Quien llega a Fátima por la cómoda y segura autopista que corta la Sierra del Aire, pierde contacto con una realidad que se repite invariablemente desde hace 90 años con motivo de la conmemoración de las apariciones: numerosos grupos de peregrinos atravesando a pie los caminos y calzadas que llevan a Cova da Iria, el lugar donde la Madre de Dios se apareció en 1917.
De cara a las costumbres y la mentalidad consumista de nuestra época, dedicada por completo al goce fácil de la vida, el contraste es tan marcado que no hay cómo ignorarlo. ¿Qué atrae hacia Fátima a estas multitudes de rostro tostado por el sol de las largas caminatas? ¿Qué las empuja a estas sorprendentes penitencias en un tiempo de tanta aversión al sacrificio?
La fascinación de las apariciones
Un rápido recuento de algunos aspectos poco resaltados de las apariciones puede dilucidar el asunto.
Al ver a la Santísima Virgen el 13 de mayo, la reacción de los tres pequeños (Lucía, Francisco y Jacinta) tuvo un punto en común pese a la diferencia de temperamentos: se sintieron fascinados con la visión celestial. Durante el resto del día no hablaron de nada más, maravillados con lo que habían visto y oído.
Pero cuando el sol se puso en el horizonte, anunciando la hora de reunir el rebaño y volver a casa, retomando la realidad cotidiana, cada cual reaccionó a su modo. Francisco, más pensativo, no decía nada. Lucía, algo mayor que sus primos, ya pensaba en la reacción de sus familiares y vecinos y creyó más prudente guardarlo todo en secreto. Pero Jacinta, más expansiva de carácter, no lograba contener la alegría sobrenatural que la inundaba y no cesaba de exclamar: “¡Ay, qué Señora tan linda! ¡Ay, qué Señora tan linda!”
Un secreto imposible de guardar
Mientras caminaban, a Lucía trataba de convencerla de mantener el secreto:
–Estoy viendo que le vas a decir a alguien… –No, no lo diré. –Ni siquiera a tu mamá. –No voy a contar nada, prometido.
Cuando llegaron a casa, sus padres no habían regresado todavía de la feria en una localidad cercana. Jacinta se quedó esperando junto al portón, y, nada más ver a su madre, corrió a abrazarla para contarle el gran acontecimiento:
–¡Oh mamá, hoy en Cova de Iria vi a Nuestra Señora!
La Sra. Olimpia no le creyó, por más que la niña lo reafirmara con vehemencia e hiciera la descripción minuciosa y maravillada de lo ocurrido. Más tarde, cuando toda la familia estaba sentada para la cena junto a la chimenea, la Sra. Olimpia, cuya incredulidad tambaleaba ya ante la firme insistencia de su hija, le pidió:
–Jacinta, cuenta cómo fue eso de la Virgen en Cova de Iria.
“Una Señora más brillante que el sol”
Y la inocente pastorcita intentó traducir en palabras lo que desbordaba en su corazón: “¡Era una Señora tan linda, tan bonita!… Tenía un vestido blanco y un cordón de oro desde el cuello hasta el pecho… La cabeza estaba cubierta con un manto blanco, también, muy blanco, no sé, pero más blanco que la leche… y la tapaba hasta los pies… Tenía todo el borde de oro… ¡Ay qué bonito!… Tenía las manos juntas, así– y la pequeña se levantaba del banquillo, juntaba las manos a la altura del pecho para imitar la visión.
“Entre los dedos tenía las cuentas. Ay, qué lindo el rosario que tenía… todo de oro, brillante como las estrellas de la noche, y un crucifijo que tenía luz, tenía luz… ¡Ay qué linda Señora! Habló mucho con Lucía pero nunca habló conmigo, ni con Francisco… Yo escuchaba todo lo que ellas decían… Mamá, es necesario rezar el rosario todos los días… La Señora le dijo eso a Lucía. Y dijo también que nos llevaría a los tres para el Cielo, a Lucía, a Francisco y a mí también… […] Cuando ella entró al Cielo, parece que las puertas se cerraron tan rápido que hasta los pies se estaban quedando afuera… ¡Era tan lindo el Cielo!… ¡Había tantas rosas ahí!” 1.
Muchos años después, Lucía haría una descripción más mesurada de la “linda Señora” que había arrebatado tanto a Jacinta:
“Una Señora vestida toda de blanco, más brillante que el sol, esparciendo una luz más clara e intensa que un vaso de cristal lleno de agua cristalina, atravesado por los rayos del sol más ardiente. Estábamos tan cerca, que quedábamos adentro de la luz que la rodeaba, o que ella esparcía” 2.
