Cuando se considera la figura del cardenalato, máximo grado de honor y de responsabilidad en la Iglesia católica después del papado, enseguida se piensa en el conclave, durante el cual los purpurados reunidos eligen al futuro Sucesor de Pedro. Sin duda alguna, esa altísima misión justifica todas las formas de respeto, pues sobre los hombros de cada uno pesa el encargo de ser instrumento del Espíritu Santo para la elección del Pastor del rebaño de Cristo.
El cardenal Müller visita a los Heraldos
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No obstante, ser cardenal —del latín cardenalis, es decir, principal— es algo mucho más amplio. Los cardenales tienen por misión asistir al Papa en el gobierno de la Iglesia y por ese motivo le atañe al Santo Padre escogerlos en razón de la dignidad que ya poseen y que el mero nombramiento para el cargo jamás podrá acrecentarles. En los comienzos de la Iglesia, le correspondía al clero de la Urbe en su conjunto la incumbencia de elegir al Obispo de Roma. Por eso, conservando esta antiquísima tradición, todo cardenal recibe, al ser nombrado, el título de una iglesia de la Ciudad Eterna.
Más tarde, la influencia que el futuro San Gregorio VII ejerció sobre su predecesor, el Papa Nicolás II, lo llevó a establecer que la responsabilidad de la elección del Sumo Pontífice recayera exclusivamente sobre los cardenales-obispos, cabezas de las siete diócesis suburbicarias, con el auxilio de los cardenales-presbíteros y de los cardenales-diáconos. A partir de entonces los cardenales pasaron a tener un relieve especial por encima de los demás obispos, por mucha importancia que tuvieran sus diócesis.
Desde 1962 todo el que es nombrado cardenal debe recibir el episcopado, salvo por dispensa papal. Por lo tanto, mientras los obispos son considerados Sucesores de los Apóstoles, los cardenales son llamados también Príncipes de la Iglesia, y no se trata de un título meramente honorífico, sino real.
Ser cardenal constituye, en sí mismo, una función de máxima transcendencia. A los miembros del Sacro Colegio les compete ser modelos en la Iglesia. Además, a ellos les están confiadas la dirección de los dicasterios del Vaticano y la representación del Santo Padre como legados pontificios.
Esa inmensa responsabilidad también se ve aumentada en nuestros días a causa de la crisis de fe que asola el mundo. La falta de arquetipos, la quiebra de los paradigmas y el abandono de principios hasta ahora considerados inmutables, hacen que una confusión creciente se apodere de las mentes, de las instituciones y de la sociedad. Cada vez más desorientados, los cristianos se encuentran a la búsqueda de puntos de referencia en los que apoyarse, y esa realidad hace de los cardenales, más que nunca, un sólido puntal para el mantenimiento de la unidad de la Iglesia, de la integridad de la fe y de la honestidad de las costumbres.
Por lo expuesto, es fácil comprender cuánto significa para los Heraldos del Evangelio haber sido objeto de la visita de un príncipe de la Iglesia, sobre todo si consideramos la importantísima función desempeñada por el cardenal Gerhard Ludwig Müller en uno de los pontificados más brillantes de la Historia en materia de doctrina.