“Tengo sed”

Publicado el 04/15/2017

Por amor a las almas, Nuestro Señor sufrió toda la Pasión. Y cuando Él dijo desde lo alto de la cruz: “Tengo sed”, todos los intérpretes [de las Sagradas Escrituras] están de acuerdo a decir que Jesús sentía mucha sed corporal, lo cual se explica por haber vertido mucha sangre; pero eso era un símbolo de la verdadera sed de Él, la sed de almas.

 

Sed del alma de cada uno de nosotros. Él nos conoció individualmente, sabía cómo nos llamaríamos, cómo seríamos, cómo lo injuriaríamos… Sin embargo, también conocía los momentos de bondad en los cuales, al tocar Él nuestras almas, nos arrepentiríamos y volveríamos al buen camino. Él sabía todo y quería que nuestras almas le perteneciesen. Es decir, que nuestras almas le fuesen fieles y la gracia pudiese vivir en ellas.

 

Por tener esa sed desmedida de almas, Él sufrió también desmedidamente y vertió su sangre sin medida, desde el primer instante en el que en su Cuerpo sacratísimo, mientras agonizaba en el Huerto de los Olivos, comenzaron a estallar las primeras venas y Él comenzó a sudar sangre, hasta el fin de su Pasión, cuando llegó Longinos y lo perforó con una lanza para que saliese el resto del líquido existente en su Cuerpo santísimo. ¡Él quiso dar y derramar todo por causa de esa inmensa sed de almas!

 

Si bien es verdad que muchas almas se pierden, también es verdad que otras se salvan. Si pensamos tan simplemente en el mundo contemporáneo, en medio del océano de pecados que se cometen, cuántos niños se van al Cielo porque fueron bautizados y murieron sin alcanzar la edad de la razón, y brillarán en el Paraíso como soles por toda la eternidad, comprenderemos cuántas almas suben al Cielo como pompas de un gas dorado que sale del fondo de la humanidad, desde los extremos de la tierra. Y las almas de los bautizados recién nacidos, cantando por siempre la gloria de Dios.

 

La púrpura más bella de todos los tiempos

 

El Domingo de Ramos, que precede la Pasión y Muerte de Jesús. Es el domingo en el cual Él entra en Jerusalén aclamado por la multitud, montado en un borrico, con mansedumbre y humildad, el Hijo de David y Rey por derecho de esa Tierra que se había entregado a los romanos paganos y no había sabido conservar su independencia, y sobre todo, su fidelidad a la verdadera religión.

 

En esa entrada triunfal, no obstante, Jesús está medio triste, porque a pesar de recibir con agrado esa gloria, por provenir de almas que lo aman, Él las mira, y conociéndolas a todas, no se hace ilusiones con ninguna. Comenzando por los apóstoles que lo acompañaban. Ellos no sabían, pero Jesús estaba consciente de lo que iba a suceder. Conocía el sueño del Huerto de los Olivos, la fuga horrorosa en el momento en que había sido apresado, las infidelidades de esa gente para con Él. El Divino Redentor sabía que esa aclamación provenía de un pueblo superficial, frívolo, ingrato, que en ese momento gritaba: “¡Hosanna al Hijo de David!”, pero que poco después iba a preferir a Barrabás.

 

Llega el Jueves Santo y la Cena en la cual Él anuncia: “¡Uno de vosotros me ha de traicionar!” Todos comienzan a preguntar: “¿Quién será? ¿Seré yo?” (Mc 14, 18-21). Le hacen una señal a San Juan para que le pregunte a Jesús. Como él era el discípulo predilecto, la oración de San Juan podría alcanzar ese favor. Nuestro Señor le dice entonces en voz baja: “Es aquél a quien Yo le dé el pan mojado en el vino”. Lo moja y se lo da a Judas, como cortesía, quien lo recibe, y en ese momento el demonio entra en él (Jn 13, 25-27). Nuestro Señor le dijo: “Judas, lo que tienes que hacer, hazlo ya” (Jn 13, 27). Judas salió… Y el Evangelio dice que era noche; ¡él entró en las tinieblas, penetró en el horror!

