Una persona que creyera en la divinidad de Jesucristo, que hubiera acompañado su Pasión y Resurrección y asistido a su Ascensión, bien podría preguntarse si sería razonable, coherente, arquitectónico que Él dejara la tierra sin que de alguna forma permaneciera entre los hombres que había redimido. No existen en el vocabulario humano palabras adecuadas para expresar el insondable amor de Dios para con sus criaturas, llevado hasta el punto de entregarles a su Hijo unigénito para que tuvieran la vida eterna (cf. Jn 3, 16), incluso estando inmersas en el pecado y, por tanto, en la enemistad con Él (cf. Rm 5, 8). Pero habiendo condescendido nuestro Redentor en contraer con los hombres por Él salvados esa relación tan especial, de manera a convertirse —por la inhabitación, mediante la gracia— en el alma de nuestra propia alma, ¿deberíamos aceptar como verdadero que, tras subir Cristo al Cielo, su presencia en la tierra ya no se sentiría ni se observaría nunca más?
Naturalmente, sería excesivo afirmar que la Redención y la cruz le imponían a Dios, en rigurosa lógica, la institución de la Sagrada Eucaristía. Aunque todo clamaba, todo gritaba, todo suplicaba para que Jesús encontrara una divina solución mediante la cual permaneciera siempre en el Cielo, en el trono de gloria que le es debido, y al mismo tiempo acompañara aquí en la tierra, paso a paso, la vía dolorosa de cada ser humano por Él redimido, hasta el momento extremo en el que cada uno dijera a su vez: “Consummatum est”. Esa convivencia maravillosa se hace por medio de la Eucaristía, infinito prodigio de misericordia que sólo una inteligencia divina podría excogitar y realizar. En todos los lugares de la tierra, a cada instante, Él está presente: en las catedrales opulentas, en las iglesias pobres, en las capillas levantadas al borde del camino… en el pecho de cada comulgante. Presente con toda la gloria del Tabor, toda la sublimidad del Gólgota, todo el esplendor de la divinidad… en el pequeño sagrario, encima del altar.
No obstante, es triste considerar las largas horas y los días que sólo es adorado por la Virgen, por los ángeles y los santos del Cielo… como divino prisionero entre barrotes de oro, abandonado por esta humanidad ausente y distante, a la espera de que alguien se digne visitarlo. Aun pensando poco en ello nuestra alma no puede dejar de rebosar de reconocimiento, admiración y gratitud por todo lo que el Señor obró en la Última Cena.
Ahora bien, todo don divino es concedido a los hombres a ruegos de María y no cabe duda de que Ella imploró a su Hijo la institución de la Eucaristía. Los Padres de la Iglesia veían en la súplica de Caná —“No tienen vino” (Jn 2, 3)— la expresión de una secreta esperanza de que aquel fuera el momento… Por consiguiente, también hemos de agradecérselo a Ella. A Él que condescendió en instituirla y a Ella que, movida por la gracia, le pidió a Dios y nos obtuvo ese favor transcendentalísimo