Es tremenda la paradoja de nuestra voluntad, descrita por San Pablo a los romanos: “No hago lo que quiero sino lo que aborrezco”… ¿Cómo entender esa misteriosa fuerza dentro de nosotros, que parece querer y no querer el bien, a la vez?
En Dios, la bondad y el querer son idénticos a su Ser. Así, Él sólo puede querer el bien. En cuanto a las criaturas, todas tienen una característica común, lo que refleja esa perfección divina: un amor o inclinación hacia el bien, en cada ser, según su naturaleza.1
Con todo, las plantas y los animales, al ser irracionales, no tienen sino bienes finitos como objeto de su actuar; nunca alcanzan el Bien supremo —Dios—, pues no son capaces de conocerlo. Esta posibilidad únicamente les ha sido concedida al ángel y al hombre, porque tienen naturaleza racional.
El ser humano comprende el lenguaje de los símbolos y, así, el universo le habla de Dios. Además, al ver el bien finito de los seres, concibe la existencia de un bien infinito y lo desea con toda su voluntad. Por eso, Santo Tomás declara que “sólo el bien universal puede calmar la voluntad del hombre. Ahora bien, esto no se encuentra en algo creado, sino sólo en Dios, porque toda criatura tiene una bondad participada. Por tanto, sólo Dios puede llenar la voluntad del hombre”.2
Dios requiere una libre cooperación de las naturalezas inteligentes
Es necesario tener en vista que, en esta vida, nuestra naturaleza —y por lo tanto nuestra voluntad— no está en su perfección última, sino en estado de prueba. Dios —que en la creación actúa para su mayor gloria— creó las cosas naturales en estado incompleto, y estas tienden a llegar a su plenitud a través de diversos procesos, según su naturaleza.
Por ejemplo, de una insignificante semilla vemos que brota una gran secuoya.
Pero tales entes no tienden a su finalidad libremente y por sí mismos.
Dios requiere de las naturalezas inteligentes solamente una libre cooperación para que alcancen su fin: la eterna bienaventuranza.
Las plantas y los animales, al ser irracionales, no tienen sino bienes finitos como objeto de su actuar; nunca alcanzan el Bien supremo, pues no son capaces de conocerlo.
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Por lo que respecta a la naturaleza angélica, el definitivo perfeccionamiento (o su rechazo y perdición) se dio en un único acto de la voluntad, inmediato e irreversible. No es lo que ocurre con el hombre. Como explica el Doctor Angélico, “por su naturaleza, el hombre, al igual que el ángel, no es capaz de conseguir la última perfección inmediatamente.
Por eso, para merecer la bienaventuranza le ha sido dado un camino más largo que al ángel”.3
Otro punto clave a tener en cuenta es que la naturaleza humana, en su composición, es la más compleja de todas las criaturas, por causa de las diversas naturalezas en ella contenidas.
“Por estar en los límites entre las criaturas espirituales y corporales”, observa Santo Tomás, “en ella concurren tanto las potencias de unas como las de las otras”.4
El mal nunca es amado sino bajo razón de bien
En el estado de justicia original, en el Paraíso, el hombre no sufría ninguna interferencia de su naturaleza compuesta. Antes del primer pecado gozaba del don de integridad, por el que vivía en pleno equilibrio interior —entre su razón, voluntad y sensibilidad— y en perfecta armonía con la voluntad de Dios. Al ceder a la tentación del demonio y levantarse su propia voluntad contra la expresa voluntad de Dios, pecó.
El orden anterior fue roto y, por castigo, el don de integridad, ese equilibrio perfecto, le fue retirado. Como resultado, toda su descendencia —incluso siendo lavada del pecado original mediante el Bautismo— permanece con el efecto evidente de ese pecado en su naturaleza.5
San Francisco de Sales afirma que nuestra voluntad ha quedado sujeta fácilmente a los caprichos de los apetitos inferiores: “el pecado debilitó más la voluntad humana que oscureció el entendimiento, la rebelión del apetito sensual, al que llamamos concupiscencia, perturba ciertamente el entendimiento, pero va contra la voluntad, que incita principalmente a la rebeldía”.6
Aún así, asevera Sertillanges, la voluntad no puede dejar de querer el bien en su sentido universal, pues es el objeto mismo conforme su naturaleza.
