Ante un mundo revolcado en la impiedad y en el relativismo, un verdadero católico debe fortalecer su propósito de sufrirlo todo por amor a Cristo y su Iglesia. Con esta disposición de espíritu fue como transcurrió el último Congreso Internacional de Cooperadores de los Heraldos del Evangelio.
Hijo de la Santa Iglesia! ¡Qué sublime título, qué honor incomparable! Qué glorioso es pertenecer a la única institución que ata el Cielo a la tierra y lleva a los hombres a, viviendo en este mundo, tener por hermanos a los bienaventurados y, siendo sólo criaturas, participar de la familia de Dios. ¡Oh nobleza insuperable!
Ser católico no se restringe a considerarse como tal, guardar una remota confianza en la Providencia y a creer en unas tantas verdades que la razón humana no logra explicar. Tener una fe sin convicciones, tímidamente manifestada en la Misa dominical y relegada a un plano secundario en el día a día es muy poco para quien ha sido elevado a la condición de hijo del Altísimo.
Al contrario, los cristianos necesitamos unirnos íntimamente a Nuestro Señor, como el cuerpo a la cabeza. Somos llamados a hacer de nuestra vida “una continuación y una realización de la vida de Jesús”, por eso “todas nuestras acciones deben ser una prolongación de sus acciones; hemos de ser otros Cristo en la tierra, para en ella dar continuidad a su vida y a sus obras”.1
Signo de contradicción para el mundo
Una de las descripciones más conocidas de esa forma de presencia del Señor entre los hombres la encontramos en la antiquísima Carta a Diogneto, en la cual un autor anónimo relata cómo era la vida de los cristianos a principios del segundo siglo:
“Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida”.2
“Su ciudadanía está en el Cielo”, subraya el autor. Y por eso mismo son objeto de desprecios, injurias, persecuciones… “Mi Reino no es de este mundo” (Jn 18, 36), nos enseñó Jesús. Entonces, ¿cómo causa extrañeza que sus discípulos, y la propia Iglesia establecida por Él, sean piedra de escándalo y signo de contradicción?
Al atraer a su seguimiento a los Apóstoles, el Señor no les promete una carrera brillante, sino que, por el contrario, les advierte: “Y seréis odiados por todos a causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el final, se salvará. […] Un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo; ya le basta al discípulo con ser como su maestro y al esclavo como su amo. Si al dueño de casa lo han llamado Belcebú, ¡cuánto más a los criados! […] No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la Gehena” (Mt 10, 22.24-25.28).
San Ignacio de Antioquía siendo devorado por las fieras Basílica de San Clemente, Roma
|
De hecho, quien analiza detenidamente la trayectoria de la Esposa Mística de Cristo a lo largo de los siglos difícilmente encontrará un período en el que se haya visto libre de los ataques de sus enemigos; y que sus hijos fieles hayan llevado una vida despreocupada. Esa es precisamente la señal distintiva de aquellos que quieren seguir los pasos del divino Maestro: “El que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí” (Mt 10, 38).
Sí, las páginas áureas que componen la Historia de la Iglesia están plagadas de persecuciones, luchas y sufrimientos, que la configuran cada vez más con Cristo.
Sangre de mártires, semilla de cristianos
Los primeros siglos se convirtieron en el paradigma, para todos los tiempos, de esa batalla de los cristianos contra el mundo. En sus oídos resonaba todavía con vigor el mandato de Jesús: “Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta el confín de la tierra” (Hch 1, 8).
Bajo el Imperio romano la Iglesia se extendió prodigiosamente por todo el orbe, pero también sufrió crueles y sangrientas persecuciones. “Ut christiani non sint”,3 clama Nerón en el año 64, en el primer edicto contra la Iglesia, con el cual se abría la era al mismo tiempo terrible y gloriosa de los mártires.
