El hombre puede ser comparado a un castillo cercado por enemigos que quieren dominarlo, cuando traba una cruda batalla contra las poternas abiertas de nuestra propia alma, adquiriendo buenos hábitos. Si no, en un punto donde obtuvimos la virtud, entra el pecado venial y después el mortal.
En cierta ocasión, después de una conferencia mía en el Teatro Municipal de São Paulo, una persona me dio este consejo:
– Usted debería dar discursos más complicados de los que hace. Lo miré espantado y le pregunté:
– ¡¿Por qué?!
Él me dijo:
Dr. Plinio habla en el Teatro Municipal de São Paulo en 1965
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– Porque Usted acostumbra a dirigirse a personas que no están habituadas a entender las cosas, son gente muy sencilla. Entonces Usted reduce los temas a la simplicidad de ellos. Resultado: ellos piensan que el asunto es muy fácil y no le dan valor a lo que Usted está diciendo.
Falta de agilidad
No discutí con él, pero mi comentario interior fue el siguiente: no hablo con la finalidad de que se dé valor, al contrario, es para que se entienda, entendiendo se quiera, queriendo se haga lo que se debe hacer. Es este mi objetivo al hablar. El juicio que las personas puedan hacer de mí, al final de cuentas, poco me importa. Quiero llegar al resultado concreto, en favor de la Causa de Nuestra Señora.
Tomé, por tanto, el hábito de en todas mis exposiciones comenzar a abordar el asunto por su aspecto más simple, para después, ver como se ramifica en consideraciones de un orden superior.
Cuando niño cuántas veces me sucedió esto: Yo veía niños a mí alrededor que tenían una vida mucho más libre y agradable que la mía. Porque yo no tengo una primera comprensión de las cosas muy rápida. Pero una vez que entiendo el asunto, ando con una relativa rapidez. Como resultado, mis estudios primarios fueron más difíciles que los secundarios, y estos más arduos que los universitários. Tuve así, que trabar una batalla para adquirir los conocimientos primarios, que me dejó avergonzado, porque yo tenía una serie de compañeros que aprendían en un instante. Y aunque yo sea totalmente brasilero, no sé por qué manifestaba esa manera de ser poco característica de mi País.
Yo sospechaba bastante que si mis compañeros, con aquella agilidad de espíritu que tenían, notaban mi lentitud, se reirían de mí y me llamarían de burro. Entonces, yo quería esconder esa falta de agilidad, lo que me hacía la vida dura. Por otro lado, era realmente obligado a estudiar.
Dificultad en el estudio de la Geografía
¡No imaginan lo que representó para mí, por ejemplo, el estudio de la Geografía! En aquella época, se le exigía al alumno saber de memoria todos los límites de los 21 Estados brasileños.
Ahora, cada Estado tiene por lo menos tres o cuatro límites. Para saber encajar el minúsculo Estado de Espírito Santo entre Bahía, Río de Janeiro y Minas Gerais es un problema, ¡porque hay límites por todos lados! Menos mal que el Océano Atlántico simplificaba la cuestión… Yo no tenía buena memoria. Hasta instalar eso “a cincel” en mi memoria, ¡qué trabajo!
Todavía me acuerdo que siempre fui muy propenso a analizar ambientes y costumbres. Me acuerdo de mí, estando en mi casa, en el cuarto de estudio de los niños, sentado junto a una mesa, aprendiendo esto y aquello, y mirando hacia el jardín, a través de una arcada de la terraza, viendo el Sol, la belleza de la naturaleza, el horizonte que se abría frente a mí, los gorriones. Me gustaba mucho mirar los gorriones – que eran abundantes en el São Paulo de aquel tiempo –, que saltaban de acá para allá. Y quedaba, como todo niño, con deseos de dejar de lado el estudio sobre los límites de los Estados del Brasil. Además porque yo tenía una objeción indignada: ¿Si eso está en el libro, por qué tengo que aprendérmelo?
Otra objeción, aún más furiosa: ¿Qué se concluye de eso? Entre el Espíritu Santo y Minas – voy a inventar, porque no tengo la menor idea de cuales sean sus límites – está, digamos, la Sierra del Biapó y después la del Catindé. ¿Qué voy a hacer yo con la Sierra del Biapó? ¿Qué se deduce de eso? Nada. Si se concluyera algo, comprendo el esfuerzo para meter en mí memoria esos datos. Pero si me dijeran que ese es el límite entre el Estado de Pará y el de Amazonas daba lo mismo. ¡¿Por qué tengo que aprenderme ese enredo?! Y me responderían:
– ¡Tiene que aprender, porque, si no, no pasa el examen! Usted tiene que graduarse, y para ser aprobado en el curso superior debe concluir la secundaria, en la que hay Geografía del Brasil. Por tanto, necesita saber, no tiene alternativa.
