Igualdad y desigualdad a la luz de la doctrina católica
En el universo ordenado por Dios, las criaturas son necesariamente diferentes en atributos, jerarquía y grados de perfección, como enseña el Doctor Angélico: “en las cosas naturales, parece que las especies están ordenadas escalonadamente. Así, los compuestos son más perfectos que sus elementos, y las plantas más que los minerales, y los animales más que las plantas, y los hombres más que los otros animales. Así, en cada uno de ellos se encuentra una especie más perfecta que la de los otros. Por lo tanto, así como la sabiduría divina es causa de la diversificación de las cosas por la perfección del universo, así también es causa de la desigualdad. Pues el universo no sería perfecto si en las cosas no hubiera más que un grado de bondad”.8
Sin embargo, defender la existencia de desigualdades puestas por el propio Dios en la Creación para su debida ordenación es algo que hace estremecer a muchos de nuestros contemporáneos, tal vez por que tengan una noción errada con respecto a lo que es la igualdad. Es preciso, pues, esclarecer el sentido de ese término analizado desde el punto de vista católico, y para ello nada mejor que recurrir, una vez más, a las enseñanzas de León XIII, uno de los Papas que más amplia y profundamente describió las relaciones entre Iglesia y sociedad.
Afirma el ilustre Pontífice: “Según las enseñanzas evangélicas, la igualdad de los hombres consiste en que todos, por haberles cabido en suerte la misma naturaleza, son llamados a la misma altísima dignidad de hijos de Dios, y al mismo tiempo en que, decretado para todos un mismo fin, cada uno ha de ser juzgado según la misma ley para conseguir, conforme a sus méritos, o el castigo o la recompensa. Pero la desigualdad del derecho y del poder se derivan del mismo Autor de la naturaleza, ‘del cual toma su nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra’ (Ef 3, 15)”.9
Luego vemos que la igualdad entre los hombres tiene su origen en el hecho de que todos son llamados a la felicidad eterna, y la desigualdad, en la necesidad de que, siendo criaturas finitas, reflejan las infinitas perfecciones de Dios. Comprendemos, también, que esas desigualdades dan lugar a múltiples diferencias de grado, porque, siendo los hombres distintos, unos serán más inteligentes, otros más nobles, otros más combativos, otros aún, más piadosos y dados a la oración.
En una sociedad armónicamente cristiana, quien es inferior a otro, bajo cualquier aspecto, mira al que está en un escalón superior con admiración, y éste procura ayudarlo a elevarse rumbo a la perfección infinita, que es Dios.
En el ápice de este escalonamiento encontramos al Hijo unigénito de Dios, Jesucristo, quien, habiéndose encarnado y redimido al hombre, dejó en esta tierra su Cuerpo Místico, al cual pertenecen todos los cristianos: la Santa Iglesia. Por lo tanto, todas las excelencias del mundo creado no son sino representaciones suyas y de su Iglesia, y ante Él las cosas más grandiosas se vuelven pequeñas.
Armoniosa colaboración entre desiguales
A la vista de tales jerarquías de seres y valores, sería absurdo e inútil querer imponer en la sociedad una igualdad absoluta entre los individuos que la componen. Es lo que enseña León XIII: “Nadie pone en duda la igualdad de todos hombres si se consideran su común origen y la naturaleza, el fin último a que todos están ordenados y los derechos y obligaciones que de aquellos espontáneamente derivan. Pero como no pueden ser iguales las cualidades personales de los hombres y son muy diferentes unos de otros en los dotes naturales de cuerpo y de alma y son muchas las diferencias de costumbre, voluntades y temperamentos, nada hay más contrario a la razón que pretender abarcarlo y confundirlo todo en una misma medida y llevar a las instituciones civiles a una igualdad jurídica tan absoluta”.10
Dicha desigualdad impregnada de respeto y concebida según la mentalidad católica es lo que da solidez a la sociedad, pues, como afirma el Papa Benedicto XV, en eco con sus predecesores, no es posible igualar las clases sociales, como en un cuerpo orgánico sus miembros no pueden tener idéntica función y dignidad. Pero la caridad fraterna cristiana hace que “los que estén más altos se abajen, en cierto modo, hasta los inferiores y se porten con ellos, no sólo con toda justicia, como es su obligación, sino también benigna, afable, pacientemente; los humildes a su vez se alegren de la prosperidad y confíen en el apoyo de los poderosos, no, de otra suerte que el hijo menor de una familia se pone bajo la protección y el amparo del de mayor edad”.11
De esta manera, la sociedad temporal refleja en grado mayor la perfección y el amor de Dios para con su Creación, en la medida en que esté constituida por personas desiguales, en mutua y armoniosa colaboración para obtener el bien común.
La Iglesia, luz que ilumina a la sociedad temporal
Si queremos entonces llegar a un modelo de sociedad ideal es necesario que sepamos armonizar el orden temporal con el orden espiritual, fuente de todas las perfecciones, por estar más próxima de Dios. Así como el cielo está suspendido majestuosamente sobre la tierra sin oprimirla, creando las condiciones que la convierten en apacible y habitable, así también la Iglesia “estando suspendida sobre todos los poderes temporales, no los destruye, no los absorbe, no los disminuye, sino, al contrario, ilumina en gran manera la propia vida temporal y estimula de un modo activo y fecundo todas las circunstancias favorables al orden terrenal”.12 La benéfica presencia del Cuerpo Místico de Cristo “amplifica, eleva, consolida y ennoblece” 13 todo lo que es temporal, allanando, dentro de las pruebas de esta vida terrena, el camino hacia el Cielo. Compete a cada uno de nosotros la realización de este insigne anhelo. La Iglesia, esa inmensa sociedad de personas que viven la misma fe, recibió de su divino fundador una misión que sobrepasa los límites temporales: la salvación eterna de los hombres. Cuando la ley del Evangelio pueda regir todos los pueblos de la faz de la tierra, la humanidad conseguirá resolver sus grandes problemas sociales y renovarse enteramente, dando inicio a una nueva era histórica.
Entonces brillarán con insuperable fulgor todas las cosas que se dejen iluminar por la luz de la Santa Iglesia Católica. Luz que transformará en faros a los hombres, a las diversas culturas y a las costumbres de cada pueblo. Luz de una sociedad sacralizada que hará reflejar, en esta tierra, la jerarquía del Cielo como nunca se ha visto.
8 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 47, a. 2.
9 LEÓN XIII. Quod apostolici muneris, n.º 5.
10 LEÓN XIII. Humanum genus, n.º 26.
11 BENEDICTO XV. Ad beatissimi Apostolorum, n.º 13.
12 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. A “Questão Romana” – I. In: Legionário. São Paulo. Año XVII. N.º 602 (20/2/1944); p. 2.
13 Ídem, ibídem.