En el Cenáculo, Apóstoles y discípulos se encuentran reunidos en torno a María Santísima. De pronto, se oye un gran estallido, armonioso y angélico. El Espíritu Santo baja e ilumina a todos, por medio de la Virgen, su Esposa.
Es excelente conmemorar la fiesta de Pentecostés, la venida del divino Espíritu Santo sobre toda la Iglesia Católica, la cual en aquel tiempo era pequeña. Estaba constituida por la Santísima Virgen, los Apóstoles y algunas personas que habían permanecido en la fe en Nuestro Señor Jesucristo, a pesar de todo lo que había soportado en su Pasión y Muerte. Y gracias a Pentecostés el número de cristianos se multiplicó de repente, más allá de toda medida de lo imaginable.
Una explosión armónica y angélica
Cuando bajaron las llamas se produjo dentro del Cenáculo un gran estallido, oído en toda la ciudad de Jerusalén. Podemos suponer que ese estampido haya sido muy bonito, pues lo que Dios hace viene acompañado, normalmente, de belleza y magnitud.
Pentecostés – Pro-catedral de Santa María, Hamilton (Canadá)
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Al no existir datos concretos que sean de nuestro conocimiento con respecto a la naturaleza de ese estallido, y sin que nuestra imaginación contraríe en algo la Sagrada Escritura, es lícito que conjeturemos lo siguiente: no se dio bajo la forma de una detonación de artillería, que aún no existía, sino como una explosión armónica y angélica.
La palabra “explosión” lleva consigo la idea de caos, pues significa la demolición de algo a través de la descomposición de sus elementos internos. Se trata de una destrucción, generada y seguida de desórdenes.
En el descenso del divino Espíritu Santo pasó precisamente lo contrario: era la venida de aquel que es el Creador, el orden, la buena disposición de las cosas. Sería natural, por tanto, que en aquella explosión —empleada en el sentido de la irrupción brusca, fuerte y enfática— los sonidos fueran angélicamente bellos y concatenados, a semejanza de ciertas músicas iniciadas con una retumbante apertura.
¡También podríamos imaginar qué deliciosos perfumes no se difundirían en aquel ambiente! Nada o muy poco tendrían que ver con el concepto común de la fragancia que se vende en los comercios. Serían olores más espirituales que materiales, difundiéndose por todo el universo palpable de aquellos alrededores, a partir del lugar donde se situaba el Cenáculo.
Además de los sonidos armoniosos y de los aromas, habría habido lindas reacciones de la naturaleza como, por ejemplo, pájaros que se congregan y se ponen a entonar sus más bellos trinos. En fin, podemos suponer que toda la Creación se regocijó con el descenso del Espíritu Santo. Él vino a Nuestra Señora y, por medio de Ella, a los Apóstoles, bajo la forma de lenguas de fuego, transformando sus mentalidades y santificándolos.
Nuestra Señora del Grand Retour Iglesia de Nuestra Señora de Boulogne, Boulogne-Billancourt (Francia). En la página siguiente, “Pentecostés”, por Jerónimo Vázquez y Gaspar de Palencia Museo de Zamora (España)
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A partir de entonces, los Apóstoles pasaron a atizar ese fuego —es decir, la acción de la gracia divina y la expansión de la Iglesia Católica— en el mundo entero y hasta hoy se difunde entre nosotros, fruto del milagro de Pentecostés.
La presencia del Espíritu Santo en los edificios sagrados
Tal influjo del Espíritu Santo podía ser percibido en ciertas iglesias, por ejemplo, en la de Santa Cecilia, donde fui bautizado. Al entrar en ese templo cuando era niño me daba la impresión de que allí latía una vida difusa repleta de bendiciones, las cuales podían como cogerse con las manos. Se trataba de una mera impresión, pero muy palpable, casi como una lluvia hecha de rocío.
Esa iglesia poseía una acústica muy buena, y cuando mi hermana, una prima nuestra y yo andábamos por el recinto sagrado, nuestros pasos repercutían armoniosamente en aquella atmósfera. Era un sonido bonito, el del caminar de tres niños inocentes, y todo allí me proporcionaba una satisfacción extraordinaria.
Así eran en general las iglesias católicas, cuyas bendiciones vienen de Dios a través de los órganos, de los vitrales, de las imágenes, columnas, arcos, etc. Tengo la certeza de que muchos experimentaron sensaciones similares al entrar en los templos católicos, esa unción y esa gracia especiales que no encontramos en ningún otro lugar del mundo.
