El demonio había inferido mortales heridas a nuestra alma, plantando en ella tres funestas pasiones, de donde dimanan todas las demás. Y nuestro Salvador vino al mundo para destruir esa obra infernal.
Comunicarle a un moribundo que un hábil médico va a apartarlo de las puertas de la muerte y devolverle una salud perfecta, ¡qué feliz noticia! Pues infinitamente más dichosa es la que el ángel trae a todos los hombres en la persona de los pastores: “os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2, 10-11).
Jesús vino para destruir la obra del demonio
El demonio había inferido mortales heridas a nuestra alma, plantando en ella las tres pasiones más funestas, de donde dimanan todas las demás, es decir, el orgullo, la avaricia, la sensualidad. Sí, hijos míos, todos nosotros estaríamos sujetos a estas vergonzosas pasiones, como enfermos desesperados que no esperan más que la muerte eterna, si Jesucristo no hubiese venido a socorrernos.
Los condenados al Infierno Detalle de El Juicio Final, por Fra Angélico Museo de San Marcos, Florencia (Italia)
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Pero este tierno Salvador viene al mundo en la humillación, en la pobreza y los sufrimientos, a fin de destruir esa obra del demonio y para aplicar eficaces remedios a las crueles heridas que nos había causado esta antigua serpiente. Sí, es este tierno Salvador lleno de caridad quien viene a curarnos y a obtenernos la gracia de una vida humilde, pobre y mortificada. Y, para estimularnos a la práctica de las virtudes, quiere Él mismo darnos ejemplo.
Esto es lo que vemos de una manera admirable en su nacimiento. Nos prepara: con sus humillaciones y su obediencia, un remedio para nuestro orgullo; con su extremada pobreza, un remedio a nuestra afición a los bienes de este mundo; con sus sufrimientos y mortificaciones, un remedio a nuestro apego a los placeres de los sentidos. De este modo, nos devuelve la vida espiritual y nos abre la puerta del Cielo.
Gracia preciosa, pero poco conocida por la mayoría de los cristianos. Este Mesías, este tierno Salvador viene al mundo para salvarlo. Sin embargo, el Evangelio nos dice que nadie quiere recibirlo; se ve obligado a nacer en un establo, sobre un puñado de paja. Desde luego que no podemos evitar de censurar la conducta de los judíos hacia el divino Jesús, pero nuestro comportamiento para con Él es todavía más cruel; porque los judíos no lo reconocían como Mesías y nosotros lo reconocemos verdaderamente como nuestro Dios.
Voy, pues, a mostraros, primero, los grandes bienes que este nacimiento nos proporciona; segundo, que Jesús es nuestro modelo en todo lo que debemos hacer.
La primera llaga de nuestro corazón es el orgullo
Para entender la grandeza de los bienes que el nacimiento de Jesucristo nos ha proporcionado, tendríamos que comprender el desgraciado estado al que el pecado de Adán nos había precipitado, lo que nunca lograremos.
Digo, pues, que la primera llaga de nuestro corazón es el orgullo; esta pasión tan peligrosa consiste en un fondo de amor y estima hacia nosotros mismos, por la cual: no queremos depender de nadie; nada tememos tanto como vernos humillados a los ojos de los hombres; y buscamos todo lo que pueda elevarnos ante los demás.
La Sagrada Familia en Nazaret – Catedral de Santo Domingo de la Calzada (España)
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He aquí la funesta pasión que Jesucristo viene a combatir en su nacimiento en la más profunda humildad. No solamente quiere Él depender de su Padre y obedecerle en todo, sino que quiere también obedecer a los hombres y en alguna manera depender de su voluntad. En efecto, el emperador Augusto ordena —sea por vanidad, por interés o por capricho— que se haga el censo de todos sus súbditos, y que cada familia se haga inscribir en el lugar donde nació. La obediencia de Jesús era tan grande, que apenas publicado el edicto, la Santísima Virgen y San José se ponen en camino.
¡Qué lección para nosotros, hijos míos! Dios obedece a sus criaturas y quiere depender de ellas! ¡Ay! ¡Qué lejanos estamos de eso! ¡Cuántos pretextos buscamos para dispensarnos de obedecer los Mandamientos de Dios o las órdenes de los que son sus legítimos representantes! ¡Qué vergüenza para nosotros, o más bien, qué orgullo de no querer nunca obedecer, sino siempre mandar, de creer que siempre estamos en lo cierto y que nunca erramos!