¿Cuántos entregaron su vida por la fe? Es imposible saberlo. Raras veces se hacían juicios individuales, las ejecuciones se daban en masa y de manera sumaria. Alrededor del año 250 el número de víctimas era tal que San Montano, antes de ser supliciado, les conjuraba a sus verdugos que, “siquiera por la abundancia de mártires, entendieran dónde estaba la verdadera Iglesia”.4
No obstante, si el antiguo enemigo pretendía exterminar a la Iglesia en su etapa naciente, enseguida vio frustradas sus esperanzas, como lo atestigua San Justino: “Se nos decapita, se nos crucifica, se nos arroja a las fieras, a la cárcel, al fuego, y se nos somete a toda clase de tormentos; pero a la vista de todos está que no renunciamos a nuestra profesión de fe. Antes bien, cuanto mayores son nuestros sufrimientos, tanto más se multiplican los que abrazan la fe y la piedad por el nombre de Jesús”.5
Las riquezas de este mundo pasan…
Impresiona ver la grandeza de alma y la generosidad de los mártires venciéndose a sí mismos, con el imprescindible auxilio de la gracia, hasta el final. Eso incluía ignorar los chantajes y las lisonjas lanzadas contra ellos para hacerlos desistir de sus propósitos, así como sufrir las terribles torturas morales que los esperaban antes de alcanzar la palma del martirio. Implicaba también un desapego absoluto de los bienes que poseían, ya fueran muchos o pocos.
En el Imperio romano había, por ejemplo, una ley que decretaba la confiscación de los bienes de quien se declarara cristiano. En tiempos en los cuales la tradición y la fortuna significaban mucho para la sociedad, esa sanción representaba una prueba durísima, mayor aún que en nuestros días. Sin embargo, preferían perder todas sus posesiones, a fin de conservar el supremo tesoro de la fe. Sabían que las riquezas de este mundo pasan y buscaban hacerse con un inagotable tesoro en el Cielo, “adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla” (Lc 12, 33).
La ilustre pluma de San Basilio registró el caso de la viuda Santa Julita, la cual estaba siendo perseguida por un hombre que quería robarle sus bienes. La infeliz mujer se presentó en el tribunal para reclamar justicia. El usurpador, no obstante, alegó contra ella su condición de cristina, que la hacía incapaz de pedir algo en juicio.
El magistrado mandó entonces que trajeran un altar y la invitó a que quemara incienso a los ídolos. La viuda le contestó: “Piérdase antes mi vida, perezcan todos mis caudales, peligre mi cuerpo mismo, antes que yo ni de obra ni de palabra cometa alguna impiedad contra aquel Dios que me creó”.6 Con esta proclamación, su causa estaba perdida y ella pasaba a la más completa miseria. Poco después, por su fe, fue condenada a la hoguera.
Al analizar el mérito de quien lo entrega todo por amor a Cristo, Orígenes agrega que cuanto mayores son los bienes terrenos a los que se renuncia para seguir al Señor, mayor es el premio obtenido en la eternidad. Y, en este sentido, esc ribe en su Exhortación al martirio: “Si llego a ser mártir, desearía también dejar hijos y campos y casas, […] a fin de recibir el céntuplo que el Señor prometió”.7
Un poco más adelante añade: “Nosotros, pobres, aun cuando fuéramos mártires, deberíamos dejar libres los primeros puestos a los ricos que, por su amor a Dios en Cristo, pisotean la engañadora gloria tan buscada por la mayor parte de la gente y pierden sus posesiones”.8
Renuncia a los lazos más afectuosos
Con todo, existía una prueba indescriptiblemente más terrible que la del desapego al oro y la plata… “¡Cuántos fueron los mártires santos que al acercarse la pasión fueron tentados con las caricias halagadoras de los suyos, que intentaban hacerlos volver a la dulzura temporal”,9 se lamenta San Agustín. Sí, para llevar al cristiano a que desistiera del camino de la santidad, muchas veces se interponían sus propios familiares.
Poco después del año 200, en Cartago, Santa Perpetua e scribe la historia de su calvario, agravado por las tentativas de su padre a que renunciara a la fe:
“Llevado de su cariño, no cejaba en su empeño de derribarme:
—Padre —le dije—, ¿ves, por ejemplo, ese utensilio que está ahí en el suelo, una orza o cualquier otro?
—Lo veo —me respondió. Y yo le dije:
—¿Acaso puede dársele otro nombre que el que tiene?
—No —me respondió.
—Pues tampoco yo puedo llamarme con nombre distinto de lo que soy: cristiana.