 

Terminada la Cena, en la cual Jesús instituyó la Sagrada Eucaristía, todos salen del cenáculo, entonando, según el ritual antiguo, un cántico de Pascua – es decir, de la salida de los judíos del cautiverio en Egipto y la travesía del Mar Rojo, en seco, por un milagro de Dios – y se dirigen al Huerto de los Olivos.

 

Las tristezas se van acumulando en el alma de Nuestro Señor y los apóstoles no comprenden. Él les manda a aguardar, mientras se retira a rezar, llevando consigo apenas a San Pedro, a Santiago y a San Juan. Ahí comienza su Pasión, en la previsión de todo lo que le sucedería. Por la presión moral delante del terror de los acontecimientos – eso se explica inclusive desde el punto de vista médico –, algunos vasos sanguíneos se comenzaron a romper y a derramar sangre: y Él sudó sangre en todo su Cuerpo.

Cuando los romanos y los judíos lo fueron a prender, su túnica seguramente estaba purpúrea como la de un rey, pero con la púrpura más bella de todos los tiempos: la sangre del Hijo de Dios, que era sangre de María, porque la carne de Cristo es la carne de María, y la sangre de Cristo es la sangre de María.

 

Se desarrollaron, entonces, todos los episodios de la Pasión.

 

Nuestro Señor sufrió la Pasión en aquellos días, pero previó todo lo que su Iglesia padecería a lo largo de la Historia. Él sufrió, así, también por todo eso, por todos nuestros pecados, por estos días en los que vivimos, más catastróficos que cualesquier otros de la Historia de la Iglesia, en los cuales el mal parece haber llegado a su auge.

 

El Redentor se sacrificó por todo eso, para rescatarnos. Aunque no quisiese que se practicasen esos horrores, Él no le quitó la libertad al hombre. Éste, al rechazar la gracia, hizo de su libertad el pésimo uso que estamos viendo en nuestros días.

 

Delante de todo eso, ¿qué debemos hacer? ¿Qué quiere Él de nosotros? Christianus alter Christus: Todo cristiano es otro Jesucristo. Delante de esta situación debemos decir: ¡Voy a sufrir la Pasión con Nuestro Señor Jesucristo! Si yo hubiere sido inocente como San Juan, estaré al pie de la cruz amándolo y pidiéndole que preserve mi inocencia. Si fui pecador como San Dimas, me quedaré junto a la cruz, es decir, junto a los fieles, a lo que resta de la Iglesia, pidiendo: “¡No permitáis que me separe de Vos!” Le rogaré eso por medio de Nuestra Señora, sin cuya intercesión ninguna oración es válida.

 

Si debo sufrir, ser odiado, perseguido y despreciado, porque fui fiel a los aspectos inmutables y eternos de la Santa Iglesia Católica, ¡que eso suceda! Mi martirio de alma o de cuerpo será un prolongamiento del sufrimiento de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Oh, gloria! Le pido a la Madre de Él que me obtenga el coraje, y seguiré adelante. Por debajo del desprecio y del odio del mundo entero, estaré de pie para decir: “Blasfemadores y prevaricadores, ¡vosotros andáis mal! ¡Yo estoy con Jesús y María, con la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana!”

 

A partir de ahora debemos presentar ese pedido a Nuestra Señora, incluyendo en el mismo a todas las almas existentes, inclusive aquellas que pecan contra Dios haciendo esos horrores, para que Él las toque y las convierta.

 

Sin embargo, merecen un lugar especial en nuestro amor aquellos a quienes Nuestra Señora llamó para ser, junto con nosotros, batalladores por su Causa. Recemos especialmente por todos los católicos de nuestros días, para que sean enteramente fieles y soporten cargar la cruz a cuestas, aguanten la crucifixión, dispuestos a cualquier cosa para acompañar hasta el fin a Nuestro Señor Jesucristo y a Nuestra Señora.

 

(Revista Dr. Plinio, No. 229, abril de 2017, p. 10-15, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 30.3.1985).

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