Luego que corrió la voz de que el santo era conducido a la ciudad de Sebaste, se inundaron de gente los caminos, concurriendo hasta los mismos paganos a recibir su bendición y a que los aliviase de sus males.
Una pobre mujer, afligida y desconsolada, rompió como pudo por medio de la muchedumbre, y llena de confi anza se arrojó a los pies del santo, presentándole a un hijo suyo que estaba agonizando por una espina que se le había atravesado en la garganta, y sin remedio humano le ahogaba.
Compadecido el piadoso obispo del triste estado del hijo y del dolor de la madre, levantó los ojos y las manos al cielo, haciendo esta fervorosa oración: “Señor mío, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, dignaos oír la humilde petición de vuestro siervo y restituid a este niño la salud, para que conozca todo el mundo que sólo Vos sois el Señor de la muerte y de la vida. Y pues Vos sois el Dueño soberano de todos, misericordiosamente liberal para con todos cuantos invocan vuestro santo nombre, humildemente os suplico que todos los que en adelante recurrieren a mí para conseguir de Vos, por la intercesión de vuestro siervo, la curación de semejantes dolencias, experimenten el efecto de su confi anza y sean benignamente oídos y favorablemente despachados”.
Apenas acabó el santo su oración, cuando el muchacho arrojó la espina y quedó del todo sano. Éste es el origen de la particular devoción que se tiene a San Blas en todos los males de garganta.
Jean Croisset, SJ. Año Cristiano. París: Librería de Rosa y Bouret, 1864, t. II, pp. 60-61