Muriendo en la Cruz, Cristo nos abrió las puertas del Cielo. Y esta es nuestra esperanza: en el ocaso de nuestra existencia terrena seremos acogidos por el Cordero de Dios para la vida eterna.
A esta hora, antes del poner del Sol, en este cementerio nos reunimos y pensamos en nuestro futuro, pensamos en todos aquellos que ya partieron, que nos precedieron en la vida y están en el Señor.
La Sangre del Cordero nos abre el Cielo
Es muy bonita la visión del Cielo que oímos en la primera lectura: el Señor Dios, la belleza, la bondad, la verdad, la ternura, el amor pleno. Es todo esto que nos espera. Aquellos que nos precedieron y murieron en el Señor se encuentran allá. Ellos proclaman que fueron salvados no por sus obras -también realizaron obras buenas- pero por el Señor: “La salvación es obra de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero” (Ap 7, 10). Es Él quien nos salva, es Él quien al final de nuestra vida nos lleva de la mano, como un padre, precisamente para aquel Cielo donde se encuentran nuestros antepasados.
Uno de los ancianos hace una pregunta: “Esos, que están revestidos de vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde vienen?” (v.13) ¿Quiénes son estos justos, estos santos que están en el Cielo? La respuesta: “Esos son los sobrevivientes de la gran tribulación; lavaron sus vestiduras y las blanquearon en la Sangre del Cordero” (v.14).
Solo podemos entrar al Cielo gracias a la Sangre del Cordero, gracias a la Sangre de Cristo. Fue precisamente la Sangre de Cristo que nos justificó, que nos abrió las puertas del Cielo. Y si hoy recordamos estos nuestros hermanos y hermanas que nos precedieron en la vida y están en el Cielo, es porque ellos fueron lavados por la Sangre de Cristo. Esta es nuestra esperanza: ¡la esperanza de la Sangre de Cristo! ¡Una esperanza que no desengaña, si caminamos en la vida con el Señor. ¡Él nunca desilusiona!
Tener la esperanza anclada en el Señor
Oímos en la segunda lectura aquello que el Apóstol Juan decía a sus discípulos: “Considerad con qué amor nos amó el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios. Y nosotros, efectivamente, lo somos. Por eso, el mundo no nos conoce… Nosotros somos hijos de Dios, pero todavía no se manifestó lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando esto se manifieste, seremos semejantes a Dios, porque lo veremos como Él es” (I Jo 3, 1-2).
Ver a Dios, ser semejantes a Dios: esta es nuestra esperanza. Y hoy, precisamente en el día de los Santos y antes del de los Finados, es necesario ponderar un poco sobre la esperanza: en la esperanza que nos acompaña durante la vida. Los primeros cristianos representaban la esperanza como un ancla, como si la vida fuese el ancla lanzado al margen del Cielo y todos nosotros caminásemos rumbo a aquel margen, agarrados a la cuerda del ancla. Esta es una bonita imagen de la esperanza: tener el corazón anclado donde están nuestros antepasados, donde se encuentran los Santos, donde está Jesús, donde está Dios. Esta es la esperanza que no desilusiona; hoy y mañana son días de esperanza.
Quien tiene esperanza en Él se torna puro
La esperanza es un poco como el fermento, que hace dilatar el alma; existen momentos difíciles en la vida, pero con la esperanza el alma va en frente y contempla aquello que nos espera. Hoy es un día de esperanza. Nuestros hermanos y hermanas se encuentran en la presencia de Dios y también nosotros estaremos allí, por pura gracia del Señor, si recorremos el camino de Jesús.
El Apóstol Juan concluye: “Todo aquel que en Él tiene esta esperanza se torna puro, como Él es puro (v.3). También la esperanza nos purifica y alivia; esta purificación en la esperanza en Jesucristo nos lleva a caminar deprisa, con prontitud. En esta anticipación del crepúsculo hodierno, cada uno de nosotros puede pensar en el ocaso de su propia vida: “¿Cómo será mi ocaso?”. ¡Todos nosotros tendremos un declive, todos! ¿Lo encaro con esperanza? ¿Con aquella alegría de ser acogido por el Señor? Se trata de un pensamiento cristiano que nos inculque paz. Hoy es un día de alegría, pero de un júbilo calmo, tranquilo, de la alegría de la paz.
Pensemos en el crepúsculo de numerosos hermanos y hermanas que nos precedieron, meditemos sobre nuestro ocaso, cuando él llegue. Ponderemos en nuestro corazón, e interroguémonos: “¿Dónde está anclado mi corazón?”. Si no está bien anclado, anclémoslo allí, en aquel margen, conscientes de que la esperanza nunca decepciona, porque el Señor Jesús nunca desilusiona.
(Homilia en el Cementerio Verano,1/11/2013)
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