Los cuentos maravillosos son indispensables para refinar el sentido artístico de los niños, elevar su espíritu, aguzarles la perspicacia y estimularles sanamente la imaginación. Doña Lucilia sabía narrarlos con notable tacto y buen gusto.
Todos los jueves por la noche la mayor parte de la familia se reunía en la residencia de doña Gabriela donde tenía lugar una larga y ceremoniosa cena. Los niños comían aparte, en una estancia secundaria, y naturalmente acababan antes que sus padres y sus tíos. En este momento era cuando los chiquillos, que llenaban la casa, llamaban a doña Lucilia:
Doña Lucilia en 1929, con su nieta María Alice
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— ¡Queremos las historias de tía Lucilia! ¡Queremos las historias de tía Lucilia!
A pesar de ser muy cariñosa, hacía valer el principio de que los más pequeños no debían interrumpir a los mayores. Así pues, no podían entrar en el comedor hasta que los adultos no terminasen. Desde fuera, a través de la puerta entreabierta, los niños hacían carantoñas a doña Lucilia para que fuese enseguida con ellos. Pero no les respondía y continuaba comiendo tranquilamente. Cuando ya había terminado les decía muy complacida:
— Vamos al despacho y os cuento una historia.
La habitación quedaba abarrotada de niños, todos contentísimos…
Los maravillosos cuentos de hadas
Mientras en el comedor los adultos seguían hablando sobre temas de actualidad, doña Lucilia se recostaba en un diván del despacho de su esposo y los pequeños, literalmente, trepaban a su alrededor, incluso detrás de su cabeza.
Para doña Lucilia, la preservación de la inocencia no era sinónimo de mantener indefinidamente a los niños en la infantilidad. Al contrario, procuraba que dicha preservación les ayudase a madurar su espíritu, y con ese objetivo modelaba los cuentos de hadas, lo que constituía uno de los principales atractivos de sus historias.
La inocencia lleva al alma infantil a verlo todo en proporciones fabulosas. Los cuentos maravillosos son indispensables para refinar el sentido artístico, elevar el espíritu, aguzar la perspicacia y estimular sanamente la imaginación. Doña Lucilia sabía narrarlos con notable tacto y buen gusto, y evitaba que los niños se pusieran como participantes de la trama, llevándolos a deleitarse con la felicidad de los demás y a encantarse con la existencia de la perfección en todos sus aspectos: moral, cultural y artístico. Así, cuando chocasen con la vulgaridad de la vida, entenderían que no debían olvidarse de los hermosos ejemplos de los cuentos de su infancia.
El gato con botas, el Marqués de Carabás y La Cenicienta
El fino sentido psicológico de doña Lucilia le proporcionaba un adecuado conocimiento de sus hijos y de sus sobrinos. Tras haber discernido lo que más necesitaban, lo involucraba en la literatura con mucha habilidad. A fuerza de quererlos, acababa ajustando los cuentos a sus mentalidades y a sus buenos deseos.
En el cuento de “El gato con botas”, resaltaba que el Marqués de Carabás se había convertido en propietario de un inmenso y soberbio castillo
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Así, por ejemplo, en el cuento de El gato con botas, resaltaba que el Marqués de Carabás se había convertido en propietario de un inmenso y soberbio castillo. Y su hermoso carruaje multicolor, conducido por mayorales impecablemente vestidos con la librea propia de su casa y tirado por fogosos corceles, atravesaba extensos y dorados trigales, mientras el sol, al pasar por sus abombados cristales, producía bellos reflejos…
A medida que avanzaba el carruaje, una suave brisa hacía que los trigales se doblaran levemente, dando la impresión de que se inclinaban como cortesanos que querían reverenciar al marqués, su señor, al verlo pasar.
Doña Lucilia descubría a sus jovencísimos oyentes la belleza de la caridad, al contarles que el Marqués de Carabás llevaba consigo una linda bolsa repleta de monedas de oro para distribuirlas con magnanimidad entre los campesinos que respetuosamente lo saludaban por el camino. Después explicaba cómo éstos, con veneración, agradecían la dádiva del marqués. Para Plinio, insaciable en su deseo de conocer los modos de ser, las costumbres e incluso los objetos personales del noble marqués, doña Lucilia no dejaba de añadir un nuevo detalle cada vez que narraba el cuento. Así, si su hijo le preguntaba:
— Mamá, ¿la bolsa del marqués tenía flecos?
— Sí, filhão, los hilos eran muy finos y muy bonitos…
— Y, mamá, ¿alguna piedra adornaba la bolsa?
— Claro que sí, hijo mío. El cierre tenía un bello topacio dorado, que contrastaba con el cuero oscuro de la bolsa.
Otra noche salía a relucir el cuento de La Cenicienta, muchacha huérfana de madre, cuya madrastra era una malvada. Doña Lucilia describía los defectos morales de esa arpía, que a menudo le pegaba a su hijastra por envidia de sus dotes. E infundía pena en los niños por la infeliz muchachita que había perdido a su buena madre. A lo largo del cuento narraba, con abundancia de detalles, la escena en que los servidores del príncipe le probaban a la Cenicienta el zapato de cristal, mientras la envidiosa madrastra trataba de impedirlo… Delineaba el cuadro de una joven glorificada, después de salir de una profunda humillación. De esta forma, doña Lucilia ayudaba a los niños a comprender las vueltas que da la vida.
Tanta atracción causaban esos cuentos que a veces un cuñado de doña Lucilia se acercaba hasta el despacho y, fingiendo que leía el periódico, escuchaba embelesado aquellas maravillosas narraciones que, seguramente, le darían saudades de su lejana infancia.
Extraído de CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Dona Lucilia. Città del Vaticano: Librería Editrice Vaticana, 2013, pp. 201-204.