Si el perfume no se desvanece por el aire, impregnándolo con su rico olor, no sirve para nada: envejece y es desechado, sin cumplir su finalidad…
Callaos, callaos! —repetía el sacerdote, mientras tocaba con su bastón las florecillas que cubrían el prado junto al camino. He aquí cómo San Pablo de la Cruz trataba de contener sus arrobamientos de amor a Dios cuando salía a pasear en primavera, porque las mimosas flores del campo le hablaban con irresistible elocuencia, proclamando la perfección infinita del Creador. Sin palabras ni voces que pudieran oírse, sino simplemente por su hermosura y perfume, extasiaban al santo; y para no desmayarse de embeleso, se veía obligado a pedirles silencio…
Si este pequeño episodio evidencia cómo “por la grandeza y hermosura de las criaturas se descubre por analogía a su Creador” (Sb 13, 5), existe, no obstante, otro aspecto en el cual pocas veces prestamos atención: el cuidado de Dios en la creación de nuestro cuerpo al dotarlo de sentidos. Por medio de ellos podemos no sólo entrar en contacto con las cosas materiales, sino también elevarnos hacia las sobrenaturales. Un espléndido paisaje, sonidos armoniosos o algún sabroso alimento a menudo sirven de instrumento para recordarnos verdades superiores.
suaves fragancias elaboradas por manos humanas. Fruto del talento o de la labor de los perfumistas, son elementos agradables a nuestro olfato y a nuestra alma, especialmente cuando se vuelven un pretexto para que nuestro ángel de la guarda nos inspire buenos pensamientos, invitándonos a reflexionar sobre la frescura de la pureza, sobre el candor de la inocencia o la limpidez de un corazón justo. Por lo tanto, no es extraño que excelentes aromas sean útiles para acercarnos a Dios, como dice la casta esposa del Cantar de los Cantares: “¡Qué exquisito el olor de tus perfumes; aroma que se expande es tu nombre!” (Ct 1, 3).
Sin duda, ésa fue una de las razones por las que, en el Antiguo Testamento, Él mismo instruyó a Moisés en la preparación de la mezcla odorífera para la unción de los sacerdotes y de los objetos sagrados (cf. Ex 30, 22‑25), así como del incienso aromático que todos los días, por la mañana y por la tarde, debía ser quemado en el altar de los perfumes (cf. Ex 30, 34‑36). De este modo, los fieles podían alabarlo dignamente y, al mismo tiempo, hacerse una idea de las delicias eternas.
Pero si consideramos los perfumes desde otro ángulo, sacaremos una lección de ellos. Basta pensar en una exquisita fragancia guardada en un valioso frasco de cristal. Si cobrase vida y empezase a pensar, ¿acaso preferiría quedarse para siempre dentro de ese “palacio de vidrio”, en una existencia tranquila, en lugar de desvanecerse por el aire, impregnándolo con su precioso olor? Evidentemente que no, porque está en su naturaleza el perfumar.
Ahora bien, todos los bautizados, “somos la fragancia de Cristo al servicio de Dios, tanto entre los que se salvan, como entre los que se pierden” (2 Co 2, 15). He aquí la gran vocación del cristiano: difundir por todo el mundo el sublime olor de Jesucristo, recordándole a los hombres que su destino es la eternidad y que en función de ésta se ha de vivir.
Un hijo de la Iglesia nunca será como un bálsamo embotellado, temeroso de expandirse para no perder sus comodidades. ¡Muy por el contrario! De su generoso corazón, siempre dispuesto a lanzarse a toda clase de heroísmo, emanan la fe, la esperanza y la caridad, que, adentrándose en el universo entero, conquistan almas para el Reino de los Cielos y suben hasta el trono de Dios como ofrenda de agradable aroma.