La Santísima Virgen tuvo más mérito por su obediencia que por ser Madre de Dios. El mismo Cristo enseña esta verdad, como se lee en este artículo de la revista católica francesa “L’Ami du Clergé”.
Cierto día en que Jesús había curado a un endemoniado, los fariseos lo acusaron de hacer milagros en nombre de Belcebú. El Divino Salvador estaba refutando victoriosamente la odiosa calumnia cuando de repente, en medio de la multitud, una mujer gritó: “Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron. Pero Él dijo: Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 11, 27-28). De hecho, en esta respuesta el Señor proclamó para todas las generaciones que la Virgen María sería glorificada no tanto por sus privilegios y su dignidad de Madre de Dios, sino por haber oído y practicado íntegramente la palabra y las órdenes de Dios.
Haber tomado como ley la voluntad divina y cumplido con fidelidad, a costa de todo sacrificio, los designios del Padre Celestial es –como dice san Agustín– el más bello título de gloria de María.
La desobediencia de Eva, la obediencia de María
La desobediencia de la primera Eva introdujo en el mundo el pecado y la muerte, y fue la obediencia de María, la segunda Eva, lo que restituyó a los hijos de los hombres la vida eterna y la salvación.
Analicemos esta afirmación. En el solemne momento del cumplimiento de las promesas mesiánicas, Dios puso su mirada de complacencia sobre la humilde Virgen de Nazaret, y en los secretos de su infinita misericordia la escogió para ser Madre del Verbo Eterno, confiando al arcángel san Gabriel la delicada misión de comunicarle su voluntad.
En el Paraíso Terrenal, el mismo Dios dio una prohibición expresa a la primera Eva, con la amenaza de una terrible sanción: “De todos los árboles del Paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día de que el comieres, ciertamente morirás” (Gen 2,16-17). No obstante, la desafortunada madre de los hombres desobedeció a su Creador.
A María, por el contrario, Dios, por su mensajero celestial, se limitó a expresarle un deseo del cual Ella podría desembarazarse sin incurrir en maldición ninguna: “El ángel le dijo: No temas María, porque has hallado gracia delante de Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús” (Lc. 1, 30- 31). Si vemos a la dulce Virgen quedar atónita por un instante, no es por la duda ante la voluntad de Dios, ya que solamente su incomparable humildad y delicada pureza la hacen temer la insigne honra de la maternidad divina.
¡Oh Virgen bendita, apresuraos a responder la voz de Dios! La tierra, los infiernos y el Cielo mismo esperan la palabra de salvación que debe brotar de vuestros labios. ¡Dejad de temer, oh prisioneros de la muerte y del pecado! María obedeció, e inclinándose en un acto de adoración y de amor, dijo: “Fiat mihi secundum verbum tuum” – “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Entonces, el Verbo se encarnó y la salvación habitó entre nosotros.
La obediencia de María en Belén
La obediencia de María inspiró la concepción del Verbo de Dios; la obediencia de María presidirá también el nacimiento del Salvador de los hombres.
En espíritu, visitemos Belén: María y José llegan a la ciudad motivados por el censo impuesto por Augusto, y buscan una casa donde albergar su pobreza. Las puertas se cierran en todas partes. Están en la desolación y el infortunio. María no se queja, porque ve en esa prueba la manifestación de la voluntad divina. Obedece con humildad y se refugia en un establo. Ahí se completa el gran misterio de amor. María envuelve en sus brazos temblorosos al Verbo de Luz. Como cuna la Providencia le ofrece un pesebre; y como abrigo, la más absoluta privación. María obedece siempre susurrando el Fiat (“hágase”) de la encarnación y envuelve en pañales a su recién nacido.
En el cuadragésimo día después del nacimiento de Jesús, la voz de Dios le habla de nuevo a María y la invita a Purificarse en el Templo. Pero, ¿cómo podría alcanzar esa ley a la Virgen Inmaculada, cuya milagrosa maternidad no tenía vestigio alguno de mancha original? ¡Poco importa! Dios habló, María obedece y se une a otras madres para compartir la humillación. “Fiat mihi secundum verbum tuum”.
La vemos ya en la paz de Nazaret. María podría ofrecer a su Divino Hijo libremente todas las muestras de ternura. Infelizmente no es así. Aparece nuevamente el Ángel del Señor y le comunica la orden de partir a Egipto. Un cruel tirano llamado Herodes busca la muerte de Jesús. Es el exilio con sus riesgos e incertidumbres. María, entre tanto, no deja de obedecer: repitiendo su “Fiat”, abraza al dulce Salvador del mundo sobre su corazón angustiado y huye a toda prisa hacia Egipto.
