¿En quién debemos depositar nuestra esperanza?
El ser humano está dotado de “un espíritu de asociación” que le lleva a sustentarse en los otros para lograr determinado fin, como dice Cicerón en su obra La república. “Porque —continúa el mismo autor— la especie humana no es una raza de individuos aislados, errantes, solitarios: nace con una disposición que aun en medio de la abundancia de todos los objetos, y sin la necesidad de auxilios, le hace necesaria la sociedad con los demás hombres”.8 Por nuestra propia naturaleza necesitamos de alguien en quien confiar.
Es menester, no obstante, elegir muy bien a nuestros compañeros de ruta en esta tierra de exilio, como nos alerta el Espíritu Santo por la pluma de Jeremías: “Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor” (17, 5).
Pero si no se puede confiar en ningún ser humano, ¿cómo podremos avanzar, de quién debemos esperar amparo? Nuestra esperanza, enseña el Eclesiástico, debe estar siempre puesta en Dios: “Los que teméis al Señor, confiad en él, y no se retrasará vuestra recompensa. Los que teméis al Señor, esperad bienes, gozo eterno y misericordia. Porque un don eterno con alegría es su recompensa” (2, 8-9).
El mayor motivo de nuestra esperanza radica en el hecho de que el Padre ha enviado a su Hijo unigénito para redimirnos, para restaurarnos la gracia perdida por el pecado. En la persona de Cristo manifestó su infinito poder, “resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el Cielo, por encima de todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro. Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que llena todo en todos” (Ef 1, 20-23).
El mismo tiempo que Jesús es, en cuanto Dios, la meta de nuestra peregrinación terrenal, es, en cuanto hombre, el hermano, amigo y compañero en el que debemos confiar totalmente. Por lo tanto, podemos confiar en aquellos que lo siguen y hacia Él tratan de conducirnos.
María, Madre de la Iglesia y modelo de los fieles
Volvamos ahora nuestra mirada a lo alto del Calvario, cuando el Señor estaba a punto de derramar sus últimas gotas de linfa para nuestra salvación. En el auge de su agonía, “Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Luego, dijo al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’ ” (Jn 19, 26-27). De esta manera le entregaba a Ella todos los hombres como hijos, en la persona de San Juan.
La Virgen Santísima es, por consiguiente, además de Madre de Dios, Madre amantísima de cada uno de los bautizados. La incesante protección que Ella ejerce sobre quien la invoca, su mirada benigna para con el pecador arrepentido y el ardiente deseo que tiene de que alcancemos el Cielo son poderosas razones para nuestra esperanza.
Y por ser Madre de Cristo y Madre de la Iglesia,9 también es modelo de todas las virtudes para los fieles, muy especialmente en la práctica de la virtud de la esperanza. “Como la fe fue grande en María, así fue grande la esperanza. En medio de las mayores pruebas y dificultades, se abandonó completamente en las manos de Dios, confiando en Él”.10 Numerosos hechos de su vida lo demuestran.
Rasgos de la esperanza en la vida de la Virgen
El P. Gabriel Roschini,11 uno de los grandes mariólogos del siglo XX, hace un resumen general de algunos episodios de la vida de la Santísima Virgen, los cuales son rasgos de su esperanza modelar. Por ejemplo, cuando llevaba en su claustro virginal al Hijo de Dios y percibió la angustia de San José, su castísimo esposo, al ignorar el insondable arcano divino realizado en sí, Ella pensó que si a él no le había sido revelado ese acontecimiento, no sería conveniente que Ella se lo comunicase. Se calló, abandonándose en las manos de la Providencia y su confianza no fue quebrantada (cf. Mt 1, 18-20).
Otra ocasión en la que la Virgen dio una prueba luminosa de confianza en Dios fue cuando se dirigía a Belén con motivo del censo y sabía que estaba próximo el nacimiento del Niño Jesús. Emprendió el largo y fatigoso viaje desde Nazaret y no había sitio donde hospedarse. Se refugiaron en una pobre gruta, enteramente desprovista de medios humanos, su esperanza una vez más no fue defraudada, porque la ayuda divina no tardó en llegar y vino al mundo el Salvador, custodiado por los coros angélicos (cf. Lc 2, 6-7).
