Pocas situaciones son tan dignas de conmiseración como la de un náufrago, lanzado por las olas en la playa de algún islote desierto, solo, perdido en pleno océano. Este pobre accidentado enfrenta entonces la funesta perspectiva de un número indeterminado de años de soledad, que —históricamente— muchas veces terminan en locura.
La Coronación de la Virgen – Iglesia de San Ignacio de
Loyola, San Sebastián (España).
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Esto es debido a que uno de los instintos más arraigados del ser humano, el de sociabilidad, mueve al hombre a tratar de vivir en compañía de sus semejantes, no sólo por una cuestión de mejorar su calidad de vida, sino sobre todo por una necesidad fundamental de complementarse a través de la convivencia. Así se forman las sociedades, cuyo principio básico de funcionamiento se caracteriza por la reciprocidad: damos a los demás y de ellos esperamos recibir.
Ahora bien, poco a poco, por el hecho de que el hombre no es un robot, de la buena relación de los seres humanos entre sí surge como correlación, pero ya con ciertos rasgos de excelencia, la amistad. En función de ésta, resultado de circunstancias tan variadas como complejas, las personas se vuelven capaces de actuar desinteresadamente unas por las otras, aun cuando unidas, no por un fin sublime, sino por mera afinidad.
Sin embargo, cuando entra en escena la religión, especialmente la fe, la amistad natural da paso a la unión sobrenatural, es decir, aquella que está afirmada sobre un ideal eterno. El hombre colocado a ese nivel llega a ser capaz, no sólo de desinteresarse por sí mismo, sino a sacrificarlo todo por aquellos a quienes ama. Únicamente de esta manera la amistad alcanza su perfección. La historia de los grandes santos —algunos de ellos retratados en estas páginas— nos presenta testimonios vivos de esa realidad, auténticos ejemplos de unión sobrenatural a ser imitados por nosotros.
La relación fundador-discípulo eleva esa unión a un nuevo escalón de excelencia, puesto que a la amistad sobrenatural, hecha de desinterés y de holocausto, es añadida la sumisión en la obediencia a la voluntad de Dios manifestada a través de una persona unida a Él. En este caso, el elemento nuevo consiste en el hecho de que el hombre, sin aniquilar su propia voluntad, renuncia espiritualmente al libre uso de ella, poniéndola por entero en Dios en las manos de otro, al que reconoce superior a sí mismo por estar más cerca del Creador.
El ejemplo más grande de esto que la Historia jamás haya conocido se dio en la Santísima Virgen, la cual alcanzó la más gloriosa cima de santidad posible en una mera criatura. ¿Y qué decir de sus amistades? Basta que consideremos el hecho de que, estando integrada por designio divino en la unión hipostática relativa, participó desde el instante de su concepción en la altísima y beatísima sociedad constituida por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo…
Así, pues, toda sociedad humana, al igual que cualquier amistad entre los hombres, debe tender hacia ese punto de máxima excelencia, el cual se encuentra al alcance de todos los que, esforzándose por vivir conforme a la voluntad de Dios en la tierra, merecerán entrar en la bienaventuranza celestial. Esto, y sólo esto, es vida; el resto es cautiverio. Por la admiración de estas realidades empezaremos a disfrutar, ya aquí abajo, de la gloria de allí arriba, nuestra meta.