Nuestro Salvador venía para sufrir
Pero, avancemos un poco y veremos algo más. Tras un largo y fatigante viaje, María y José llegaron a Belén. Decidme, cuando esta ciudad recibe a su Dios, su Salvador, ¿tenía que poner límites a los honores que debiera rendirle? ¿No se debía haber dicho en ese momento, como en su entrada en Jerusalén: “¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Mt 21, 9)? Pero no, este tierno Salvador no venía más que para sufrir; y ha querido empezar naciendo.
Todos lo repelen, nadie quiere hospedarle. He ahí a qué quedó reducido el Señor del universo, el Rey del Cielo y de la tierra, despreciado, rechazado por los hombres, ¡reducido a tomar prestado de los animales una morada! ¡Dios mío, qué humillación! ¡Qué anonadamiento! Hijos míos, nada nos es tan sensible como las afrentas, los desprecios y las repulsas; pero si consideramos los que el Salvador recibe al nacer, ¿tendremos el valor de quejarnos, viendo al Hijo de Dios reducido a tal humillación? Aprendamos a sufrir con paciencia y espíritu de penitencia todo lo que pudiera ocurrirnos. ¡Qué dicha, para un cristiano, poder imitar en algo a su Dios y su Salvador!
Vayamos más allá y veremos que Jesucristo, lejos de buscar lo que podría elevarlo a los ojos de los hombres, quiere, al contrario, nacer en la oscuridad, en el olvido. Quiere que solamente algunos pastores sean informados de su nacimiento por un ángel que les va a anunciar esta feliz noticia. Decidme, hijos míos, después de tal ejemplo, ¿quién de nosotros podría conservar todavía un corazón henchido de orgullo y lleno de vanidad, y desear la estima, las alabanzas, la consideración del mundo?
Ved y contemplad a ese tierno niño; ved que ya derrama lágrimas de amor, que llora por nuestros pecados, por nuestros males. ¡Ah! ¡Qué ejemplo de pobreza, de humildad, de desapego de los bienes terrenos! Trabajemos para convertirnos en humildes, despreciables a nuestros propios ojos, nos dice San Agustín; si Dios ha despreciado tanto las cosas creadas, ¿cómo vamos a amarlas nosotros? Si hubiera sido permitido amarlas, Aquel que por nosotros se ha hecho hombre nos lo habría declarado.
He aquí, hijos míos, el remedio que el divino Salvador aplica a nuestra primera llaga, el orgullo. Pero hay en nosotros una segunda no menos peligrosa: la avaricia.
¡Un establo para morada de un Dios!
Esta segunda llaga que el pecado ha abierto en el corazón del hombre es la avaricia, es decir, el amor desordenado a las riquezas y a los bienes de esta vida. ¡Ay, cuántos estragos causa esta pasión en el mundo! San Pablo, que la conocía mucho mejor que nosotros, afirma que es la fuente de toda clase de vicios (cf. 1 Tim 6, 10). ¿No es, en efecto, de este maldito interés de donde vienen las injusticias, las envidias, los odios, los perjurios, los pleitos, las riñas, las animosidades y la dureza con los pobres?
Según esto, ¿podemos extrañarnos de que Jesucristo, que viene a la tierra para curar las pasiones de los hombres, quiera nacer en la más grande pobreza, en la privación de todas las comodidades que parecen necesarias al hombre? En primer lugar, vemos que elige una madre pobre y quiere pasar por el hijo de un pobre artesano. Como los profetas habían anunciado que el Mesías nacería de la familia real de David, a fin de conciliar este noble origen con su amor a la pobreza, permite que en el momento de su nacimiento esta ilustre familia haya caído en la indigencia. No se detiene ahí: María y José, aunque muy pobres, tenían una exigua casa en Nazaret; es demasiado para Él, no quiere nacer en un lugar que le pertenezca. Por eso obliga a su santa Madre a que haga un viaje a Belén en el tiempo preciso en el que Ella ha de traerlo al mundo. Sin embargo, en Belén, la patria de su padre David, nos parece que debería haber encontrado algunos recursos, sobre todo entre sus parientes. Pero no, nadie quiere reconocerlo, nadie quiere darle alojamiento: para Él, allí no había nada.
Mosaico del siglo XII que representa el Nacimiento de Cristo – Basílica de Santa María la Mayor (Roma)
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Decidme, ¿a dónde irá este divino Salvador para resguardarle de las inclemencias del tiempo, ya que todos los lugares están ocupados? José y María se presentan en varios albergues, pero como son pobres, para ellos no hay sitio. ¡Oh, amable Salvador, en qué estado de turbación y abandono te veo reducido!
