Tierna y aterciopelada compasión

Publicado el 07/20/2019

Educada bajo el calor y la luz del divino afecto del Sagrado Corazón de Jesús, Doña. Lucilia atraía a las personas afligidas y necesitadas de auxilio o consuelo.

 


 

Con la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, Lucilia desarrolló aún más en su alma el deseo de hacer solamente el bien.

 

En Él encontraba la fuente del enorme afecto que desbordaba en su trato con los demás. Afecto compuesto de alegría y de esperanza, que contenía en sí un grado de amistad, de perdón y de bondad tan entrañables y generosos, que sería difícil concebirlos iguales.

 

Una bondad que nada podía hacer vacilar

 

Dña. Lucilia, fotografiada por

Mons. João Scognamiglio Clá Dias en 1968

En cierta ocasión, una acomodada mujer de la sociedad paulista que pasaba por una situación difícil no encontró mejor salida que escribir al Dr. Antonio Ribeiro dos Santos, padre de la joven Lucilia, quejándose de que estaba enferma y no tenía quien la cuidara. Por ser buena amiga y cliente, la invitó, de común acuerdo con su esposa, Dña. Gabriela, a hospedarse durante una temporada en su casa, donde sus hijas velarían por ella.

 

Desbordante de afecto, Lucilia enseguida se desvivió en atenciones para con la enferma, cuyo mal exigía solícitos cuidados.

 

Una persona de la casa, al notar que la paciente no estaba a la altura de la dedicación de la que era objeto, le dijo al cabo de unos días:

 

—Lucilia, no seas tonta poniendo tanto empeño en cuidar a esa señora. ¿Quieres saber lo que va a ocurrir? Cuando ella se sienta bien y esté a punto de marcharse, no te lo agradecerá; tal vez te dirá un simple “muchas gracias”, y luego se olvidará de ti… ¡Conmigo, que sólo paso algunos instantes con ella para contarle algún chiste, será con quien se mostrará agradecida!

 

Lucilia respondió con serenidad:

 

—Está bien, pero yo la cuido porque mi padre así lo quiere y por amor a Dios. La obra de misericordia está hecha.

 

La huésped acabó curándose y, antes de partir, en el momento de la despedida, le dijo secamente a su bienhechora:

 

—Lucilia, hasta pronto. Gracias. A la otra, efusivamente:

—¡Te estoy muy agradecida! Has sido un ángel para mí: me has entretenido, me has contado tantas cosas graciosas… ¡Has animado mi espíritu!

 

Cuando la ingrata se hubo retirado, la que había sido colmada de elogios le recordó:

 

—¿Has visto? ¿No te lo había dicho? Deja de dedicarte así con quien es malo, porque sólo recibirás pedradas.

—Pero el bien está hecho —respondió tranquila Lucilia.

 

Con el paso de los años, su largueza de alma y generosa bondad se habían acrisolado de tal manera que, ante la perspectiva de hacer el bien, estaba dispuesta a sacrificar incluso sus conveniencias personales.

 

Perdón para quienes la trataron mal

 

Afectada por una penosa enfermedad, en 1912 Lucilia viajó a Alemania a fin de someterse a una operación de la vesícula biliar. La intervención, que en aquel tiempo conllevaba un riesgo muy grande, fue realizada con éxito por el Dr. August Karl Bier, renombrado especialista y médico personal del káiser.

 

El Dr. August Karl Bier, médico particular

del káiser, que trató a Dña. Lucilia.

Durante el postoperatorio sólo le estaba permitido tomar alimentos líquidos. Una de las primeras comidas que le dieron, ofrecida por una enfermera con aires dictatoriales, fue una sopa de sesos. Ahora bien, Dña. Lucilia se sentía indispuesta cuando se veía obligada a comer ese plato, por poca que fuera la cantidad. Con su invariable suavidad y elevadas maneras le preguntó de qué era aquella sopa. La enfermera, al comprender que tenía delante a una paciente muy delicada, y dándose cuenta por la inflexión de su voz de la incompatibilidad con aquel alimento, evitó decirle la verdad afirmando solamente que se trataba de una comida indicada por el propio Dr. Bier.

 

Doña Lucilia, sin darse por vencida, insistió:

 

—Sabe usted, los sesos me desagradan mucho. ¿No será de eso la sopa?

 

La enfermera, mirándola fijamente, afirmó sin rodeos:

 

—Exactamente, es sopa de sesos; pero el Dr. Bier dio orden expresa de que se la sirviéramos.

 

Doña Lucilia renovó varias veces su rechazo a tomarla, aunque no consiguió convencer a la implacable enfermera. Poco después de haberla ingerido comenzó a sentir fuertes náuseas que le provocaron un súbito agravamiento de su estado de salud.

 

No hizo falta mucho tiempo para que la tiranía se transformara en desesperación. La pobre enfermera, al ver las dramáticas consecuencias de su gesto, buscó acto seguido al médico de guardia. Sin embargo, constató que éste había saltado por la ventana para ir a una fiesta, dejando completamente abandonados a sus pacientes. No sabiendo qué hacer, recurrió a un médico de otro sector para que atendiera a Lucilia.