“La voluntad no puede escapar a eso, y como cualquier acción, en el fondo, no es sino una manifestación de la naturaleza, en toda acción que es fruto de la voluntad, se puede ver la marca del bien y su influencia”.7 Por lo tanto, aun cuando el hombre peca, le da al pecado una apariencia de bien, pues “el mal nunca se ama sino bajo la razón de bien, esto es, en cuanto es bueno bajo algún aspecto y se le aprehende como bueno en absoluto”.8 Y añade Santo Tomás: “de este modo el hombre ama la iniquidad, en cuanto por la iniquidad se consigue algún bien, por ejemplo, placer, dinero o algo semejante”.9
Para que la voluntad humana sea buena
Por el hecho de estar esclarecido por una inteligencia ordenada a lo universal, el deseo de la voluntad naturalmente es, en cierto sentido, infinito, por causa de la infinitud de su objeto. Ante cualquier bien limitado, según nos lo elucida Garrigou- Lagrange, “la inteligencia, al verificar inmediatamente el límite, concibió un bien superior y, naturalmente, ese bien es deseado por la voluntad”.10
Ahora, si la voluntad no dirige el enorme ímpetu de su querer —un amor espiritual a Dios—, termina por transferir toda la amplitud de éste a los bienes sensibles. Pero como tiene deseo de infinito, pasa a ser atraída por un abismo implacable: “la concupiscencia que no es natural, la del hombre depravado, no tiene límites; de ahí vienen, a veces, las querellas sin fin entre los individuos y las guerras interminables entre los pueblos. El avariento es insaciable, así como el hombre del placer o aquel que aspira siempre a dominar”. 11
Para que la voluntad humana sea buena, dice Santo Tomás, debe alcanzar su propia medida, conformándose con la voluntad divina. Esto porque “lo que es primero en cualquier género, es medida y razón de todas las cosas que son de ese género”. 12 El quid del ideal moral consiste en esa conformidad y constituye la mayor prueba de nuestra voluntad.
“La conformidad más real, más íntima, más profunda”, observa Tanquerey, “es la que existe entre dos voluntades”. 13 Y Dios quiere establecer con nosotros exactamente esa estrecha afinidad. En su bondad, también nos proporciona, en el Evangelio, un ejemplo vivo, sublime e insuperable de cómo alcanzar esa feliz condición.
“No se haga mi voluntad, sino la tuya”
La rica variedad entre los relatos de los Santos Evangelistas es, sobre todo, evidente en los textos de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. El Evangelio de San Mateo, por ejemplo, cuando describe la agonía de Cristo en el Huerto del Getsemaní, es el único que menciona tres súplicas distintas —aunque esencialmente idénticas— hechas por Jesús.
“Y adelantándose un poco, cayó con el rostro en tierra, orando así: ‘Padre mío, si es posible, que pase lejos de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya'” (Mt 26, 39). Tras interrumpir su oración para amonestar y llamar a la oración a sus discípulos que se encontraban durmiendo, “Se alejó por segunda vez y suplicó: ‘Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, que se haga tu voluntad'”. (Mt 26, 42). Seguidamente, cuando llamó a sus tres compañeros nuevamente dormidos, “se alejó de ellos y oró por tercera vez, repitiendo las mismas palabras” (Mt 26, 44).
En el Bautismo las virtudes infusas son proporcionadas a las potencias humanas para perfeccionar la naturaleza.
