Doña Lucilia pasó por grandes sufrimientos físicos y morales. Sin embargo, ¡sufría con una resignación, una dignidad, una fuerza y una dulzura extraordinarias! Aún cuando padecía dolores atroces, siempre mantuvo un perfecto equilibrio psicológico.
Doña Lucilia siempre fue una persona muy sufridora. Uno de los más antiguos recuerdos que tengo de ella es de cuando nuestra familia se embarcó para Europa, a donde mi madre debería pasar por una cirugía de la vesícula biliar.
Padecimientos durante el viaje
Como es natural, en aquel tiempo – antes de la Primera Guerra Mundial – la medicina estaba mucho más atrasada. En Berlín, Alemania, vivía el único médico del mundo que hacía esa operación. Bier y era el médico del Kaiser.
Mi madre sería la segunda persona que ese médico iba a operar de la vesícula biliar. Se trataba, por lo tanto, de una cirugía peligrosísima.
Esas piedras en la vesícula biliar hacen sufrir mucho a la persona. Y ella, joven aún, con treinta y pocos años, padecía dolores muy fuertes.
Me acuerdo de que nos embarcamos en un navío alemán, cuyo nombre era el de una antigua dinastía de la Edad Media: “Hohenstaufen”. Doña Lucilia fue conducida a bordo acostada en una camilla y gimiendo.
Durante el viaje los dolores fueron tan intensos, que ella se ponía de pie y se agarraba a las paredes de su camarote. Mi madre se sentía tan mal, que el médico de a bordo pensó que ella fuese a morir. Le ordenó entonces al carpintero que preparase un féretro, porque si ella fallecía, su cuerpo sería lanzado al mar. El viaje era muy largo – de 15 a 20 días –, en los navíos de ese tiempo no había cámaras frigoríficas y se corría el riesgo de, pudriéndose el cadáver, diseminar una peste por todos los tripulantes y pasajeros. De tal manera que, cuando moría alguien a bordo, se lanzaba el cadáver al mar.
Cuando llegamos a Alemania, ella fue sometida a la cirugía. En la noche siguiente sufrió tanto que, aunque tenía los cabellos largos y completamente negros, se emblanquecieron en dos días.
Su arte de contar historias
En todo eso se veía a una persona muy sufridora, aunque con una serenidad, una calma y una confianza completas en el Sagrado Corazón de Jesús y en Nuestra Señora. Por esa causa, en los peores transes del dolor, Doña Lucilia trataba muy bien a todo el mundo, respondía todas las preguntas, conservaba un equilibrio psicológico extraordinario, siendo un modelo para todos. Y mantenía además una disposición de alma suficiente para, cuando aparecían sus hijos, agradarlos casi como si fuese la noche de Navidad.
Yo quería consolarla en los momentos en los cuales ella estaba más adolorida. Para ese fin me acercaba y comenzaba a agradarla, aunque no conseguía decirle nada. Yo tenía la idea elemental de que se alegraría al agradarla.
Ella cambiaba de actitud inmediatamente, sonreía, me acariciaba, me ponía en su regazo y me decía: “¡Mi querido filhão 1 , venga para acá!” Incluso a veces tenía ánimo para contarme alguna historia. Ella contaba historias muy bien y a mí me encantaban sus narraciones, pero no me daba cuenta de que eso le costaba un gran sacrificio.
En esas circunstancias, ella nunca me mandaba a salir. Eso sólo ocurría cuando era hora de estudiar o de rezar. Ella entonces me decía:
– Filhão, voy a llamar a la Fräulein para que se lo lleve, porque llegó la hora de estudiar.
Yo respondía:
– Pero, mi bien, yo no quiero…
Y ella insistía:
– No hay “no quiero”. A la hora del deber es necesario irse.
Yo entendía que de hecho me tenía que ir, no había otra solución. Fuera de eso, ella me manifestaba toda especie de cariños.
Sufrimiento, espíritu elevado y bondad de corazón
Me acuerdo de una vez en la cual ella se cayó al bajar la escalera. Para evitar la caída se agarró del pasamanos haciendo un movimiento forzado, dislocándose uno de los brazos a la altura del hombro. Ella fue llevada a donde un médico, y después de recibir los debidos cuidados la llevaron a la casa.
