Los ojos corporales nos comunican con las realidades naturales. Pero si vivimos en función de las realidades sobrenaturales, a pesar de nuestras miserias, atraeremos la misericordia de la mirada divina.
Corrêa de Oliveira en Paris, en 1912
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Vivir es estar juntos, mirarse y quererse bien”. ¡Cuánta sabiduría encierra esta sencilla máxima de doña Lucilia Ribeiro dos Santos Corrêa de Oliveira!
Entre los elementos que la componen, no cabe duda de que el más importante es el “quererse bien”, pues sin él los otros pierden su valor. Sin embargo, la posibilidad de mirarse, al estar juntos, da oportunidad a muchas manifestaciones de quererse bien.
El lema luciliano pone de relieve cómo hay determinadas circunstancias en donde las palabras son impotentes para transmitir lo que se lleva en el alma. Se habla, entonces, por la simple mirada… Y no raras veces ¡con qué elocuencia! ¡Cuántos sentimientos pueden ser manifestados en una sola mirada! Al ser los ojos “la lámpara del cuerpo” (Lc 11, 34), ellos expresan lo que pasa en el corazón.
Peregrinemos por este tema en sus varias facetas, como por un maravilloso caleidoscopio, partiendo del análisis de la mirada física,1 para llegar al auge de ese otro aspecto en aquellos cuyas miradas, por vivir en función de las realidades sobrenaturales, reflejan la pulcritud y la fuerza de la mirada divina, la mirada por excelencia.
Ojos del cuerpo y ojos del alma
Además de los ojos corporales, Dios, en su infinita generosidad, concedió a los seres humanos otros ojos que poseen una capacidad de visión indescriptiblemente mayor: ¡los del alma! Tal es la enseñanza llena de sabiduría de San Teófilo de Antioquía: “Aquellos que ven con los ojos del cuerpo observan lo que pasa en la vida y sobre la tierra, discerniendo juntamente las diferencias entre la luz y la oscuridad, entre lo blanco y lo negro, entre lo informe y la bella forma, entre lo que es armonioso, bien proporcionado y lo que es inarmónico y desproporcionado, desmesurado e incompleto; igual con lo que corresponde al sentido de los oídos: sonidos agudos, graves y suaves. Lo mismo sucede con los oídos del corazón y los ojos del alma, a los que les es posible percibir a Dios”.2
Dom Prosper Guéranger
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La sensibilidad de las almas con relación a esas realidades sobrenaturales, no obstante, posee grados. Eso es así porque, continúa el santo, “Dios es experimentado por aquellos que pueden verlo, siempre que los ojos de su alma estén abiertos”,3 es decir, en gracia. O sea, cuanto mayor es la unión del alma con Dios, más percibirá ella lo que sus meros sentidos no captan.
Y si los ojos, siendo la lámpara del cuerpo, son el espejo del alma, ¿cómo será la mirada de quien tiene los ojos del alma puestos constantemente en lo sobrenatural?
El lenguaje de la mirada
En realidad, los ojos sirven no sólo como órganos que nos permiten la comunicación con el exterior, sino que revelan a los demás nuestro interior, pues, conforme explica el Papa Pío XII, todo se refleja en ellos: “No solamente el mundo visible, también las pasiones del alma. Un observador, incluso superficial, descubre en ellos los sentimientos más variados: ira, miedo, odio, afecto, alegría, confianza, serenidad. El juego de los diversos músculos de la cara se encuentra de alguna manera concentrado y reunido en los ojos, como en un espejo”.4 Éste es la mirada.
Hasta en una pintura, de un personaje cualquiera, lo primero que buscamos es su mirada. A través de ella es como percibimos, al menos de forma elemental, el carácter de la persona que el pintor pretendía retratar. El imponderable lenguaje de la mirada es difícil de ser expresado con palabras, pero es sumamente profundo y significativo. Un episodio que ocurrió en la época de San Juan Bautista María Vianney es muy paradigmático en ese sentido. Después del arduo trabajo que hizo el santo Cura de Ars de levantar la fe de aquella aldea, uno de sus parroquianos, un viejo campesino, pasaba largas horas ante el sagrario, sin menearse o siquiera mover los labios. Cierta vez, al ser interrogado por el sacerdote acerca de lo que le decía a Jesús Sacramentado, respondió con toda sencillez: “Él me mira a mí y yo le miro a Él”.5
¡Cuánta candidez, no obstante, cuánta profundidad en aquel coloquio mudo entre el Corazón eucarístico de Jesús y ese hijo piadoso! “Los místicos más grandes no encontraron una fórmula más sencilla, más certera, más completa, más sublime para expresar el diálogo del alma con Dios”,6 concluye el biógrafo del santo, después de narrar el hecho.