José y María se apresuran a buscar por todas partes. Finalmente, ven un establo donde los animales se recogían durante el mal tiempo. Era invierno, estaba todo abierto, casi tanto como en la calle. ¡Cómo! ¡Un establo para morada de un Dios! Sí, hijos míos, es allí donde Dios quiere nacer. Nadie mejor que Él merecía haber nacido en el más espléndido palacio, pero su amor por la pobreza no sería satisfecho. Un establo será su palacio, un pesebre su cuna, un poco de paja su lecho, míseros pañales serán todo su ornamento, y pobres pastores formarán su corte. Decidme, hijos míos, ¿podía darnos una lección más bella del desprecio que debemos tener a los bienes y riquezas de este mundo? ¿Podía enseñarnos mejor el amor que hemos de tener a la pobreza y al menosprecio?
Las riquezas son el instrumento de todas las pasiones
Venid los que estáis tan apegados a las cosas de la tierra, escuchad la lección que este divino Salvador os da; y si todavía no lo oís hablar —nos dice San Bernardo—, escuchad este establo, escuchad su cuna, y los pañales que lo envuelven. ¿Qué nos dice todo esto? Lo que Jesucristo os dirá un día Él mismo: “¡ay de vosotros, los ricos!” (cf. Lc 6, 24). ¡Ah, qué difícil es salvarse para aquellos que atan su corazón a los bienes de este mundo! Pero, me diréis, ¿por qué es tan difícil a los ricos de corazón salvarse? Porque las personas ricas, si no tienen el corazón desprendido de sus bienes, están llenas de orgullo, desprecian a los pobres, se apegan a la vida presente, les falta el amor de Dios. O mejor dicho: las riquezas son el instrumento de todas las pasiones.
¡Ah! ¡Ay de los ricos, porque les es tan difícil salvarse! Recemos, pues, a este niño acostado sobre un puñado de paja, privado de todo lo que es necesario a la vida del hombre. Tengamos mucho cuidado de no atar nunca nuestros corazones a cosas tan viles y despreciables ya que, si tenemos la desgracia de no saber usarlas bien, serán la perdición de nuestra pobre alma. Que nuestro corazón sea pobre, a fin de poder participar en el nacimiento del Salvador. Veis que Él llama sólo a los pobres, y los ricos no vienen sino mucho tiempo después, para enseñarnos que las riquezas nos alejan de Dios, casi sin que nos demos cuenta.
El Niño Jesús con la cruz a cuestas – Monasterio de San Jerónimo, Granada (España)
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Podemos admitir que este estado del Salvador debe ser bien consolador para los pobres, porque tienen a Dios por padre, modelo y amigo. Pero los pobres, si quieren recibir la recompensa prometida, que es el Reino de los Cielos, deben imitar a su Salvador, aceptar, soportar su pobreza con espíritu de penitencia, no murmurar, no envidiar a los ricos, sino, más bien, sentir lástima por ellos, porque están en gran peligro su eterna salvación; no deben los pobres hablar mal de los ricos, sino seguir el ejemplo de Jesucristo que se ha reducido a la última miseria voluntariamente. Él no se quejó, sino al contrario, derramó lágrimas sobre las desgracias de los ricos. Con esto, hijos míos, Él curó dos llagas que el pecado nos ha hecho: el orgullo y la avaricia.
Si así lo creéis, debéis imitarlo
Jesús va más allá, quiere curar también la tercera llaga que nos ha abierto el pecado: la sensualidad.
La sensualidad consiste en el amor desordenado a los placeres que disfrutamos por los sentidos. De esta funesta pasión nacen el exceso en el beber y en el comer, el amor a las facilidades, a las comodidades y a la vida pusilánime, así como la impureza. En una palabra, todo lo que la Ley de Dios nos prohíbe.
¿Qué hace nuestro Salvador para curarnos de esta peligrosa enfermedad y de este vicio? Nace en los sufrimientos, en las lágrimas y en las mortificaciones; nace durante la noche, en la estación más rigurosa del año; apenas nace es acostado sobre un puñado de paja y en un pobre establo todo abierto. ¡Ah, hombres sensuales, glotones, impúdicos, entrad en este rincón de miseria y veréis lo que hace un Dios por curaros.
¿Creéis, hijos míos, que allí está vuestro Dios, vuestro Salvador, vuestro Redentor? Sí, me contestaréis. Pero si lo creéis, debéis imitarlo. […] ¡Qué feliz es el que toma a Jesucristo por modelo desde su cuna hasta la cruz! ¡Cuántos motivos para animarse! ¡Cuántas cosas a imitar! ¡Qué poderosas armas para expulsar a los demonios! O mejor dicho: la vida de imitación de Jesucristo es una vida de santo.
Fragmentos del Sermón sobre el Misterio, para el Día de Navidad. Sermón II