Todo eso tuvo sus comienzos en el Cenáculo, a mi entender el primer ambiente de la Tierra completamente bendecido y sacrosanto, donde esa impresión permaneció en cuanto duró el edificio original y en él fueron realizadas ceremonias sagradas. La presencia de cierto imponderable en todas las cosas católicas es una manifestación del divino Espíritu Santo, percibida por primera vez en Pentecostés.
Gracias obtenidas por Nuestra Señora
Podemos imaginar que en aquella ocasión estuviera Nuestra Señora sentada en una silla con brazos como si fuera un trono, puesta en una tarima, teniendo delante suyo a los doce Apóstoles sentados en tronos menores, dispuestos más o menos en semicírculo.
Todos rezaban, pues habían hecho un largo recogimiento espiritual, y suplicaban gracias, las cuales bajaban sobre cada uno de ellos a torrentes, a ruegos de María Santísima, Medianera de todos los dones divinos. Según nos enseña la doctrina católica, Nuestro Señor siempre atiende las peticiones de su Madre en nuestro favor, y Ella tiene para con nosotros toda clase de misericordias y bondades, alcanzándonos no sólo las gracias que necesitamos, sino también el conocimiento exacto y la justa ponderación de nuestras faltas e imperfecciones.
¿Cuántos y qué especie de favores divinos los Apóstoles no habrán alcanzado, estando así juntos a Nuestra Señora, participando de su convivencia y con Ella conversando?
Supongamos que, en esa situación, quizá uno de ellos se levanta, le hace una profunda reverencia, se arrodilla y, acusándose de sus pecados, le pide a Ella perdón. Y la Madre de Dios, mirándolo con bondad y delicadeza inigualables, le dice: “Hijo, voy a rezar por ti. Ten certeza de que tus pecados serán perdonados”. Tras permanecer un poco más de tiempo genuflexo, finalmente se levanta y regresa a su sitio…
Crepita un ardor en la sala y, uno a uno, los demás Apóstoles proceden de la misma manera, aprovechando la oportunidad para contar hechos de la vida de Nuestro Señor, ocurridos en la convivencia de ellos con el divino Maestro, que los otros oyen con avidez extraordinarias. En ese ambiente, de un silencio elocuente o de una elocuencia silenciosa, el fervor aumenta y en determinado momento todos se sienten estar más en el Cielo que en la tierra.
El espíritu de Nuestra Señora sobrevuela a una altura inimaginable, sin perder el contacto con sus hijos. A cierta hora, una luz empieza a aparecer. Cuando se hace más intensa y se generaliza, se produce un estallido armónico y perfumado. Los ángeles cantan, Nuestra Señora está recogidísima, como en el instante en que ocurrió la Encarnación del Verbo en su seno purísimo o cuando Ella sostuvo en sus manos al Niño Jesús, tras haber dado a luz, y sus miradas por primera vez se cruzaron.
Todo esto nos lo imaginamos con cuidado, para evitar caer en error. Nunca debemos conjeturar algo que no esté de acuerdo con la doctrina de la Iglesia basada en las Escrituras, la cual fue redactada bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sin embargo, nuestra alma puede suponer cosas que alimenten su propio fervor y nos proporcionen la idea de cómo los hechos habrían pasado.
“Grand Retour”, el Pentecostés de nuestros días
Si hubiera hoy un milagro semejante al de Pentecostés , ¿qué ocurriría?
Un dato fundamental distingue nuestra época de aquella. En tiempo de Jesucristo existía el mal, como lo prueba la Pasión y Muerte de Nuestro Señor tramada por sus adversarios, que habían sido reprobados por el Redentor con vehemencia en sus predicaciones. Existía el mal, pero no la Revolución.1 Ésta es una forma organizada, articulada, estructurada del mal, como si fuera un país invisible. Se encuentra por todas partes, trama contra el bien y procura atacar todo cuanto lo represente.
Si en nuestros días sobreviniera un fenómeno parecido al de Pentecostés, tendríamos que imaginar —con cuánta alegría— a los ángeles aplastando a la Revolución por todo el mundo. Sería entonces nuestro “Grand Retour”,2 una conversión completa, un total repudio a todo el mal que habríamos hecho, un amor entero a las virtudes y a todo el bien que estábamos llamados a practicar y a realizar. En suma, un vuelo hacia la santidad, que abarca el perfecto amor a Dios y al prójimo, con el deliberado propósito de extinguir la Revolución sobre la faz de la tierra.
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de la revista “Dr. Plinio”. São Paulo. Año VIII. N.º 86 (Mayo, 2005); pp. 20-25.