Expresividad de las miradas
Para ilustrar mejor la expresividad de esas miradas, veamos qué nos dicen en algunas fisonomías.
Una de ellas es la de Dom Prosper Guéranger, restaurador de la sagrada liturgia y de la Orden benedictina en la Francia del siglo XIX, en el antiguo priorato del monasterio de Solesmes que había sido secularizado en tiempos de la Revolución, además de escritor eximio. Sus enormes ojos “parecen hechos para la exclusiva consideración de lo que hay de más trascendental en esta vida y para los inmensos horizontes del Cielo. Pero al mismo tiempo de una mirada de invencible fuerza perforadora con relación a las cosas de la tierra, capaz de traspasar todas las apariencias, todos los sofismas, todos los artificios de los hombres, sumergiéndose hasta el más profundo escondrijo de los acontecimientos y de los corazones”.7
San Charbel Makhlouf
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Otra mirada que, a pesar de tener los párpados casi cerrados, habla sin palabras es la de San Charbel Makhlouf, religioso maronita libanés. “Se tiene la impresión, al observar sus ojos, de que son dos ventanas abiertas hacia el Cielo. Ojos de un oscuro, negro profundo, o quizá castaño, pero muy oscuro; tienen profundidad, y en el fondo de esa profundidad hay algo de sublime y celestial; por lo que se puede ver que está mirando al Cielo, el cual se refleja en su mirada, y que peregrinando dentro de su mirada lo que se encuentra es el Cielo”.8
No podemos olvidarnos de Santa Teresa del Niño Jesús, cuya fisonomía quedó inmortalizada en las fotos que componen el álbum Visage, editado por el Carmelo de Lisieux: “Son ojos claros y son tan luminosos que impresionan. Uno tiene la sensación de que entrando allí, se entra en un vitral. Se percibe la niña de los ojos. La pureza es completa, pero la fijeza de la mirada también es entera. Detrás de ese rostro impasible, cada ojo es una llama. Es una llama de un alma que crepita y que, dentro de la impasibilidad grandiosa de la vida carmelita, piensa y medita, quiere y desea”.9
La fuerza de una mirada unida a Dios
La mirada de los que viven unidos a Dios, por penetrar en las realidades sobrenaturales, no sólo reflejan la pureza y la belleza de su interior, sino que participan de la fuerza divina, que proviene de la contemplación del Creador.
Un ejemplo clásico de ello es el de San Juan Bautista. Al tener su cabeza cortada por orden de Herodes y presentada en una bandeja a Herodías (cf. Mc 6, 28), sus ojos cerrados por la muerte parecían clavarse en la pareja adulterina y continuar gritando: “Non licet tibi – No te es lícito” (cf. Mt 14, 4). Había tanta victoria en aquella mirada cerrada, una fuerza moral tal, que se diría que “tiene efectos físicos de integridad de la Ley de Dios. Quien practica la Ley de Dios en su integridad tiene una fuerza que se llama fuerza divina, es la fuerza del propio Dios”.10
Un acontecimiento narrado por Santa Teresa de Lisieux en los manuscritos de su vida es muy significativo para ejemplificar dicha fuerza. Cuenta que a los 4 años de edad tuvo un sueño en el cual paseaba por el jardín y veía sobre un barril de cal dos pequeñitos diablos horribles. Al verla se quedaron aterrorizados y se escondieron en la lavandería de enfrente. Ella se acercó a la ventana y los vio corriendo sobre las mesas, sin saber cómo huir de su mirada. Y de vez en cuando acechaban, inquietos, para ver si ella aún estaba allí y corrían desesperados.
La santa carmelita concluye que, de suyo, el sueño no tiene nada de extraordinario; aunque dice: “creo que Dios permitió que me acordara de él a fin de mostrarme que un alma en estado de gracia no tiene nada que temer de los demonios, que son unos cobardes, capaces de huir ante la mirada de un niño…”.11
Santa Teresa del Niño Jesús.
