Nada ni nadie osa levantarse contra esta Virgen coronada de doce estrellas. Estallen los más feroces volcanes en el auge de su ira que María siempre estará allí como repitiendo: “Hijos míos, no tengáis miedo”.
Vista aérea de la ciudad de Quito, con El Panecillo en primer plano y el Cotopaxi al fondo.
|
Cuando andando por las calles de Quito levantamos los ojos por encima de la altura de los edificios vemos que destacan dos imponentes dominadores: uno de ellos parece que quiere subyugar a la ciudad con el rudo poder de la naturaleza, el otro la asume y eleva con la suave fuerza de lo sobrenatural. Hablamos de la colina El Panecillo, coronada por una monumental estatua de María —conocida entre otros nombres como la Virgen del Apocalipsis—, y de la inmensa y distante mole del volcán Cotopaxi.
¿Estarán en disputa tan magníficos dominadores? Tal vez… Si buscáramos en las leyendas indígenas, quizá descubriríamos relatos de un terrible combate entre ambos. O quien sabe si, cosa que sería más espantosa, no llegaría a nuestras manos la fabulosa descripción de un duelo futuro entre esa imagen de la Virgen alada y seres incandescentes emanados de las profundidades de la tierra.
Pero dejemos a un lado el universo de las hipótesis y dirijamos los ojos hacia nuestro mundo terreno, bastante menos encantador y cautivante. Nos encontraremos al Cotopaxi, gigante nevado adormecido desde 1877, cuando sepultó con sus erupciones la ciudad de Latacunga, a unas decenas de kilómetros al sur de Quito.
Considerado por los científicos como el volcán activo más alto del mundo, es para los quiteños su más cercana y terrible amenaza. Bellísimo en la blancura angélica de su cumbre, sugiere no ser diferente en el auge de su furor; fresco y ameno en su placidez cotidiana, promete ser ardiente y explosivo en los días de su ira.
la Virgen del Apocalipsis – Casa Lumen Coeli, Mairiporã (Brasil)
|
En el otro lado del horizonte, formando una perfecta antítesis con él, figura la Virgen del Apocalipsis, Señora y Dueña de las tierras ecuatorianas. Pisando sobre el globo terráqueo, nos muestra que es la Reina de la Tierra, y al sujetar con una cadena al príncipe de las tinieblas, que Ella ostenta su dominio sobre el Infierno, mientras esboza una discreta sonrisa.
Con su mano derecha parece que sostiene fuerzas venidas del Cielo, que no podemos ver. ¿Y qué inmensidades no son abarcadas por su mano? Pues María, al ser sumamente excelsa, Dios le concede poder no sólo sobre las criaturas inferiores, sino también sobre las celestiales, logrando incluso, en ciertas circunstancias, sujetar el brazo de la justicia divina.
Nada ni nadie osa levantarse contra esta Virgen coronada de doce estrellas. Yérganse las olas de las tribulaciones, irrumpan con ardor todas las luchas de la vida humana, estallen los más feroces volcanes en el auge de su ira y de su calor corrosivo, que María estará siempre allí como repitiéndonos: “Hijos míos, no tengáis miedo. Soy la dominadora del universo. Tened fe, que incluso en las peores circunstancias estaré a vuestro lado para protegeros. Una sola mirada mía será suficiente para obteneros la salvación. Solamente os hago una advertencia: así como un águila velozmente se eleva hasta el cielo, así puedo retirarme rápidamente de la presencia de aquellos cuya conducta no me agrada. Vivid de acuerdo con las leyes de mi Hijo o corréis el riesgo de veros privados de mi compañía…”.
Levantemos la mirada hacia la Virgen de alas de águila y conservemos en el corazón, cual precioso tesoro, estas palabras suyas, ora de amenaza, ora de promesa.