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De los otros evangelistas, solamente San Lucas alude a ese episodio, pero hace referencia a una única súplica, aunque añade el conmovedor detalle del sudor de sangre, tan profusa que escurrió por la tierra (cf. Lc 22, 44). Dada la forzosa brevedad observada por los evangelistas, cualquier repetición parecería que invita al lector a una atención toda especial. San Juan Crisóstomo llega a afirmar que es siempre una demostración especialísima de la verdad, una triple repetición en el lenguaje de los Evangelios. 14 ¿Cuál es la admirable lección que el divino Espíritu Santo nos quiso dar al inspirar a San Mateo a subrayar esa triple renuncia de Jesús a su propia voluntad así como la aceptación incondicional de la voluntad del Padre?
Con las palabras, “No sea hecho lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres”, o entonces, en las palabras transmitidas por San Lucas: “Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42), el Salvador manifiesta una actitud constante durante su vida. Así, leemos: “Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me envió y llevar a cabo su obra (Jn 4, 34); “Lo que yo busco no es hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me envió” (Jn 5, 30); “Porque he bajado del Cielo, no para hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me envió” (Jn 6, 38). El ofrecimiento en el Monte de los Olivos, no es sino una culminación de esta sumisión continua.
En Cristo hay dos voluntades
Asegura aún Santo Tomás que es necesario afirmar que, habiendo el Hijo de Dios asumido una naturaleza humana perfecta, y perteneciendo la voluntad a la perfección de esta, asumió también una voluntad humana.
Con todo, cuando asumió nuestra naturaleza no sufrió ninguna disminución en cuanto a su naturaleza divina, a la que le compete tener voluntad: “Y por eso es necesario poner en Cristo, además de la voluntad divina, una voluntad humana”.15
De este modo, al pronunciar las palabras “mi voluntad”, Jesús podía, con toda propiedad, hablar de su voluntad divina. No obstante, el Señor hablaba de su voluntad humana, como queda claro por el contexto, pues “Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres” (Flp 2, 6-7).
Así, sirviéndose de su naturaleza humana, siendo de nuestro propio género, Jesús se hizo un modelo para nosotros, para que seamos más prontamente movidos a seguirlo. Si Él —como Dios igual al Padre y como hombre completamente sin culpa—, libre y amorosamente, sometió su voluntad humana a la voluntad del Padre, es imposible dudar de la necesidad que la humanidad haga lo mismo.
Pero, ¿cómo adecuar nuestras pobres voluntades con la de Aquel que declara: “Así como el cielo se alza por encima de la tierra, así mis caminos sobrepasan vuestros caminos” (Is 55, 9)? Especialmente después de la contaminación del pecado original, pues sólo tenemos la posibilidad de actuar establemente según la Ley de Dios con el auxilio de la gracia. De igual manera, sólo por la influencia de una virtud especial estamos capacitados a conformar nuestras voluntades a la del Padre, a ejemplo de Jesús, movidos por amor sobrenatural.
Caridad y santo abandono al beneplácito divino
La sumisión de la voluntad humana a la voluntad divina fue una constante en la vida de Nuestro Señor Jesucristo. “La oración en el Huerto”, Fra Angélico – Museo de San Marcos, Florencia
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En el Bautismo, junto con la gracia santificante, las virtudes infusas son proporcionadas a las potencias humanas para perfeccionar la naturaleza. Entre esas virtudes, la caridad corresponde a la voluntad, y la lleva al acto sobrenatural de amor a Dios. Según comenta San Juan de la Cruz, éste es el grado más alto de unión transformante: “cuando las dos voluntades, conviene a saber, la del alma y la de Dios, están en uno conformes, no habiendo en la una cosa que repugne a la otra. Y así, cuando el alma quitare de sí totalmente lo que repugna y no conforma con la voluntad divina, quedará transformada en Dios por amor”.16
De esta forma, incluso en la sumisión necesaria a la llamada voluntad significadade Dios, abarcando los preceptos expresos establecidos por Él, es la caridad la que nos mueve a renunciar a lo prohibido y a obedecer a los decretos divinos, de modo ideal.