Entonces mi padre, irritado por esta palabra, se abalanzó sobre mí con ademán de arrancarme los ojos; pero se contentó con maltratarme. Y se marchó”.10
La joven Perpetua hacía poco que había tenido un hijo, al cual aún amamantaba; afligida por la suerte del pequeño, consiguió que lo dejaran con ella en la prisión. Al acercarse el día de su interrogatorio, recibe nuevamente la visita de su padre, cuya intención era la de convencerla como fuera:
“—Compláceme, hija mía, de mis canas; compadécete de tu padre, si es que merezco ser llamado por ti con el nombre de padre. Si con estas manos te he llevado hasta esa flor de tu edad, si te he preferido a todos tus hermanos, no me entregues al oprobio de los hombres. Mira a tus hermanos; mira a tu madre y a tu tía materna; mira a tu hijito, que no ha de poder sobrevivirte. Depón tus ánimos, no nos aniquiles a todos, pues ninguno de nosotros podrá hablar libremente, si a ti te pasa algo.
“Así hablaba como padre, llevado de su piedad, a par que me besaba las manos y se arrojaba a mis pies y me llamaba, entre lágrimas, no ya su hija, sino su señora. Y yo estaba transida de dolor por el caso de mi padre, pues era el único de toda mi familia que no había de alegrarse de mi martirio”.11
El amor filiar la movía a compadecerse de su pobre padre, y quien sabe si la tentación de abandonar la fe no le haya golpeado insistentemente a la puerta en cada palabra que salía de sus labios… Sin embargo, en ese momento crucial ciertamente resonaron en los oídos de aquella joven las palabras graves y serias de Nuestro Señor Jesucristo: “El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10, 37). Abandonándose entonces por completo en las manos de la Providencia, le respondió así Perpetua: “Allá en el estrado [del tribunal] sucederá lo que Dios quisiere; pues has de saber que no estamos puestos en nuestro poder, sino en el de Dios”.12
Privada a cierta altura de la compañía de su hijo, la valerosa madre se preocupaba día y noche con su destino, entregándolo a Dios. Pasado algún tiempo, la escena con su padre se repitió y ella, con el corazón sangrando, pero inalterable en su convicción, venció una vez más la prueba. Sus líneas, no obstante, concluyen en la duda y en la incerteza en cuanto al futuro.
Le cupo a otro —según algunos, a Tertuliano— conservar el conocimiento de su muerte: estando ya en el anfiteatro a la espera de la muerte, Perpetua llamó a su hermano y, deseando en ese momento supremo que los demás siguieran el mismo camino de renuncia del cual ella llegaba al término, le dijo: “Permaneced firmes en la fe y amaos los unos a los otros y no os escandalicéis de nuestros sufrimientos”.13
Paciencia, serenidad y alegría en la prueba
Siendo el Rey del universo, Nuestro Señor Jesucristo aceptó, por amor a nosotros, ser herido en todos sus derechos, despojado de todos sus honores, cargado de ignominias y reducido a reo, poniéndose en una situación inferior incluso a la de un esclavo (cf. Flp 2, 7-8).
A ejemplo y semejanza suya, eran exigidas de los primeros cristianos la completa renuncia de los bienes terrenos y una heroica disposición de sufrirlo todo por amor al divino Maestro. Al enfrentar tormentos y privaciones, brillaban ante el mundo como lumbreras; comportándose de forma íntegra e irreprensible en medio de una sociedad depravada, mostraban la grandeza de ser hijo de Dios (cf. Flp 2, 15).
Santa Perpetua, por Luis Borrasa Museo Episcopal de Vic (España)
|
La fidelidad a su fe llevó a muchos cristianos a prisión, y quien hoy tiene la oportunidad de conocer lo que, por aquel entonces, servía de cárcel, queda horrorizado al oír las narraciones sobre la paciencia, serenidad y alegría con las que allí permanecían.