Lucha contra la pereza
Me acuerdo de mí, en cierta ocasión, sentado en la mesa, solo – mi hermana y mi prima, que estudiaban habitualmente conmigo, no estaban en el momento –, bien al frente del jardín, una naturaleza bonita, luminosa, y yo consciente que las consecuencias serían muy desagradables si me vieran en el jardín: la institutriz me denunciaría, Doña Lucilia quedaría desagradada y me daría una buena reprimenda…
Yo pensaba: “Está bien, no voy. Pero, ¿quién me prohíbe cerrar este libro y quedarme mirando para afuera?”
El ambiente, todo el conjunto que aquello formaba no era más bonito que cualquier jardín visto por algún chico. Entre tanto, un jardín puede, a ciertas horas, deslumbrar a un niño. Me venían entonces los deseos: ¡Ah, el jardín! ¡Oh, dolce far niente, no hacer nada, que cosa agradable! Libro cerrado, cuerpo relajado, paseando con el alma por el jardín. El tiempo corre, corre, corre…
Yo hice eso y, a cierta altura, noté que estaba delicioso, pero reparé que había algo en mí, como si fuera agua, que por un desagüe misterioso se salía y me dejaba vacío, me dejaba más débil. Resultado, yo quedaba menos propenso para el cumplimiento del deber. Cualquier obligación se me hacía más difícil.
Me venía, entonces, este pensamiento puesto por la rectitud que había en mí: “¿Esta flaqueza no le da asco? ¿Usted no ve que, si coge ese hábito, termina blandengue? ¿Usted quiere ser así? ¿No percibe hacia donde lo llevará esto? ¡Qué horror! Por otro lado, ser enérgico y vencer esto, ¡oh, maravilla!”.
Comenzaba, entonces, la lucha interior, en el gozo de los deleites:
– ¿Qué sabroso, he? Qué delicia, sólo un poco más…
Al poco rato, la consciencia acusaba:
– ¡Vamos a parar!
– No, porque ahora está más difícil que antes.
– Pero si ya es difícil, va a quedar cada vez peor. ¿Lo que Usted quiere es que el buen camino sea cada vez más duro para Usted? Entonces, reconozca por lo menos que Usted escogió el mal camino. ¿Es esto lo que Usted está haciendo?
– ¡No, esto tampoco!
– Entonces sea franco. Corte ya, o dentro de poco será todavía más difícil. Gran gemido: “¡Qué dificultades en esta vida! Pero al final, es mejor cortar ahora. Voy a abrir el libro de la Sierra del Catindé…”
A veces uno se recuerda de ese combate interno y tiene una alegría, una satisfacción porque venció. Ese día se siente más liviano, porque se ganó una batalla.
Entretanto, viene un miedo: yo vencí esta batalla, pero fue duro. ¿Ganaré las otras? O llevo una vida insoportable, teniendo batallas así todos los días – en las que cada vez que esté inclinado a huir del estudio, me pongo a estudiar aún más, agrediendo la tentación –, o sucumbo.
Ahí está, en punto minúsculo, en un episodio infantil, una pequeña batalla de las muchas que tuve que vencer contra mi pereza natural. No hay la menor duda de que, por más que los abismos se vayan multiplicando entre las generaciones, todos sienten cosas de este género. ¡Es humano!
Ruínas del Château-Gaillard, Francia
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Claro está, esa lucha no se da apenas entre la pereza y la fortaleza; de acuerdo a cada alma, cada vía, cada situación, sucede más o menos con todas las virtudes del hombre. Porque el ser humano es tentado en cualquier materia. La vida espiritual va emergiendo así, como una fortaleza cercada por todos lados.
La poterna abierta de Château-Gaillard
Cuando jovencito – no puedo definir bien en qué época de mi vida, pero era bien joven o tal vez todavía niño –, recuerdo que a respecto de la batalla de Bouvines, vencida por Felipe Augusto, vi un dato sobre un castillo que se llamaba Château-Gaillard. Se trataba de una fortaleza bien defendida. Pero el enemigo que organizaba el cerco, encontró abierta una poterna que la servidumbre utilizaba para la limpieza del castillo, ésta quedaba en un extremo de la muralla, al alcance del adversario. Esa portezuela, normalmente protegida por una fuerte reja, quedó abierta por descuido de alguno de los ocupantes de la fortaleza. Cuando los defensores de la ciudadela menos esperaban, se encontraron con el enemigo dentro del castillo. La batalla estaba perdida.
Me acuerdo de haber hecho esta reflexión: “¡Si Usted no pone atención, este castillo es Usted! O Usted traba una batalla más dura que nunca contra las poternas abiertas de su propia alma, y monta una defensa aquí, allá y más allá, adquiriendo buenos hábitos, o entonces, en un punto donde Usted alcanzó la virtud, entra el pecado venial y después el mortal, en estampida dentro de su propia alma, ¡y Usted está perdido! ”
Esa es la prudencia, que consiste en tener el castillo bien construido, poner rejas en las poternas y mantenerlas cerradas. La prudencia consiste en establecer un ordo de vida.
Frente a la clarinada de un enemigo que se aproxima, cada uno es responsable por su propia vida y la de los otros. Si una poterna llega a tener alguna falla en su seguridad, todos serán muertos. ¡Presten atención!
(Extraído de conferencia de 1/8/1981)