TRAS LAS HUELLAS DE CRISTO SACERDOTE

Publicado el 07/22/2019

Imposición de las manos de los concelebrantes en la

ordenación presbiteral

Una ordenación más de diáconos y presbíteros para la Santa Iglesia, oriundos de los Heraldos del Evangelio, ha venido a aumentar la alegría de esta familia espiritual presente en todas las latitudes de la tierra. Son nuevos obreros para la mies del Señor, nuevas manos apostólicas para la defensa de la fe, nuevos instrumentos para la salvación de las almas. Una ocasión también para crecer en el amor a la institución del sacerdocio.

 

Al considerar la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 3 0-37) vemos que éste no actuó por ser “prójimo” del hombre que fue asaltado, dado que ambos no se conocían hasta entonces. Por el contrario, la compasión del samaritano y las buenas acciones que de ella brotaron fueron las que le hicieron que adquiriera la condición de “prójimo”, al cual se ha de amar como a uno mismo (cf. Lev 19, 18). Así pues, el uso de la misericordia para con el otro nos convierte en “prójimos” suyos.

 

El divino paradigma de esa realidad es Cristo, que dejó los esplendores del Padre eterno para venir a la tierra en busca de esa oveja perdida llamada humanidad, que había sido maltratada, despojada y herida por el demonio. Jesús se erigió como “prójimo” de todo hombre al redimirlo, Él que ya era su Padre por haberlo creado.

 

De forma análoga, vemos a San Agustín defendiendo, en su obra La doctrina cristiana (L. I, c. 30, n.º 31), que los ángeles se hacen nuestros “prójimos” por el auxilio que nos prestan, hasta el punto de que debemos incluirlos en el precepto de la caridad fraterna, prescrito en el primer mandamiento.

 

Imposición de las manos de los concelebrantes en la

ordenación presbiteral presidida por Mons. Benedit o

Beni dos Santos – Basílica de Nuestra Señora del Rosario,

18/5/2019

Ahora bien, el sacerdote, por su misión universal, se convierte también, a su modo, en “prójimo” de cada uno de nosotros, pues está destinado a trabajar por todas las almas que están a su alcance, a fin de salvar al mayor número de ellas.

 

Como explicó magistralmente Mons. Benedito Beni dos Santos en la homilía de la ordenación presbiteral, Dios hizo que a lo largo del Antiguo Testamento se escuchara tan sólo su Palabra y que su propio rostro se hiciera visible únicamente a partir de la Encarnación. Por consiguiente, hemos de concluir que el papel del ministro ordenado es no solamente predicar la doctrina, sino sobre todo hacer visible a los fieles la figura de Cristo, y para ello primero debe identificarse con Él.

 

Esa identificación del sacerdote con Jesús se realiza viviendo en sí el misterio de la cruz. La inmolación constante, como sacrificio de alabanza agradable a Dios y entrega de uno mismo a los demás, es la forma más perfecta de cumplir el primer mandamiento, porque no hay amor más grande que dar la vida por aquellos a quien se ama (cf. Jn 15, 13).

 

Por lo tanto, el mejor instrumento apostólico del sacerdote es su propio ejemplo. “Anda y haz tú lo mismo” (Lc 10, 37) dijo Jesús; y a sus ministros añadiría: “haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19). El presbítero está llamado a perpetuar en la tierra, constantemente, la obra del divino Samaritano. En efecto, Nuestro Señor ya compró la salvación de la humanidad, pero quiere que sea aplicada a cada hombre en particular por medio de los ministros que Él escoge y aparta para sí (cf. Heb 5, 1).

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