Entre los que dejaron a la Historia sus impresiones con respecto al tiempo que estuvieron encarcelados se encuentran los mártires Lucio y Montano: “Y así bajamos al abismo mismo de los sufrimientos como si subiéramos al Cielo. Qué días pasamos allí, qué noches soportamos, no hay palabras que lo puedan explicar. No hay afirmación que no se quede corta en punto a tormentos de la cárcel y no hay posibilidad de incurrir en exageración cuando se habla de la atrocidad de aquel lugar. Mas donde la prueba es grande, allí se muestra mayor aquel que la vence en nosotros, y no cabe hablar de lucha, sino, por la protección del Señor, de victoria”.14
Tan unidos, sin embargo, estaban a Cristo que, más adelante, estos mismos mártires manifiestan no sólo resignación, sino entusiasmo de cara a las atrocidades que los acompañaban cada día, y exclaman a propósito de una ocasión en la que creían que estaban siendo llevados para la muerte:
“¡Oh día alegre y gloria de nuestras cadenas! ¡Oh ataduras que nosotros habíamos deseado con toda nuestra alma! ¡Oh hierro, más honroso y precioso que el oro óptimo! ¡Oh estridencia aquella del hierro, que rechinaba al ser arrastrado por encima de otros hierros! […] Todavía no había llegado la hora de nuestro martirio. De ahí que, derribado el diablo, volvimos victoriosos a la cárcel y fuimos reservados para una nueva victoria. Vencido, pues, el diablo en esta batalla excogitó nuevas astucias, tratando de tentarnos por hambre y sed, y en verdad que esta batalla suya la supo conducir fortísimamente durante muchos días”.15
Llevados finalmente para el suplicio, los mártires pasan aún por una última prueba: contemplar ante sí toda la multitud burlona, que ríe y se divierte con sus dolores y se alegra con su muerte. ¡Cuántos cristianos no habrán encontrado en medio a ese público hostil el más dilacerante de los padecimientos del alma, es decir, el desprecio y odio de antiguos amigos y familiares que, sordos a cualquier explicación, prefieren asistir a la destrucción de sus vidas a admitir que sigan a Cristo! Y, hasta el final, desafían al mundo, volviéndose dignos del Cielo.
La Palabra fue sembrada, pero no dio fruto
No todos los cristianos, sin embargo, enfrentaban el tribunal con el desapego de la viuda Julita, el heroísmo de Perpetua o el entusiasmo de Lucio y de Montano. Estaban los que preferían el mundo a Cristo, las tinieblas a la luz, y, despreciando el Cielo ofrecido a ellos, se hundían en el barro de la apostasía.
En un escrito atribuido a Tertuliano se cuenta, por ejemplo, el caso de un senador que “de la religión cristiana volvió a la esclavitud a los ídolos”. Y el autor le interpela: “Después de haber atravesado el umbral de la verdadera ley, después de haber conocido a Dios durante años, ¿por qué conservas lo que deberías dejar y rechazas lo que deberías guardar?”.16
¿Cómo se explica tamaña defección en alguien que, habiendo sido sepultado con Cristo por el Bautismo, estaba llamado a resurgir de entre los muertos como Él (cf. Rom 6, 4)?
Buena parte de esos renegados habían sido, sin duda, cristianos sinceros, pero superficiales. Y por eso la semilla de la Palabra lanzada en su interior no fructificó.
Muchos de ellos eran terrenos pedregosos, que acogieron la Buena Nueva con alegría, pero sin permitir que creara raíces profundas en su espíritu. En cuanto les sobrevenía una tribulación o una persecución, enseguida sucumbían (cf. Mt 13, 20-21).
Otros de los que cayeron en la apostasía permitieron que los afanes de la vida y la seducción de las riquezas ahogaran la buena semilla que había crecido con fuerza en sus almas, haciéndola estéril (cf. Mt 13, 22).
Tan sólo aquellos que escucharon la Palabra y la entendieron —es decir, la amaron y pusieron en práctica— dieron fruto: “ciento o sesenta o treinta por uno” (Mt 13, 23).
Otras formas más sutiles y eficaces de persecución
Para los fieles de nuestros días, los cristianos de los primeros siglos se presentan como modelos de radicalidad evangélica. Su eximia fidelidad a la fe los condujo a enfrentar los mayores tormentos y regar con su sangre bendita los fundamentos de la Santa Iglesia.
Congresistas asistiendo a una de las exposiciones en el auditorio del seminario menor de los Heraldos, Caieiras, 27/7/2019
|
Improbable es que nosotros, hijos de la Iglesia en el siglo XXI, seamos llevados a un Coliseo para servir de alimento a las fieras hambrientas. Y, aunque existen persecuciones cruentas a los cristianos en países de Asia o de África, parece inverosímil que horquillas incandescentes dilaceren nuestras carnes si nos negamos a ofrecer incienso a los dioses de piedra.
Pero hay otras formas más sutiles y eficaces de persecución, de las cuales el demonio se sirve hoy a torrentes. En un mundo que aparentemente rinde culto a la paz, la comprensión y el diálogo, se vuelve cada vez más difícil ser católico auténtico. Defender públicamente los valores perennes de la Iglesia, reflejados en el Catecismo, puede suponer que seamos denunciados ante un tribunal. Elegir un buen colegio para nuestros hijos o buscar un entretenimiento que no hiera la moral cristiana exige un esfuerzo y una pericia que no están al alcance de todas las familias.
