Los acontecimientos que rodearon a la Pasión y Muerte de Cristo estuvieron marcados por el drama.
Tras un breve período de relativa popularidad, alcanzando algunas veces los límites de la gloria humana, la figura de Jesús fue profanada hasta el punto de llegar a ser contado entre los malhechores. En la hora suprema, la mayoría de los hombres —sumados los ingratos, oportunistas y adversarios— abandonó al Salvador y rechazó la salvación. Para el núcleo de la Iglesia naciente, constituido por algunos Apóstoles débiles y muchos discípulos anónimos, había comenzado la fase de la persecución.
Ahora bien, nunca entenderá adecuadamente esa etapa de sufrimiento el que no sepa ver en ella el necesario proceso de purificación rumbo a una gloria futura.
A causa de uno de esos giros cuyo secreto Dios reserva a los momentos clave, ese período también fue escogido para obrar una de las mayores transformaciones de la Historia. La Redención es indisociable de la Crucifixión y ésta sería incomprensible sin la Resurrección. Sin embargo, todo ello estaría incompleto si a la gloria de la Pascua, casi ignota aún, no le sucediera el triunfo público de Pentecostés.
El timón de la Historia está siempre en manos del Espíritu Santo. Posee un instrumento todopoderoso para mover a los corazones: la gracia, a la cual ningún poder se resiste. Pero la Preciosísima Sangre del Señor había comprado para la humanidad una nueva economía de la gracia, nueva hasta el punto de dividir la Historia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Fruto del nuevo sacerdocio fundado por el Redentor, ese régimen de gracias se manifestó principalmente a través de los sacramentos, en los cuales las antiguas prefiguras encontraron plena realización.
Se entiende entonces que el comienzo de la misión de la Iglesia, nacida místicamente del costado de Jesús abierto por la lanza, esté asociado al momento en que las lenguas de fuego descendieron sobre María y los discípulos reunidos en el Cenáculo. A partir de ese instante el mismo Dios empieza a marcar a sus ovejas, haciendo que baje sobre ellas el Espíritu Santo y manifestando esa presencia del Paráclito con milagros tan evidentes que dejaron a sus perseguidores muy molestos, porque contra hechos no hay argumentos.
Se puede decir, por tanto, que el régimen de gracias propio al Nuevo Testamento comenzó en Pentecostés. Pero ¿quién garantiza que no pueda haber un “nuevo régimen” más a ser instaurado en la Historia? ¿Dios no habrá reservado para el futuro gracias aún mayores? ¿Quién osaría afirmarlo o negarlo?
A todos el Redentor les ofrece la salvación; no obstante, a cada cual le cabe beneficiarse o no de ella. En el ámbito de las ovejas humanas, cada una escoge su redil. Hecha esa elección, la Palabra de Dios separa irreconciliablemente a los que lo aceptan de los que lo rechazan.
¿Habrá sido hecha ya esa división en nuestra época? ¿O todavía quedará tiempo para optar entre la gracia y la desgracia? ¿Cuándo bajará a la tierra el ángel destinado a sellar en la frente a los siervos de nuestro Dios (cf. Ap 7, 3)? Mientras todavía se diga “hoy”, pidámosle a la Virgen que haga de nosotros refugios de las gracias que Ella reserva para los tiempos actuales