San Lucas narra en su Evangelio la encantadora escena del encuentro de la Virgen María con su prima Isabel, las cuales gestaban una descendencia confiada a ellas de forma milagrosa. El diálogo entre ambas es tan elevado que no sólo se volvió objeto de consideración ocasional por parte de la liturgia, sino que dio origen a dos de las principales oraciones de la Santa Iglesia.
La Visitación, por el Maestro de Perea – Museo del Prado, Madrid
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Las palabras de Santa Isabel figuran en el Avemaría y la respuesta de Nuestra Señora se convirtió en el cántico de acción de gracias por antonomasia. Himno paradigmático de la perfecta restitución a Dios, el Magníficat es tan rico en enseñanzas que hasta hoy día se siguen explicitando nuevos tesoros acerca de él.
El encuentro de esas dos santas mujeres constituye también un ejemplo de excelencia en la convivencia humana. No están preocupadas con la opinión de los demás con relación a ellas; no desean brillar en la sociedad, poseer muchos bienes u ocupar altos cargos.
En la consideración que una tiene de la otra, no entra nada meramente humano: todo es sobrenatural. Las relaciones entre ellas se establecen en función de Dios. Así pues, mientras Isabel juzga que es indigna de ser visitada por la Madre de su Señor (cf. Lc 1, 43), María remite su alabanza al Todopoderoso, que en Ella hizo maravillas (cf. Lc 1, 49). Existe una admiración mutua, sin duda, ¡pero toda ella orientada hacia el Cielo!
En el mismo Evangelio encontramos otro episodio, que también trata de una visita, pero bastante diferente. Treinta y tres años más tarde, el Señor avista Jerusalén —la ciudad elegida y amada, escenario de sus predicaciones y donde en breve lo matarían— y pronuncia entre lágrimas esta terrible sentencia: “No dejarán [en ti] piedra sobre piedra. Porque no reconociste el tiempo de tu visita” (Lc 19, 44). En efecto, el Hijo unigénito había dejado la gloria del Padre eterno para visitar a su pueblo y “los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11).
Por otra parte, algunos comentaristas llaman nuestra atención sobre una tercera visita: la que Dios se propone hacer al corazón de cada hombre. Esto suele suceder a través de los sacramentos, muy especialmente el de la Eucaristía, pero a veces se da por medios sorprendentes. Puede venir acompañada de alegría y consolación o, por el contrario, con la prueba, la enfermedad, el dolor. En el encuentro de María con Isabel tenemos un ejemplo de perfección; en la del rechazo del Redentor por parte de los suyos, un ejemplo de perversidad. Ante estos dos modelos, nos corresponde el preguntarnos: ¿cómo será la visita de Dios a nuestros corazones?
Dependerá de cada uno…
¡Cuántas visitas nos dispensa el Creador a todo momento! Pero los efectos de su divina presencia variarán de acuerdo con la actitud que tomemos al recibir al Huésped de las almas. Muchos rechazan sus visitas, otros las desaprovechan y pocos son los que lo acogen con alegría. Cuando alguien oye la voz del Señor y le abre la puerta de su casa, Él entra para cenar juntos (cf. Ap 3, 20).
No seamos ingratos, sino que —como Isabel— recibamos con el corazón abierto la visita de Dios y de María Santísima.