¿Cuántos hombres y mujeres no se encuentran hoy día en una situación similar a la de esa adúltera, necesitando de la acción de la gracia para liberarse de la esclavitud del pecado?
Cuando leemos las Sagradas Escrituras, o la vida de los santos, nos sentimos conmovidos y alentados con esos episodios en los que refulge la misericordia de Dios para con los grandes pecadores, llevándolos al arrepentimiento y a un radical cambio de vida.
Ejemplo característico es la conversión de San Pablo, celebrada por la Iglesia el día 25 de este mes. Joven fariseo dotado de impresionante dinamismo, Saulo de Tarso devastaba la Iglesia recién nacida, invadiendo las casas y arrastrando a la cárcel a sus habitantes, hombres y mujeres (cf. Hch 8, 3). Sólo respiraba “amenazas de muerte contra los discípulos del Señor” (Hch 9, 1).
Cayó el enemigo, se levantó Pablo
Rebosante de odio, marchó hacia Damasco, con poderes para hacer lo mismo allí. En la etapa final de su viaje, no obstante, tuvo un encuentro que cambió instantáneamente el curso de su vida. Rodeado por una luz resplandeciente, cayó a tierra y oyó una voz que lo interpelaba:
—Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?
—¿Quién eres, Señor?
— Soy Jesús, a quien tú persigues. Trémulo y atónito, el hasta entonces perseguidor implacable sólo tuvo fuerzas para preguntar:
—Señor, ¿qué quieres que haga? Había caído Saulo, el enemigo, se levantaba Pablo, el discípulo apasionado, instrumento elegido por Cristo para predicar su nombre “a pueblos y reyes, y a los hijos de Israel” (Hc 9, 15). Pocos días después, proclamaba en las sinagogas de Damasco que Jesús era el Hijo de Dios.
¿Qué ocurrió cuando Saulo estaba en el suelo? A los ojos de su alma resplandeció la Luz, el propio Hijo de Dios. Al brillo de esa Luz, vio la santidad de aquello que perseguía: la Santa Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo.
Al final, la Luz brilló en su alma
En otras grandes conversiones, sin embargo, Dios no manifiesta de forma “fulminante”, por así decirlo, la omnipotencia de la gracia divina. Al contrario, parece complacerse en ir avanzando por etapas, superando una a una las sucesivas barreras interpuestas por la maldad o por la flaqueza humana.
Conversión de San Pablo, por Bartolomé Esteban Murillo Museo del Prado, Madrid
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Ese es el caso de San Agustín. ¡Cuántos vaivenes, cuántas oraciones y lágrimas de su madre, Santa Mónica, cuántos argumentos de San Ambrosio para conducir hasta las verdades de la fe a aquella inteligencia llena de preconceptos! Pero, finalmente, la Luz brilló en su alma. Y narra cómo no logró resistir al fulgor de esa Luz: “Brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera”.1
En la literatura católica existen relatos de miles de conversiones no menos admirables que esas dos. Desde cierto punto de vista, más alentadoras incluso, por tratarse de personajes anónimos que Dios, por pura misericordia, arrancó de los detestables pantanos del pecado.
Una mujer reducida a la peor de las esclavitudes
Uno de esos es especialmente ilustrativo de la verdad expresada por el divino Redentor: “Todo el que comete pecado es esclavo” (Jn 8, 34). Es decir, se vuelve esclavo del demonio, como afirma el Espíritu Santo por la pluma del apóstol virgen: “Quien comete el pecado es del diablo” (1 Jn 3, 8).
lo que le pasó a una mujer de la ciudad italiana de Parma, cuyo episodio es narrado por el sacerdote jesuita Virgilio Cepari en su conocida obra Vida de San Luis Gonzaga.2 El autor no menciona la fecha del milagroso hecho, pero se calcula que ocurrió a principios del siglo XVII, poco después de la beatificación del patrón de la juventud. Tampoco da el nombre de la pecadora convertida: entró en la Historia sólo como un adorno floral de la corona de San Luis Gonzaga, por cuya intercesión fue liberada de la más terrible de las esclavitudes.
Según narra el P. Cepari, una mujer casada de esa ciudad, ufana de su juventud y de su belleza, cayó en adulterio y se encariñó con su amante hasta el punto de llegar a odiar a su propio marido. Vivía cinco años en esa situación, cuando en la ciudad fue expuesta por primera vez a veneración pública una imagen de Luis Gonzaga. 3 En esa ocasión el padre jesuita Valmarana exaltó con un tan fervoroso panegírico la virtud de la castidad, que en la iglesia resonaban sollozos y se inundaban de lágrimas los ojos de los asistentes.
Entre ellos se encontraba la joven adúltera. Fuertemente conmovida, fue en busca del sacerdote y, entre llantos, le expuso el triste estado de su alma. Añadió, no obstante, que estaba de tal forma dominada por la pasión que no tenía fuerzas para romper la relación pecaminosa con su amante.
El pecado la había reducido a la peor de las esclavitudes.