Yo sabía que ella había sufrido mucho, y por eso me encontraba en un estado incomparable de dilaceración, pues la quería inmensamente como nunca quise tanto a nadie.
Al final me vinieron a avisar que podía entrar para darle simplemente un beso. Entré en sus aposentos, iluminados por una lámpara envuelta en un tejido de gaza de un tono muy oscuro, de color violeta, para que la luminosidad no incomodara la vista.
Ella estaba acostada de lado, no estaba propiamente gimiendo, pero yo veía que estaba sufriendo profundamente. No obstante, ¡estaba tranquilísima! De tal manera que, cuando entré en el cuarto, tuve dos impresiones que se disputaban en de mi alma. Una era: ¡qué sufrimiento! Y la otra: ¡qué tranquilidad!
Me acuerdo de que me recomendaron mucho que caminase sin hacer ruido. Me acerqué a ella paso a paso y le di un beso.
Ella me dijo: “¡Filhão!”
Le hice un agrado y me dieron una señal de que ya tenía que salir. Ella me retuvo y me dijo: “¿Ya te tomaste tu remedio?”
Yo tenía una bagatela cualquiera propia de niños, pero ella exigía que me medicasen bien. ¡Y en medio de aquel dolor, ella se acordó de esa pequeña inflamación nasal!
Yo tenía conciencia – no era bobo – de que mi enfermedad era una bobadita. Sin embargo, ¡acordarse dentro de todo ese dolor, de que su hijo se hubiese tomado el remedio! Eso me tocó hasta el fondo del alma y me quedó una gratitud que no olvidaré hasta el fin de mi vida. Aún hoy en día hablo con emoción a ese respecto.
Me quedaba, así, esta idea: las personas que sufren mucho se quedan con el espíritu muy elevado y con el corazón muy bueno. Y pensaba: “si algún día yo tuviere que sufrir, voy a dar el sufrimiento por muy bien empleado porque, ¿quién sabe si también me quedo con el espíritu elevado y el corazón bueno?”
Una gran señal de la cruz
Ella también tuvo muchos disgustos en su vida íntima. ¡Aunque yo la veía sufrir con una resignación, una dignidad, una fuerza y una dulzura extraordinarias! En los sufrimientos físicos y morales más grandes por los cuales la vi pasar, siempre tenía la misma actitud.
En los padecimientos morales, delante de algo que sucedía y la hacía sufrir profundamente, su actitud era el silencio, un poco de recogimiento, normalidad, afabilidad, bondad, humildad: ¡Dios lo quiso, Dios lo hizo, bendito sea Dios!
Mi madre falleció bien anciana, con 92 años, y no tuve la felicidad de asistir a su muerte. Ella había pasado la noche anterior a su fallecimiento con problemas cardiacos muy acentuados. Yo estaba en mi cuarto – que quedaba a un paso del de ella –, leyendo el periódico y me dijeron, de parte del médico que la estaba asistiendo, que fuese deprisa si quería encontrarla aún con vida, pues estaba en sus últimos momentos.
Como consecuencia de la diabetes, yo había sufrido una amputación en el pie y la herida todavía no se había cicatrizado. Como no tenía muletas ni silla de ruedas, mandé que trajesen dos escobas, apoyado en las cuales me dirigí lo más rápidamente posible al cuarto de mi madre.
Cuando entré, el médico me dijo: “¡Ella ya murió!”
Recibí un choque y lloré copiosamente.
El médico me contó cómo había sido ese momento extremo: Doña Lucilia estaba con la respiración insuficiente, aunque tan serena que no se podía prever que muriese en ese momento. De repente, hizo una señal de la cruz muy grande y murió. Siempre con la misma paz, la misma serenidad, la misma humildad.
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1) N. del T.: En portugués, aumentativo afectuoso de la palabra hijo.
(Revista Dr. Plinio, No. 216, marzo de 2016, p. 6-9, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de conferencias del 29.8.1983 y 21.12.1991.)