Nacido Jesús en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes, unos Magos procedentes del Oriente llegaron a Jerusalén, diciendo: ‘¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarle”(Mt 2,1-2).
¡Cuánta poesía encierra esta sintética narración del Evangelio! Grandes y pequeños imaginan las lejanas tierras de Oriente: desierto, calor, piedras preciosas, ricos y coloridos tejidos, turbantes, camellos e incluso elefantes (medio de locomoción del séquito del rey proveniente de África). Una estrella, que brilla con intensidad fulgurante, hace que los tres grandes y poderosos monarcas de Oriente, estudiosos de los astros y conocedores de las escrituras, dejen su reino y partan en busca de Aquel que es el Rey de los Reyes, el Rey de todas las naciones y el Sol de Justicia. Un Dios hecho Niño.
Enfrentando todas las adversidades del transcurso, ellos se encuentran en las arenas doradas del desierto y siguen juntos el camino que los llevará a Jerusalén. No miden esfuerzos, llevan sus tesoros más preciosos, se entreayudan. Siendo ellos también monarcas, quieren encontrarse con el Rey, no sólo para rendirle homenaje, sino también para adorarlo.
Un Rey-Niño, un Niño-Dios, nacido de una Virgen y puesto en un pesebre… ¡Qué aparente contradicción! Entretanto, ellos creen, ellos buscan y por fin llegan a Jerusalén. Después de entrevistarse con el perverso, envidioso y orgulloso Herodes, que quería encontrar al Niño para matarlo pues le parecía un rival, parten los Magos de Jerusalén hacia Belén, pues, conforme a las profecías, ahí debería nacer el Salvador de todos los hombres. Una vez más contemplan la bella y rutilante estrella que les había guiado desde el Oriente y se llenen de alegría por la proximidad del encuentro con su Rey.
Llegando a Belén, encuentran a María, José y el Niño, reclinado éste en una humilde cuna, calentado por pajas y por el amor de su Madre. ¡Postrándose lo adoran! Abriendo los cofres de sus tesoros le ofrecen oro, incienso y mirra. Según las tradiciones orientales, el postrarse por tierra era un reconocimiento de que ese niño era su Rey y su Salvador. Nadie, en Oriente, se presentaba ante un rey sin ofrecerle presentes. Los Magos entregaron a Jesús los mejores tesoros de Oriente: el oro, por ser Rey, el incienso por ser Dios, y la mirra, como a Hombre mortal, ya que ésta simboliza el sufrimiento. De regreso, volvieron por otro camino a sus tierras, pues Dios les avisó en sueños que no retornasen a la presencia del malvado Herodes.
Fieles a la luz de la gracia que les hablaba al alma, los Reyes Magos son paradigmáticos para nosotros, en este mundo tan corrompido por intereses mezquinos, por honras ilegítimas y egoísmos traicioneros. Ellos supieron ser desinteresados, humildes, justos.
Que en este tercer milenio el ejemplo de los Magos sea para nosotros una invitación para hacer de nuestra vida una entrega sin reservas a Nuestro Rey, y que estemos dispuestos a seguir sus pasos del Pesebre al Calvario, sean cuales fueren los obstáculos o aparentes contradicciones en el camino de la Nueva Evangelización, pues ésta es la vida del verdadero fiel: “Christianus alter Christus” — el cristiano es otro Cristo. Seamos con Él, también nosotros, sal de la tierra y luz del mundo, católicos practicantes, Heraldos del Evangelio. Una sal que sale mucho y una luz fulgurante, que atraiga a las almas hacia la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana. Sea nuestra vida apostólica la simple mirra, que colocaremos en las manos virginales de María Santísima, para que ella la ofrezca a Jesús, pues por medio de ella, él tendrá el encanto del oro y el aroma perfumado del incienso.