 

Al amanecer, en la visita que hacía a sus enfermos, el Dr. Bier verificó que las condiciones de Dña. Lucilia eran muy malas y quiso saber, con germánica exactitud, qué había pasado. Ella, sin dejar de decir la verdad en ningún momento, evitó acusar a la enfermera, librándola así de un justo castigo. Por detrás del cirujano, la tirana, en postura de súplica, con las manos juntas, imploraba a Dña. Lucilia que no le hiciera perder el empleo. Tan pronto como se vio salvada, se deshizo en manifestaciones de gratitud por el noble gesto de que había sido objeto. A pesar de todo, el Dr. Bier, de un espíritu muy investigador, receloso de alguna falta en la atención, no se dio por satisfecho y mandó que llamaran al médico responsable a fin de aclarar la situación.

 

Ese hecho fue ocasión, una vez más, para que Dña. Lucilia volviera a practicar de manera insigne la virtud de la caridad para con el prójimo. Normalmente, hasta las personas bien educadas serían propensas a manifestar su inconformidad, tanto por el mal trato recibido por parte de la enfermera, como por la grave negligencia del médico de guardia. Merecían recibir, con razón, un castigo ejemplar, que tal vez llegara hasta la expulsión de ambos de aquel hospital, sobre todo tratándose de una de las mejores instituciones europeas en su género. Si constaba tal falta en la hoja de servicios, sus carreras se verían perjudicadas de alguna manera.

 

Campesinos rusos fotografiados entre 1909 y 1920

Con el candor que le era tan característico, Dña. Lucilia se volvió hacia su famoso cirujano y, sin especificar quién la había asistido, dijo:

 

—El médico estuvo aquí.

 

Así, en contra de su propio derecho, salvó la situación de aquellos que le tendrían que haber dado la atención que exigía su estado de salud. Como es evidente, el irresponsable médico de guardia también se deshizo en agradecimientos hacia su protectora.

 

Es imposible que no encontremos en esas actitudes los rasgos de un heroico acto de virtud, fruto de una verdadera grandeza de alma. Así se comportaba Dña. Lucilia, invariablemente, con aquellos que, con mayor o menor gravedad, la hacían sufrir.

 

La enfermedad “incurable” de una princesa rusa

 

En la capital francesa, donde las luces de la Historia todavía se hacían sentir en cada esquina, Dña. Lucilia acabaría recuperando enteramente la salud. Se alojaría junto con su familia en el Hotel Royal.

 

Una joven princesa rusa se hospedaba con su esposo en la misma planta que ella y era frecuente que se encontraran en una u otra dependencia del hotel. No pasó mucho tiempo sin que la princesa tomara la iniciativa de saludarla, manifestando su simpatía hacia ella. El pueblo ruso, tan intuitivo como el brasileño, está dotado de una percepción muy rápida no sólo de las situaciones, sino también de la psicología de las personas. Quizá esta cualidad le haya facilitado a la princesa penetrar en el alma de Dña. Lucilia, dando ocasión a una confidencia sui géneris.

 

Encontrándose ambas en el pasillo, cerca de la habitación de Dña. Lucilia, la princesa se le acercó llorando y le dijo:

 

—Señora, sepa disculparme, sé que no tengo derecho para dirigirme a usted de esta manera. Ni siquiera nos conocemos. Pero por su mirada y su modo de ser, veo que usted es una persona muy bondadosa y compasiva. Mire, me encuentro en una enorme aflicción y quería saber si me permitiría desahogarme con usted…

 

Siempre acogedora, Dña. Lucilia le abrió inmediatamente las puertas y su corazón.

 

Campesinos rusos fotografiados entre 1909 y 1920

Angustiada, la princesa le contó que un famoso médico de París le había diagnosticado un cáncer y que, en consecuencia, tendría que ser sometida a una operación muy dolorosa y arriesgada. Se encontraba extremamente afligida, ante la previsión de los sufrimientos y del riesgo que le esperaban. No quería morir prematuramente, necesitaba educar a sus hijos y tenía toda una vida por delante. Sollozando, dulcemente le decía:

 

—Hablando con usted tengo la esperanza de recibir algún consejo que me ayude a encontrar una salida para este problema…

 

Doña Lucilia en pocos minutos la tranquilizó:

 

—No desanimemos, los médicos algunas veces se equivocan, no son infalibles, y uno siempre puede corregir el diagnóstico del otro. He oído que, sobre esta materia, hay en Suiza un médico muy bueno. Quién sabe, usted podría ir hasta allí, hacerle una consulta…

 

Las palabras de Dña. Lucilia —impregnadas de bienquerencia— y su tono de voz comunicaban una profunda paz. La pobre princesa fue sintiendo penetrar en su alma, aun dentro de la tragedia, el suave bálsamo del buen consejo. Mientras sollozaba oía a Dña. Lucilia que la estimulaba a rezar, para no dejarse vencer por la desesperación.