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En el mismo sentido San Gregorio Magno, al escribir sobre la vida de San Benito, relata el episodio de un godo arriano, llamado Zalla, que ardía en odio contra la Iglesia Católica y, llevado por la avaricia, afligía con torturas y suplicios a un pobre campesino católico, exigiéndole sus bienes. Éste, para verse libre de los tormentos, afirmó que se los había dado a San Benito. Entonces el bárbaro le ató los brazos y le obligó a que le condujera hasta el monasterio del santo varón.
Al llegar allí, “fijó en él una mirada de furor de un alma perversa”12 y empezó a gritar intimando la entrega de los bienes que deseaba. Levantando los ojos de la lectura que estaba haciendo, San Benito “le dirigió una mirada y luego también miró al campesino que permanecía atado. En el momento de dirigir los ojos a sus brazos, en forma milagrosa con una gran rapidez comenzaron a desatarse las correas que ligaban los brazos; nunca hubieran podido ser desatadas por el trabajo humano con esa rapidez. Cuando el campesino, que había venido atado, comenzó en un momento a quedar libre, Zalla, temeroso frente a la fuerza de tanto poder, cayó en tierra; ante su mirada agachó la cabeza de tanta crueldad inflexible y se encomendó a sus oraciones”.13
La mirada por excelencia
Si la mirada de un hombre puede tener semejante poder, ¿cuál será la fuerza de la mirada del propio Dios? Al haberse encarnado y habitado entre nosotros, sólo él podría tener la mirada por excelencia.
El Salvador debía poseer una “mirada muy serena, aterciopelada casi… Aunque en el fondo revelando una sabiduría, rectitud, firmeza y fuerza que nos llenan al mismo tiempo de encanto y de confianza”.14 La persona que fuera objeto de su mirada se sentiría vista hasta lo más íntimo del alma, estimulada en sus lados buenos, invitada a rechazar sus lados malos y a practicar la virtud.
Podríamos recordar aquí numerosos pasajes evangélicos, imaginando la mirada de Jesús en cada uno de ellos. Por ejemplo, no sería concebible que Él, antes de multiplicar los panes para el pueblo hambriento reunido junto a Él desde hacía tres días, dijera “siento compasión de la gente” (Mt 15, 32) con los ojos cerrados. Su mirada debía estar impregnada de compasión y cariño.
En sentido opuesto, cuando “encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas” (Jn 2, 14), e hizo “un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas” (Jn 2, 15), ¿cómo sería su mirada? Comentando este pasaje, San Jerónimo afirma que fue un milagro que un solo hombre consiguiera expulsar a semejante multitud tan sólo con un látigo, y fue porque “algo fogoso y celestial irradiaba de sus ojos y relucía en su cara la majestad de la divinidad”.15
Uno de los más bellos episodios narrados en el Evangelio sobre la fuerza de esa mirada divina fue aquel en que se manifestó después de la triple negación del príncipe de los Apóstoles, cuando Jesús lo encontró. “El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro” (Lc 22, 61). Gravísimo había sido su pecado. Sin embargo, su falta atrajo la mirada del Redentor y mayor fue el amor allí reflejado. En un instante “San Pedro se sintió tomado por entero. Y él, que había visto todo cuanto los Evangelios narran —bien como testigo directo, bien habiendo recibido una noticia inmediata de los acontecimientos—, fue objeto de una gracia impar, que reavivó en su alma, de modo intenso y esplendoroso, todo lo que conoció de la infinita bondad del Señor. Y ese recuerdo venció su ingratitud. Por eso dicen las Escrituras: ‘Et flevit amare – Y lloró amargamente’”.16
San Pedro no endureció su corazón a la gracia recibida por medio de aquella mirada. “Años más tarde, cuando se veían profundos surcos en sus mejillas, decían que habían sido cavados por las lágrimas que jamás cesó de verter por aquel instante”. 17 Tal mirada había marcado su alma hasta el fin de sus días y lo había fortalecido en la humildad para soportar el doloroso martirio que padeció por amor a Cristo.
Sagrado Corazón de Jesús Casa Monte Carmelo, Caieiras (Brasil)
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“Miradme, al menos”…
Y nosotros miserables pecadores, ¿de qué manera podremos atraer la mirada del Hombre Dios? Si leemos en la Sagrada Escritura que “los ojos del Señor se fijan en los justos” (1 Pe 3, 12), ¿entonces solamente los santos tienen la inconmensurable gracia de ser blanco de la mirada del Señor?
