Es imposible que no encontremos en ciertas actitudes de doña Lucilia rasgos de un heroico acto de virtud.
Doña Lucilia en 1912, en París
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Durante la convalecencia después de una intervención quirúrgica, a doña Lucilia sólo le estaba permitido tomar alimentos líquidos. Una de las primeras comidas, que se la ofreció una enfermera con aires dictatoriales, fue una sopa de sesos.
Ahora bien, doña Lucilia se ponía indispuesta cuando se veía obligada a comer ese plato, aunque fuera una cantidad muy pequeña. Con su invariable suavidad y elevadas maneras, le preguntó de qué era la sopa. La enfermera, al ver que tenía delante a una paciente muy delicada y que por la inflexión de su voz percibía la incompatibilidad con el alimento, evitó decirle la verdad y afirmó que sólo se trataba de una comida recomendada por el médico, el Dr. Bier.
No satisfecha con la respuesta, volvió a insistir:
— Mire usted, los sesos me producen malestar. ¿No será de eso la sopa?
Y la enfermera, mirándole fijamente a los ojos, le dijo bruscamente:
— Exacto, es sopa de sesos. Pero el Dr. Bier dejó orden expresa de que se la sirviésemos.
Doña Lucilia renovó varias veces su rechazo a tomarla, pero sin conseguir convencer a la implacable enfermera. Poco después de haberla ingerido empezó a sentir intensas náuseas, lo que provocó un repentino empeoramiento de su estado de salud.
No tardó mucho para que la tiranía se transformase en desesperación. La pobre enfermera, al ver las dramáticas consecuencias de su actuación, se fue a buscar inmediatamente al médico de guardia, pero constató que se había escapado a una fiesta, dejando abandonados por completo a sus pacientes. Sin saber bien qué hacer, recurrió a un médico de otro sector para que atendiese a doña Lucilia.
Por la mañana, en la visita que solía hacer a los enfermos, el Dr. Bier verificó que las condiciones en que se encontraba eran bastante malas, y entonces quiso saber, con germánica exactitud, qué es lo que había pasado. Sin dejar de decir la verdad en ningún momento, evitó acusar a la enfermera, librándola de un justo castigo. La tirana, detrás del médico, se puso en actitud de súplica con las manos juntas implorándole a doña Lucilia que no le hiciera perder el empleo. Tan pronto como se vio salvada, se deshizo en manifestaciones de gratitud por el noble gesto del que había sido objeto.
Sin embargo, el Dr. Bier, de un espíritu muy indagador, no se quedó satisfecho y desconfiaba de que hubiera habido algún fallo en la asistencia, y entonces llamó al médico responsable para que aclarara la situación.
Este hecho, una vez más, llevó a doña Lucilia a la insigne práctica de la virtud de la caridad con el prójimo. Por lo general, incluso las personas bien educadas se sentirían propensas a manifestar su inconformidad, sea por el mal trato recibido de la enfermera o bien por la grave negligencia del médico de guardia. Merecían, ciertamente, un castigo ejemplar que redundase quizá en la expulsión de ambos de ese hospital, más aún tratándose de una de las mejores instituciones europeas en su género. Sus carreras se verían perjudicadas de alguna manera si constaba esa falta en la hoja de servicios. Tanto al médico como a la enfermera no les hubiera quedado otra salida que la de trabajar en alguna de las numerosas colonias del imperio alemán, ya fuese África del Sudoeste Alemana, ya África Oriental Alemana o cualquier isla perdida en mitad del Pacífico.
Con el candor que la caracterizaba, doña Lucilia se dirigió a su famoso cirujano y, sin especificar quién era el que le había atendido, le dijo:
— El médico estuvo aquí.
Y de esta manera, en contra de su propio derecho, salvó la situación de los que le deberían haber dado la asistencia que su estado de salud requería.
(Extraído de CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Dona Lucilia. Ciudad del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana, pp. 130-131)