 

Poco después, la princesa resolvió hablar con su esposo. Él, sin embargo, no estuvo de acuerdo:

 

—El médico que te ha visto es una de las mayores eminencias que hay sobre el tema; no se equivoca. Esa es la realidad y debes aceptar la situación…

 

A pesar de ese primer revés, la joven dama no se desanimó. El desacuerdo con su marido se prolongó durante varios días, hasta que acabó convenciéndolo para que hicieran el viaje a Suiza.

 

En el momento de la despedida, en medio de palabras de consuelo y de ánimo, Dña. Lucilia le dio su dirección de Brasil para que, necesitándola, no dejase de buscarla.

 

Pasado algún tiempo, cuando Dña. Lucilia ya estaba en São Paulo, recibió una carta de su confidente, en la cual le agradecía todo lo que había hecho por ella. Contaba que el médico suizo, después de varios exámenes, había desmentido enteramente el diagnóstico de su colega parisiense. De esta manera, la princesa daba por resuelto el caso gracias a la bondadosa y sabia orientación de Dña. Lucilia.

 

Médico y siervo de un magnate ruso

 

Educada bajo el calor y la luz del divino afecto del Sagrado Corazón de Jesús, Dña. Lucilia parecía tener la vocación de atraer a las personas afligidas y necesitadas de auxilio o consuelo. Las propias barreras de la nacionalidad no eran obstáculo. Hacia ella confluían las súplicas de los que sufrían alguna infelicidad. En el hecho ocurrido con un joven médico, contratado por el gerente del Hotel Royal para dar asistencia a sus clientes, bien se puede constatar esta realidad. Había venido desde Rusia para hacer un curso en París, se había licenciado en Medicina y, aliando a los estudios la natural intuición de su pueblo, se había convertido en un óptimo profesional. La propia Dña. Lucilia, conocedora de su buena fama, lo llamó algunas veces para que tratara a su familia.

 

Aunque no era costumbre ir a buscar a los huéspedes directamente a sus aposentos, en relación con Dña. Lucilia esto sucedía a veces. Por la manera como llamaban a su puerta, ella percibía si se trataba de algún necesitado, como ocurrió un día con el médico ruso. Esta vez no iba a ofrecer sus servicios, sino a buscar un corazón bondadoso junto al cual pudiera desahogarse. Ya en la primera mirada, Dña. Lucilia notó en aquella abatida fisonomía que su alma estaba desolada por un enorme drama.

 

Lucilia Corrêa de Oliveira

en 1912, en París

—Señora, estoy aquí para darle una noticia muy triste. Por más que me guste Francia, por más que me agrade darle asistencia a usted y a su familia, tengo que volver a mi país. Mis días están contados…

 

Y después de un pequeño suspense, continuó:

 

—No soy un hombre libre, sino un siervo en mi patria. Mi señor me envió, desde las gélidas estepas donde nací, a este luminoso París a fin de estudiar Medicina. Después de licenciarme, debería volver para cuidar de los campesinos de sus tierras. Ya me he acostumbrado a la civilización de Occidente y me había olvidado de la obligación que tenía de regresar… Pero ahora, en un fatídico telegrama, mi señor me ordena volver inmediatamente.

 

Doña Lucilia seguía con pena esta narración que le hacía recordar la triste condición de los esclavos de los tiempos de su niñez. Mientras le escuchaba, pensaba qué solución podría presentarle al infeliz. Ciertamente sabría encontrar un bálsamo para el terrible dolor de esta alma traumatizada por el infortunio.

 

Inmerso en una profunda amargura, el médico prosiguió:

 

—Sé bien que, si no vuelvo, el Estado francés no me extraditará, pues Francia no reconoce la servidumbre como institución válida en otros países. Además, en mi propia patria hoy ya está abolida. Pero ciertas costumbres tardan en desaparecer… En el caso de que me resista, mi señor se vengará de forma terrible con mi familia. Mis padres serán severamente azotados. Así que no tengo otro remedio sino volver, vestir de nuevo las ropas de campesino y asumir la condición que me cabe. Imagínese usted: un hombre que ha hecho estudios superiores y se ha acostumbrado a vivir libre, aquí en Francia… y que tenga que volver a la servidumbre.

 

Doña Lucilia, compadecida, al ver que no existían medios para solucionar el problema, quiso por lo menos mitigarle el dolor. Alabó su amor filial, que lo llevaba a tan gran sacrificio para impedir que la tragedia se abatiera sobre los suyos, aconsejándole también que rezara mucho y no se desanimara.

 

Ella comprendía profundamente, en todos sus pormenores, la dolorosa situación psicológica de quien pasaba por un drama, así como la extensión de los sufrimientos ajenos. Poseía una especie de tierna y aterciopelada compasión a la que se sumaba otro factor: la inconmovible certeza de que Dios no abandona jamás a una criatura. Aunque sobre ésta se abatan los mayores infortunios y parezca que ya no hay remedio, allí estará la mano de la Providencia para sustentarla con cariño.

 

Extraído, con pequeñas adaptaciones, de “Doña Lucilia”. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2013, pp. 87-155.

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