La obediencia de María en la Pasión
Pasaron los años, Jesús comenzó la vida pública. Dijo adiós a su madre y partió a conquistar las almas. María quedó sola, desolada, temerosa, pero siempre obediente y fiel.
Pero eso no basta. Un día Dios le dice: “Toma a tu hijo, a tu unigénito a quien tanto amas y ofrécemelo en holocausto” (Gen 22, 2). En las alturas sangrientas del Calvario se levantó la Cruz, el altar del sacrificio. Dios habló, es necesario que Jesús, el inocente Hijo de María, derrame su sangre por la redención del mundo. ¡Ah! ¿Oiremos subir esta vez del Corazón de María, de su Corazón de Madre, un grito de rebelión? No. María permanece de pie junto a la Cruz, y mientras Jesús gime con amargo llanto, Ella se calla, con el corazón traspasado por una espada de dolor y derrama en silencio lágrimas de sangre. Inclinando la cabeza, Jesús expira obedeciendo hasta la muerte de cruz, y al mismo tiempo María, obediente y resignada, inclina también su cabeza sobre su corazón quebrantado.
¡Oh heroica obediencia de nuestra Madre! ¡Qué ejemplo y qué lección disteis a los cristianos de todos los siglos!
María baja lentamente la meseta del Calvario, de su calvario, toda sumergida en el dolor, apoyándose en el brazo de san Juan que será de ahora en adelante su arrimo, porque Jesús ya no estaba más. Y lejos de ese Hijo tan amado, el corazón de la Virgen santa se consume en mortales dolores, pero siempre permanece resignada, siempre sumisa a la voluntad divina.
Y Dios le hablará nuevamente a María para darle a conocer su última voluntad: debe morir también. Ella es inocente y su Inmaculada Concepción la libró de esa deuda del pecado original que se paga con la muerte. María no reclama: oyendo la voz de Dios, obedece sin demora y la muerte le hace su visita. La Virgen Santa cierra los ojos y expira como su Divino Hijo, obediente hasta la muerte: “Obediens usque ad mortem” (Flp 2,8).
Imitemos el “Fiat” de María
Hermanos, delante de ese cuerpo mártir de la obediencia, recojámonos y escuchemos la voz que sube del sepulcro de María. ¿Entendéis cómo proclama el gran precepto de la obediencia? Dios también nos habla con frecuencia a nosotros, cristianos. Unas veces por los preceptos, otras por los consejos, directamente o por medio de su ángel, la Santa Iglesia. A ejemplo de María, obedezcamos generosamente, respetemos la Ley de Dios y de la Iglesia diciendo de todo corazón nuestro “Fiat”.
A veces la Providencia nos impone las privaciones de la gruta de Belén. No nos rebelemos, sino por el contrario seamos obedientes en la pobreza y el sacrificio. ¡Felices de vosotros, desheredados de este mundo, que compartís con vuestro Salvador y la Virgen Bendita las penurias de Belén! ¡Resignaos y bendecid a Jesús, bendecid a María, que os asocian a su pobreza!
Pero aunque no participéis en las penurias de Belén, a todos Dios nos ordena ir al Templo a purificarnos de nuestros pecados. En ciertos días la voz de Dios se muestra más solícita, sobre todo en la Pascua y en las otras grandes fiestas del año litúrgico. Si oímos ahora la voz de Dios no endurezcamos nuestro corazón; más bien, con humildad y obediencia acerquémonos a los sacramentos de la salvación.
Reiteradas veces Dios envía su ángel para mandarnos abandonar el pecado, enemigo declarado de nuestra alma, y huir de sus funestas ocasiones. Será necesario “entrar en Egipto”, es decir, en la oración y en la penitencia, tierra de salvación.
Otras veces, la voluntad de Dios va más lejos y nos llama a subir el calvario para quedarnos junto a la Madre Dolorosa, al pie de la Cruz. ¡Éste, sobre todo, es el momento de saber obedecer! Lloremos con María. Las lágrimas son muy naturales para no ser bendecidas por Dios. Resignémonos e inclinemos nuestro corazón en adoración y esperanza.
Por fin, un día Dios nos hablará por última vez y nos enviará el ángel de la muerte. No nos rebelemos, sino seamos valientes y obedientes, como María, y entreguemos dulcemente nuestra alma en las manos de nuestro Dios: “In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum” – Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu.
(Publicado originalmente en “L’Ami du Clerge Paroissial”, 1905, pp. 529-530)