Los medios de comunicación nos trompetean sin cesar la existencia de problemas financieros y económicos, restando importancia –cuando no, vehiculando- a la inmoralidad y al materialismo que están precisamente en el origen de la crisis actual. Crisis que es mucho más moral, cultural y espiritual que propiamente económica.
Es patente que en los días que corren la fe se resiente, inclusive dentro de nuestra Iglesia: O se reniega de ella, o se la profesa sin ardor, o se la asume en formas dudosas y, a veces, hasta aberrantes. Muchos de los bautizados están cada vez más cansados y hasta aburridos de ser cristianos. Pero gracias a Dios, hay católicos convencidos y valientes que experimentan en sí el amor de Dios.
El conocimiento y seguimiento de Dios parte mucho más de una experiencia personal que de profesar principios. No identifiquemos experiencia con sentimiento, pues eso sería entrar por las vías del subjetivismo. Vamos a la fuente del verdadero conocimiento: Jesús Nuestro Señor.
Al encontrarse con la Samaritana en el pozo de Jacob, Jesús le dice en tono de augurio y a la vez de queja: “¡Si conocieras el don de Dios!” (Jn. 4, 10). ¿Y qué es el don de Dios? El don de Dios es su amor gratuito, pues Dios es amor (1 Jn. 4, 16) y el amor consiste en que Él nos amó primero (1 Jn. 4,10). Ese amor dado y acogido deberá ser después, naturalmente, retribuido. “Naturalmente” decimos, pero en realidad cabe aquí la expresión “sobrenaturalmente”. Porque en la vida cristiana todo es gracia. El mismo deseo, el propósito y el esfuerzo que se haga desde nuestra libertad son propiciados por Dios; es Él que toma la iniciativa ¡Si conociéramos el don de Dios!
Hay un dato fundamental que nos ayuda mucho en la profesión de nuestra fe y es el de sabernos parte de una Iglesia universal. La dimensión de la catolicidad es estimulante y enriquecedora para cada fiel. Esa hermandad no es una idea abstracta, es un tesoro común que tendrá sentido en la medida en que la socialicemos y la compartamos sin retenerla para nosotros mismos; es una experiencia. Como en una familia en que la felicidad de todos está en el cariño y el servicio prestado mutuamente. La participación en la Misa dominical ya nos introduce en esa ambientación. También los eventos eclesiales importantes como los Congresos Eucarísticos o las peregrinaciones a santuarios, etc. Pero para lograr esa vivencia hay que pasar por etapas necesarias de la ascética, siempre al soplo de la gracia de Dios. Básicamente, las etapas serían tres:
1.- Se trata de redescubrir la adoración, ese acto que se impone a nuestra contingencia: el culto a un Dios vivo y presente en la Eucaristía, donde está entre nosotros y para nosotros. Es nuestra cabeza, somos sus miembros ¡hacemos parte de Él! Nuestra identidad no es ajena a ese Pan consagrado, causa, y meta de nuestra vida misma.
2.- Redescubrir también la confesión, el perdón, contrarrestando así nuestro egoísmo, aliviando nuestro peso y abriéndonos a los demás. Siempre dentro de la dimensión “católica”, es decir, universal. Pues no soy un átomo suelto y perdido en el universo, hago parte de la familia de Dios, lo que me pide solidaridad vertical y horizontal, conciencia de hijo, de hermano, de miembro.
3.- Estas nociones nos llevan a redescubrir otra cosa de gran valor: la certeza de sabernos queridos, acogidos y salvados por Dios. No es otro el sentido de la Navidad que acabamos de celebrar: Dios se hace hombre para salvarnos, para hacer que superemos las dudas humanas y así poder lanzarnos a la aventura de lo divino. Así seremos felices.
La verdadera felicidad no está en resolver los problemas de bolsillo o de estómago. La pobreza y el hambre más apremiantes son los que suceden cuando los hombres se llenan de ídolos y cierran su apetencia a un Dios amigo que no es “mío” sino “nuestro” (“Padre nuestro…”) y que me espera siempre desde la blancura de la Hostia, a dos pasos de mi casa o en el camino del trabajo, del estudio, del deporte o del descanso. Siempre. Llueve, truene, nieve o tiemble, ahí está incondicionalmente aguardándome para darse. Si creo en esto y no lo experimento, pues probablemente no lo crea de verdad, con convencimiento. Tengo que redescubrirlo.
Usamos con insistencia el término “redescubrir”. De eso se trata: estas cosas que sabemos en tesis -y que hasta pueden ser evidencias- pero que no las encarnamos en nuestra existencia, son como si fuesen inexistentes para nuestra vida. Y el cristianismo o es vivido o no es.
La Eucaristía es lo que más puede ayudar a superar las crisis personales y sociales por su triple dimensión de presencia, sacrificio y alimento. Es Dios que viene a nosotros para dar sentido a nuestra vida llenándola de la suya. Vayamos nosotros a Él y así haremos carne el “admirabile commercium” por el que Dios se abaja y el hombre se enaltece