La gastronomía ha sido una de las artes desarrolladas por la civilización cristiana para sublimar una necesidad física del hombre. Sin embargo, ¿un alimento puede influenciar en las almas?
Dios es eterno y para Él no existe el tiempo. Al admirar la obra de los seis días —podemos imaginarlo—, el divino Artífice consideró no sólo todo lo que acababa de crear, sino también las maravillas que serían hechas por los hombres a lo largo de los siglos. Quiso que Adán y sus descendientes fueran partícipes de la Creación dándoles inteligencia y talento para, de alguna forma, completarla por medio de su arte e ingenio.
Tomemos como ejemplo el chocolate. ¿Quién no ha sentido bienestar, alegría y ánimo al comer un bombón? Tras un día de arduo trabajo, un poco de chocolate amargo ayuda a recuperarse de la fatiga y del desgaste emocional, por las comprobadas propiedades energéticas del cacao, además de que viene bien para la salud a causa de los flavonoides y otras sustancias benéficas que contiene.
Producto del trabajo humano, el chocolate está hecho de la semilla de la planta del cacao, tostada y fermentada. Este árbol tropical, originario de la cuenca del río Amazonas y de América Central, se cultiva hoy también en amplias zonas de África y de Asia. Los habitantes de aquellas regiones, en la época precolombina, usaban el fruto para preparar una bebida caliente y amarga, de propiedades revitalizantes. Considerado alimento de las divinidades, el cacao era consumido por las castas superiores de aquellos pueblos.
Llevado a Europa por los colonizadores españoles, acabó siendo objeto de perfeccionamiento en su elaboración y presentación, convirtiéndose el chocolate en una especialidad en países como Suiza, Francia, Bélgica y Holanda. No pocos monasterios, sobre todo los cistercienses, se destacaron por la fabricación de chocolates artesanales, pues la Iglesia es Madre y sabe aprovechar bien las invenciones de los hombres —cuando son buenas— para ayudar a las almas.
Sin embargo, ¿un alimento puede tener influencia en las almas? ¿Hay en el chocolate algo de especial como para hacerle formar parte de la austera vida monacal, hasta el punto de que en algunos conventos exista una pequeña estancia, llamada chocolatería, donde se produce y degusta esa iguaria?
Al estar el ser humano compuesto de cuerpo y alma, le es indispensable que lo físico auxilie a lo espiritual. Así como cuando contemplamos un bello paisaje marítimo nuestros sentidos se deleitan con el movimiento de las olas, las evoluciones de los peces y las gaviotas, el azul de las aguas, y después nuestro espíritu se llena de consideraciones sobrenaturales a respecto de lo que hemos contemplado, de forma análoga sucede cuando tomamos un alimento: éste causa en nuestra alma un efecto determinado.
Por eso cuando entramos en una confitería y saboreamos una trufa o un éclair de chocolate, nuestro espíritu se predispone subconscientemente, por el deleite del paladar, a amar la perfección en todas las cosas, de acuerdo con las palabras del divino Maestro: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48).
De ese modo, además del bienestar que un chocolate de calidad produce en nuestro organismo, puede ayudarnos a acordarnos de la vida eterna y, en consecuencia, aportarnos una nostalgia del paraíso perdido: si somos santos en esta tierra, ¿cuántas maravillas muchísimo más superiores a un elaborado éclair o a refinados bombones de licor, gianduia o praliné podremos degustar en el Cielo? Pues si son obras humanas y terrenas tan agradables, ¿cómo serán las celestiales?
Estamos aquí de paso y debemos saber usar las mínimas oportunidades —como el probar un chocolate…— para trascender al mundo sobrenatural. Pidámosle a la Santísima Virgen que nos ayude a elevar nuestros corazones a las grandezas que nos esperan en el Cielo donde, junto con los ángeles y santos, gozaremos de la felicidad eterna.