No fue lo que vimos en el ejemplo de San Pedro. Y el propio Jesús, lleno de bondad en su Corazón divino, afirmó a sor Josefa Menédez: “Recuerda que tu nada es el imán que atrae mis miradas”.18 También el autor sagrado lo confirma por la pluma del profeta: “En ese pondré mis ojos: en el humilde y abatido que se estremece ante mis palabras” (Is 66, 2).
En efecto, fue el alma de María puesta siempre en las realidades sobrenaturales y su profunda humildad lo que movieron a Dios para elegirla por Madre, como Ella misma cantó en el Magnificat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava” (Lc 1, 46-48).
Imitando su humildad, aunque miserables, podremos llegar a ser verdaderos imanes de la mirada de Jesucristo, que transformará nuestras almas, como hizo con San Pedro, llevándonos a vivir en función de lo sobrenatural. Por ese motivo, llenos de confianza implorémosle a Él en nuestras dificultades: “Os lo ruego: miradme al menos. Si me concedierais una mirada, me lo habréis dado todo”.19
Y no nos olvidemos de que, como Madre de Dios y nuestra, “la Santísima Virgen tiene ojos de misericordia, y una mirada suya puede salvarnos. Ese es el sentido de la Salve: mirad la miseria de nuestra situación, atended la penuria en que estamos. Tened pena de nosotros, Vos que sois nuestra Abogada. Es necesario que pidamos, invoquemos, insistamos que esos ojos se vuelvan hacia nosotros”.20
1 Aunque las verdades reveladas penetren en nuestra inteligencia por la audición (cf. Rom 10, 17), la vista es la que nos proporciona más conocimientos de las realidades concretas. Por eso el Doctor Angélico afirma que “es el más excelente de todos los sentidos y que se extiende a más cosas” (SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q. 77, a. 5, ad 3).
2 SAN TEÓFILO DE ANTIOQUÍA. A Autólico. L. I, c. 2. In: PADRES APOLOGISTAS. 3.ª ed. São Paulo: Paulus, 2005, pp. 215-216.
3 Ídem, p. 216.
4 PÍO XII. Discurso a los participantes en el I Congreso Latino de Oftalmología, 12/6/1953.
5 GHÉON, Henri. O Cura d’Ars. 2.ª ed. São Paulo: Quadrante, 1998, p. 56.
6 Ídem, ibídem.
7 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Ambientes, Costumes, Civilizações: “Tudo se reflete nos olhos: cólera, medo, afeto ou alegria”. In: Catolicismo. Campos dos Goytacazes. Año IV. N.º 45 (Septiembre, 1954); p. 7.
8 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 21/5/1983.
9 Ídem, ibídem.
10 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Conferencia. São Paulo, 6/6/2003.
11 SANTA TERESA DE LISIEUX. Manuscrit A, 10v. In: Archives du Carmel de Lisieux. OEuvres de Thérèse: www.archives- carmel-lisieux.fr.
12 SAN GREGORIO MAGNO. Vida de San Benito, c. XXXI, n.º 2. Santiago: Abadía de la Santísima Trinidad de Las Condes, 1993, p. 66.
13 Ídem, n.º 3.
14 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. O sacrossanto olhar de Jesus. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año VII. N.º 70 (Enero, 2004); p. 19.
15 SAN JERÓNIMO. Comentario a Mateo. L. III (16,13- 22,40), c. 21, n.º 49. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 2002, v. II, p. 289.
16 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Num olhar de Maria, a imensidade de suas virtudes. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año II. N.º 13 (Abril, 1999); pp. 27-28.
17 WALSH, William Thomas. O Apóstolo São Pedro. São Paulo: Melhoramentos, 1954, p. 201.
18 MENÉNDEZ, Josefa. Un llamamiento al amor. 4.ª ed. Guadalajara: Montaño, 1996, p. 133.
19 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. “Não apartes de mim o teu rosto…” In: Dr. Plinio. São Paulo. Año VIII. N.º 83 (Febrero, 2005); p. 13.
20 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Vossos olhos misericordiosos a nós volvei. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XIII. N.º. 149 (Agosto, 2010); p. 36.