Sin embargo, en la conformidad a la voluntad de beneplácito de Dios brilla una generosidad y amor aún mayores, pues la práctica de la ley es algo mensurable y siempre claro, pero el santo abandono al beneplácito divino exige una flexibilidad y confianza sin medida, porque a través suya se adhiere, por amor, a Aquel que aún ni se conoce ni entiende plenamente; se adhiere, en fin, a todo el plan de Dios a nuestro respecto, sencillamente porque Él quiere, a pesar de la aversión espontánea que nuestra naturaleza sensitiva puede presentar.17
“Venga tu Reino, que se haga tu voluntad en la Tierra como en el Cielo”
Las palabras del Señor en el Huerto de los Olivos reflejan el modelo más perfecto de esta disposición de alma, conforme lo enseña San Agustín, refiriéndose al Cuerpo Místico de Cristo: “Esta expresión de la cabeza, es la salvación de todo el cuerpo. Esta expresión instruye a todos los fieles, anima a los confesores y corona a todos los mártires. Porque ¿quién podría vencer los odios mundanales, el ímpetu de las tentaciones, y los terrores de la persecución, si Jesucristo no hubiera dicho a su Padre en todos y por todos: ‘Hágase tu voluntad'? Aprendan, pues, esta voz todos los hijos de la Iglesia, para que cuando la adversidad sobreviene fuertemente, vencido el temor del espanto, soporten con resignación cualquier clase de sufrimientos”.18
De manera que hay una solución al problema de la voluntad humana, tan confundido por el desorden de la naturaleza caída con la cual nacemos y el mundo sumergido en el pecado en que vivimos, dando lugar a la esperanza de vida eterna. Pues, según las consoladoras palabras de San Juan Evangelista, “el mundo pasa, y con él, sus deseos. En cambio, el que cumple la voluntad de Dios permanece eternamente” (1 Jn 2, 17).
Para animarnos aún más, el divino Maestro afirmó que tenía un lazo de unión tan fuerte como el de familia con quien sigue este camino: “Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el Cielo, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12, 50). Así, fue Él mismo quien nos enseñó a preparar, aún en esta tierra, las condiciones para establecer el Reino de Dios, el cual no es sino una conformidad de todas las voluntades a la voluntad divina, haciendo este mundo semejante al Paraíso: “Venga tu Reino, que se haga tu voluntad en la Tierra como en el Cielo” (Mt 6, 10).
1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica , I-II, q. 1, a. 2.
2 Ídem, I-II, q. 2, a. 8 .
3 Ídem, I, q. 62, a. 5, ad. 1.
4 Ídem, I, q. 77, a. 2.
5 Cf. Ídem, II-II, q. 164, a. 1.
6 SAN FRANCISCO DE SALES. Tratado del Amor de Dios. L. I, c. 17.
7 SERTILLANGES, Antonin- Gilbert. S. Thomas d'Aquin. 4ª ed. Madison: Alcan, 1925, v. II, p. 207.
8 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica , I-II, q. 27, a. 1, ad. 1.
9 Ídem, ibídem.
10 GARRIGOU-LAGRANGE, Réginald. O homem e a eternidade . Lisboa: Aster, 1959, p. 22.
11 Ídem, p. 17.
12 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica , I-II, q. 19, a. 9.
13 TANQUEREY, Adolfe. Compêndio de Teologia ascética e mística . 6ª ed. Porto: Apostolado da Imprensa, 1961, p. 238.
14 Cf. SAN JUAN CRISÓSTOMO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea, v. II: San Mateo, c. XXVI, v. 39-44.
15 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica , III, q. 18, a.1.
16 SAN JUAN DE LA CRUZ. Subida del Monte Carmelo, L. II, c. 5.
17 Cf. GARRIGOU-LAGRANGE, Réginald. La Providencia y la confianza en Dios. 2ª ed. Buenos Aires: Desclée de Brouwer, 1942, pp. 201-203.
18 SAN AGUSTÍN, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea, v. II: San Mateo, c. XXVI, v. 39-44.