Poco después, otra heroica demostración de esperanza era dada por María. Por la noche, cogió al Niño en sus brazos y marchó, con San José, hacia el exilio en Egipto, aventurándose en otro viaje largo y peligroso, sin recursos materiales, para que se cumplieran las profecías (cf. Mt 2, 13-15).
En las bodas de Caná, llena de maternal atención, suplicó a su divino Hijo que sacase del apuro a los pobres recién casados al haberse quedado sin vino. Al oír de Jesús que no había llegado su hora, no perdió las esperanzas y ordenó a los sirvientes que hicieran todo lo que Él les dijera, siendo atendida en plenitud (cf. Jn 2, 1-11).
Con todo, su esperanza alcanzó el ápice cuando recibió en sus brazos el cuerpo inerte del Salvador, sin dudar un solo instante, en su extrema soledad, de que muy pronto regresaría a la vida, venciendo la muerte. Ante la aparente derrota del León de Judá, Ella esperaba con absoluta certeza la hora de la Resurrección.
“Vida, dulzura y esperanza nuestra…”
Al practicar la virtud de la esperanza, la Virgen Santísima poseía una celestial tranquilidad, proveniente de su santo abandono. Aunque le vinieran adversidades tan terribles como la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, nada la podía sacudir. En cualquier prueba, por más perpleja que fuera, María esperaba “contra toda esperanza” (Rom 4, 18).
La esperanza, no obstante, aclara el P. Roschini, “no es, ni debe ser inercia. No se debe pretender que Dios lo haga todo Él solo. La esperanza debe ser operosa. ‘Ayúdate, que Dios te ayudará’, dice el proverbio. Así fue la esperanza de María. Fue una esperanza operosa. Hizo todo lo que estaba de su parte. Actuó como si todo dependiera de Ella y confió en Dios, como si todo dependiera de Él”.12
Al poseer el don de la esperanza perfecta, la Divina Providencia pudo hacerla pasar por inmensas pruebas, convirtiéndola en modelo para la humanidad. En medio de las mayores dificultades, su confianza en Dios permanecía sólidamente apoyada en el amparo y en la fortaleza de su Señor.
Reina y Madre de la esperanza de los fieles, la Virgen María mereció ser proclamada por San Bernardo como nuestra vida, nuestra dulzura y nuestra esperanza: “vita, dulcedo, spes nostra, salve”. Y con él lo repite incesantemente la Santa Iglesia en la Salve, en todas las épocas, lugares y lenguas.
María Santísima no es para nosotros únicamente un excelente motivo para confiar: “Ella es la única razón de nuestra esperanza, de toda nuestra esperanza. Por causa de Ella nuestra vida se vuelve dulce, nuestra vida es vida. La Virgen es nuestra gran esperanza, porque es Reina y Madre de Misericordia”.13
Esperemos entonces en Ella y tengamos la certeza de que del mismo modo que Ella obtuvo de Jesús la solución para los novios de las bodas de Caná, anticipando su hora, en Ella está la solución para los desatinos de nuestro pobre mundo pecador.
1 CLAUDEL, Paul; RIVIÈRE, Jacques. Correspondance. 1907-1914. Paris: Plon-Nourrit et Cie, 1926, p. 23.
2 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. La sublime belleza moral de la Nueva Ley. In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano- Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2014, v. II, p. 96.
3 CCE 1813.
4 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la perfección cristiana. 6.ª ed. Madrid: BAC, 1988, p. 496.
5 TANQUEREY, Adolphe. Compêndio de teologia ascética e mística, n.º 1196. 4.ª ed. Porto: Apostolado da Imprensa, 1948, p. 670.
6 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Subiremos al Cielo en virtud de la Ascensión In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano- Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2014, v. III, pp. 362-363.
7 Ídem, p. 363.
8 CICERÓN. De re publica. L. I, 25.
9 Cf. CCE 963.
10 ROSCHINI, OSM, Gabriel. Instruções marianas. São Paulo: Paulinas, 1960, p. 163.
11 Cf. Ídem, pp. 163-164.
12 Ídem, p. 164.
13 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 21/5/1965.