Inmersos en la luz divina
Desde el primer momento fulgura en Fátima una luz sobrenatural, de belleza inefable que arrebata a los pequeños pastores. Todo cuanto la “linda Señora” les pide lo aceptan con entusiasmo y sin titubear: ofrecer sacrificios por la conversión de los pecadores, desagraviar al Inmaculado Corazón de María por las injurias sufridas, guardar el secreto que la Señora les cuenta, rezar el rosario todos los días por la paz. Los niños están dispuestos a enfrentar la misma muerte con tal de cumplir la voluntad de la Virgen.
En cierto momento de la aparición, los pastorcitos quedaron inmersos o atravesados por una luz emanada de las manos virginales de María, que Lucía describe así: “Abrió por primera vez las manos, comunicándonos una luz tan intensa, como un reflejo que se desprendía de ellas, que nos entraba por el pecho hasta lo más íntimo del alma, haciéndonos vernos a nosotros mismos en Dios, que era esa luz, más claramente que como nos vemos en el mejor de los espejos” 3.
Esa luz que penetró en lo íntimo de las almas de los niños parece haber sido como un flash de la luz de Dios, que los hizo probar algo de la felicidad celestial. “En ella nos veíamos como sumergidos en Dios” 4. Esto les dio el ánimo necesario para enfrentar todas las adversidades y cumplir su vocación, ofreciendo la vida por la conversión de los pecadores. “Fue una gracia que nos marcó para siempre en la esfera de lo sobrenatural”, dijo la hermana Lucía muchos años más tarde.
Los Beatos Francisco y Jacinta morirían poco después de las apariciones. La hermana Lucía ingresaría al Carmelo de Coimbra, donde terminaría ejemplarmente su existencia a los 97 años, iluminada todavía por esa luz sobrenatural. En su último libro, “Como veo el mensaje”, confiesa este deslumbramiento interior que dominó toda su vida: “Al ver ahí una Señora tan linda que me dijo ser del Cielo, sentí una alegría tan íntima que me llenó de confianza y de amor; me parecía que ya nada me podría separar de esta Señora…”
Luz que disipa las tinieblas de la incredulidad
Las gracias extraordinarias concedidas por la Santísima Virgen a los pastorcitos, capaces de obrar en ellos una transformación tan profunda que los elevaría a las altas cumbres de la santidad, puede decirse que fueron una primera realización del triunfo del Inmaculado Corazón de María. Sin embargo, la Virgen anunció este triunfo para el mundo entero: “Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará. […] Y será concedido al mundo algún tiempo de paz”. La intensa luz sobrenatural que envolvió en un primer momento a los pastorcitos vendrá para iluminar toda la tierra, arrebatando con su belleza a las almas y originando así una nueva primavera de la fe.
Fue lo que muy oportunamente resaltó en otras palabras Mons. Antonio Marto, obispo de Leiría-Fátima, en la conmemoración del centenario del nacimiento de la hermana Lucía: “He aquí, pues, la gran misión confiada a la Iglesia: hacer resplandecer la belleza del rostro de Dios en Cristo, manso y humilde de corazón, en un mundo que tiene tanta dificultad para comprenderlo, y despertar la dimensión mística de la fe para darle calor y alegría.”
Promesa de auxilio materno
Tal vez sin percatarse de ello, muchos de los que van a Fátima como peregrinos, en espíritu de penitencia, acuden en pos de esta luz sobrenatural para que los reconforte en la adversidad, fortalezca su fe, les comunique esa alegría contagiosa que hacía exclamar de gozo a la pequeña Jacinta: “¡Ay, qué Señora tan linda!” Y si tantos regresan a este lugar sagrado es porque algún fulgor de esa luz divina penetró sus almas y prometió asistirlos a lo largo de la vida, tal como hizo la Santísima Virgen con la hermana Lucía, cuando le dijo que se quedaría algún tiempo más en esta tierra: “No te desanimes. Yo nunca te dejaré. Mi Inmaculado Corazón será tu refugio y el camino que te conducirá hasta Dios”.
1 R.P. Juan M. de Marchi, i.m.c., “Era una Señora más brillante que el sol”, 7ª edición, p. 84.
2 Memorias de la Hna. Lucía, Fátima, 3ª edición, 1978, pp. 144-148.
3 Ídem, pp. 146-148.
4 Ídem, p. 149.