A cada instante somos invitados a echar pequeños o grandes puñados de incienso a los pies de los nuevos dioses paganos, cuyos nombres no son Júpiter, Baco o Diana, sino deshonestidad, mentira y relativismo. Para muchos de nosotros, practicar la religión y cumplir los Mandamientos puede convertirse en un prolongado martirio, más horrible bajo ciertos aspectos que el de los primeros cristianos.
Excelsa invitación para los días actuales
Ese fue precisamente el fondo de cuadro del Congreso de Cooperadores de los Heraldos del Evangelio realizado el último mes de julio. Procedentes de Europa, Asia, África y de todos los rincones de las Américas, durante tres días pudimos satisfacer en algo nuestra apetencia por las maravillas del Cielo y, juntos, sorber fuerzas para perseverar en el noble propósito de ostentar nuestro amor a la Santa Iglesia y a servirla.
Siguiendo un programa apretado, las exposiciones se alternaban con momentos de adoración al Santísimo Sacramento, participación en la Santa Misa y rezo del Rosario en conjunto. Todo contribuía a que nos sintiéramos hermanados en un mismo ideal y dispuestos a todos los esfuerzos para responder con generosidad a la voz del divino Maestro.
Entrada solemne de la imagen de Nuestra Señora del Buen Suceso al comienzo del Congreso, 26/7/2019
|
Por medio de su gracia, Jesús llamaba a cada uno de nosotros a dar testimonio de Él ante el mundo. Nos invitaba a ser mártires de la ortodoxia, confesores de la verdadera doctrina, defensores de la moral católica multisecular y fieles seguidores del magisterio, aunque eso suponga dejarnos crucificar con Él, como lo hicieron los primeros cristianos.
En esos días se nos fue desvelando también el horizonte insondable de la misericordia divina, en la cual reposan confiados todos los que a Cristo se entregan sin reservas. Si Él les pide mucho a sus soldados y siervos, es porque les ofrece en contrapartida una recompensa demasiadamente grande: “No hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, que no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más —casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones— y en la edad futura, vida eterna” (Mc 10, 29-30).
Seguros del auxilio de la gracia, concedida con especial abundancia a quien se pone bajo los cuidados de la Virgen Santísima, salimos de allí fortalecidos y dispuestos a dar nuevos y decisivos pasos en la edificación del Reino de María en nuestras almas. Pues antes que Ella triunfe sobre todo el orbe, como lo anunció en Fátima, es necesario que reine en nuestros corazones.
Junto a Ella, nada debemos temer. Por mayores que sean nuestra flaqueza y nuestra inconstancia, la victoria está garantizada por la promesa de Cristo: “Tened valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).
1 SAN JUAN EUDES. La vie et le royaume de Jésus dans les âmes chrétiennes. In: OEuvres Complètes. Paris: Gabriel Beauchesne, 1905, v. I, p. 166.
2 CARTA A DIOGNETO, n.º 5: PG 2, 1174-1175. 3 Del latín: “No deben existir los cristianos”.
4 MARTIRIO DE LOS SANTOS MONTANO, LUCIO Y COMPAÑEROS, n.º 14. In: RUIZ BUENO, Daniel (Ed.). Actas de los mártires. 5.ª ed. Madrid: BAC, 2003, p. 813.
5 SAN JUSTINO DE ROMA. Diálogo com Trifão, n.º 110. 2.ª ed. São Paulo: Paulus, 2014, p. 177.
6 SAN BASILIO MAGNO. Homilia in martyrem Iulittam, n.º 2: PG 31, 239.
7 ORÍGENES. Exhortatio ad martyrium, n.º 14: PG 11, 582.
8 Ídem, n.º 15, 583.
9 SAN AGUSTÍN. Sermón 284, n.º 2. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 1984, v. XXV, p. 100.
10 EL MARTIRIO DE LAS SANTAS PERPETUA Y FELICIDAD, n.º 3. In: RUIZ BUENO, op. cit., p. 421.
11 Ídem, n.º 5, pp. 424-425.
12 Ídem, p. 425.
13 Ídem, n. 20, p. 438.
14 MARTIRIO DE LOS SANTOS MONTANO, LUCIO Y COMPAÑEROS, op. cit., n.º 4, pp. 804-805.
15 Ídem, n.º 6, p. 806.
16 TERTULIANO. Ad senatorem, c. 2: PL 2, 1106.