“Recurramos al auxilio divino”
Durante varios días, el P. Valmarana se empeñó en reconducirla por el buen camino. Constatando, sin embargo, la inutilidad de sus esfuerzos, le dijo:
—Hija mía, no veo solución humana para tu caso. Recurramos entonces al auxilio divino. Te basta tener gran fe en el Beato Luis Gonzaga, el joven que progresó en la virtud de la castidad hasta el punto de verse libre de los malos estímulos de nuestra naturaleza caída. Vete a su altar y de rodillas pídele que arranque de tu alma esa vil pasión. Y si te parece bien, haz el voto de ayunar en la vigilia de su fiesta y ofrecerle un corazón de plata. Si actúas así, obtendrás la gracia.
Obedeció y se puso a invocar el auxilio del santo protector de la virtud angélica. Y poco tiempo después, se levantó totalmente transformada: sentía profunda repugnancia por su compañero de pecados, su simple recuerdo le causaba sumo desagrado. Cumplió el voto hecho, y no recayó en el pecado.
¿Qué ocurrió realmente en aquellos cortos minutos de oración? Lo mismo que en los demás casos de conversión: en determinado momento, la Luz resplandeció en su alma. ¿Qué vio en la claridad de esa Luz? Muy probablemente, vio la pulcritud de la castidad y la suprema fealdad del lodazal en el que se había hundido.
Autenticidad de su arrepentimiento
Su compañero de pecados, empero, continuaba esclavo del demonio, y no dejaba de atormentarla, por medio de cartas, recados, obsequios y chantajes. Al seguirla por las calles, le amenazaba con exponerla a una situación vejatoria, incluso a denunciarla a su marido, el cual ciertamente la mataría.
Sin embargo, ella desdeñó sus regalos, cartas e intimidaciones. Fue más allá: declaró que, en reparación por sus pecados, quedaría contentísima de ser expuesta a la vergüenza, no sólo ante su marido, sino del mundo entero, y recibiría de buena gana la muerte.
Y demostró con hechos la autenticidad de su conversión: se penitenciaba con azotes, cilicios, ayunos. Por su gran deseo de sufrir, ella misma se habría acusado ante su marido y parientes, si el confesor no se lo hubiera prohibido.
San Luis Gonzaga – Casa de Santa Francisca Romana, Roma
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Habiendo comenzado en ese ínterin un año jubilar, hizo una confesión general de toda su vida y le rogó al confesor que celebrara una Misa en honor de San Luis, al cual le pedía la gracia de morir con esas buenas disposiciones. Su súplica fue atendida: inmediatamente después de la Misa, se enfermó y en una semana partió de esta vida. Durante su corta enfermedad, repetía jubilosa: “Oh bienaventurado Luis consígueme esta gracia más, moriré y ya nunca pecaré”. Quiso tener siempre en su lecho una imagen suya, y al cuello la reliquia de Luis. Antes de fallecer, llamó a su marido, su madre y demás familiares, a los que les pidió con humildad perdón por todas sus faltas.
Durante el velatorio, realizado en la iglesia, sucedió un impresionante prodigio. Los parientes y conocidos, como era costumbre, besaban la cruz del rosario y las manos de la fallecida como despedida. El infeliz adúltero, movido por loca pasión, quiso besarle en la mejilla. Al acercar sus labios al cuerpo, la difunta escupió gran cantidad de sangre putrefacta, y el hombre se retiró aterrorizado y confundido. Así, la Divina Providencia permitió que quedara manifiesto cómo aquella mujer se había convertido, abominando el pecado.
Dios nos pide muy poco…
¿Cuántos millones de hombres y mujeres se encuentran hoy en una situación similar a la de esa adúltera, a la cual le parecía imposible liberarse de la esclavitud de las pasiones? Pero este, por cierto, como tantos otros hechos de la Historia, nos demuestra una vez más que no hay en nuestra vida circunstancias aflictivas que no se puedan remediar por el poder de la gracia de Dios.
Para acudir en nuestro auxilio, ¡Él nos pide tan poco! Únicamente el acto de fe proveniente de un corazón arrepentido y humillado; por tanto, no del trapacero que busca camuflar o justificar su vicio, sino del hombre que, con humildad y rectitud de alma, se arrodilla y reza, esperando de Él lo que jamás podrá obtener por sus propios esfuerzos. “Un corazón quebrantado y humillado, tú, oh Dios, tú no lo desprecias” (Sal 50, 19).
Por consiguiente, si alguien se siente pobre de virtudes o, peor aún, atascado en el vicio, que no se desespere. Al contrario, acérquese a la Madre de Dios, lleno de confianza. Ella es la Madre de misericordia, siempre dispuesta a atender las súplicas de cualquier pecador, por más miserable que sea.
1 SAN AGUSTÍN. Confesiones. L. X, c. 27, n.º 38.
2 Cf. CEPARI, SJ, Virgilio. Della vita di San Luigi Gonzaga. Roma: Forense, 1862, pp. 417-419.
3 San Luis Gonzaga fue beatificado por Pablo V en octubre de 1605, catorce años después de su fallecimiento. En 1726, el Papa Benedicto XIII lo inscribía en el catálogo de los santos.