12, 2).
Este hombre, “mansísimo, más que cuántos hubiese en la faz de la tierra” (Num 12,3), cierra la historia de la gran epopeya del pueblo elegido. El “salvado de las aguas”, el “amigo de Dios”, padre del pueblo elegido, legislador, juez, guerrero, libertador; que extendió la mano en el mar rojo, que hizo brotar agua de la roca, que consiguió de Dios el maná y las codornices, que reveló el nombre de Dios…no entra en la tierra de promisión.
Su obra, la “Ley”, fue la base religiosa y política del pueblo elegido hasta la llegada del Mesías. Moisés será siempre el símbolo de la Ley, el gran legislador; quien, junto a Elías, símbolo del profetismo, hacen escolta de honor al Dios hecho hombre, al Mesías esperado, en el momento de la Transfiguración.
Publicado en Gaudium Press, 18 de abril de 2019.