Santísimo Cristo de la Misericordia – Iglesia de la Santa Cruz, Sevilla, España
|
Fue por amor a las almas que Nuestro Señor sufrió la Pasión. Y cuando Él desde lo alto de la Cruz, dijo “tengo sed”, todos los intérpretes están de acuerdo en decir que Jesús sentía mucha sed corporal, lo que es explicable por haber vertido tanta sangre; pero eso era un símbolo de la verdadera sed de Él que era la de almas.
Sed del alma de cada uno de nosotros. Él nos conoció individualmente, sabía ya cómo nos llamaríamos, cómo seríamos, cómo lo injuriaríamos. Sin embargo, conocía también los momentos de bondad en los cuales, tocando Él nuestras almas, nos arrepentiríamos y volveríamos al buen camino. Sabía todo y quería que nuestras almas le perteneciesen.
Es decir, que nuestras almas le fuesen fieles y la gracia pudiese vivir en ellas. Fue por tener esa sed desmedida de almas que Él sufrió también desmedidamente y vertió su sangre sin ninguna medida. Desde el primer instante, cuando agonizaba en el Huerto de los Olivos, en su Cuerpo sacratísimo comenzaron a reventarse sus primeras venas y a sudar sangre hasta el fin de su Pasión, cuando vino Longinus y lo perforó con una lanza para que saliera el resto del líquido existente en su cuerpo santísimo. ¡Nuestro Señor quiso dar y derramar todo por causa de esa inmensa sed de almas!
Si es verdad que muchas almas se pierden, también es verdad que muchas otras se salvan. Si pensamos simplemente en el mundo contemporáneo, en medio de este océano de pecados que se cometen, cuántas almas van al Cielo porque fueron bautizadas y murieron sin llegar a la edad de la razón y brillarán en el Paraíso como soles por toda la eternidad, comprenderemos cuántas almas suben al Cielo como doradas pompas de jabón que salen del fondo de la humanidad, de los extremos de la Tierra. Almas de recién nacidos bautizados cantando para siempre la Gloria de Dios.