Privilegio de Dios, los milagros encierran en sí un fin altísimo: la salvación eterna de los hombres, por el hecho de elevarlos a la consideración de su fin sobrenatural.
Después de haber hecho innumerables milagros por donde pasaba, Jesús llegó a Nazaret. Estando un sábado en la sinagoga, le dieron el Libro del profeta Isaías. Lo desenrolló, eligió con convicción un pasaje y leyó: “El Espíritu del Señor, Dios, está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad; para proclamar un año de gracia del Señor” (Is 61, 1-2).
En el milagro, Dios escapa a nuestras medidas, ya que actúa a su medida La resurrección de Lázaro, por Lucca di Tommè – Pinacoteca Vaticana
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Al terminar su lectura, “enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en Él. Y Él comenzó a decirles: ‘Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír’ ” (Lc 4, 20-21).
De la admiración al rechazo más completo
En un primer momento el divino Maestro despertó un brote de admiración en sus oyentes, pero enseguida “sobrevino la desconfianza e inmediatamente el odio mortal”.1 Al escuchar sus palabras, los nazarenos lo echaron fuera de la ciudad, lo llevaron hasta el precipicio del monte e intentaron despeñarlo (cf. Lc 4, 29).
Las palabras del Señor no podían haber sido más claras: se hallaban ante el esperado de las naciones previsto por los profetas, una nueva era llena de bendiciones y espiritualidad despuntaba en el horizonte. Sin embargo, aquellos judíos no deseaban la venida de un Hombre Dios. En sus corazones no había sitio para la enseñanza nueva expuesta con autoridad (cf. Mc 1, 27) que Cristo estaba trayendo. Ansiaban un líder socio-político capaz de obtenerles la victoria y la prosperidad en el plano material. Si deseaban que se hicieran milagros en Nazaret sólo era como medio de conseguir ventajas terrenas. De modo que “no hizo allí muchos milagros, por su falta de fe” (Mt 13, 58).
Algo similar pasa en el mundo contemporáneo. Inmerso en una enorme crisis que afecta a todos los campos de la existencia humana, reniega de quien puede salvarlo. Hoy día, cuando se habla de Cristo se intenta presentarlo como un personaje histórico, que estableció principios éticos y humanitarios, no como la segunda Persona de la Santísima Trinidad, hipostáticamente unida a la humanidad en la Persona divina de Jesús, fundamento de la Iglesia, Cabeza del Cuerpo Místico fundado por Él.
Para que luchemos contra la invitación al escepticismo que encubre las verdades de la fe con los velos del materialismo, será de utilidad conocer cuál es el papel de los milagros en los designios de Dios: instrumentos de amor destinados a abrir nuestras almas para el encuentro con Él.
Signos y símbolos que hablan de la verdad de Dios
Si prestamos atención en el misterioso juego de los fenómenos naturales veremos cómo los astros, los minerales, los vegetales y los animales actúan siempre de acuerdo con las reglas divinas, produciendo y buscando ordenadamente aquello que es propio a su especie y naturaleza.2
Dios se sirve de ese engranaje para entrar en comunicación con el hombre que, al ser una criatura “a la vez corporal y espiritual, expresa y percibe las realidades espirituales a través de signos y de símbolos materiales.”.3
Y al igual que el ser humano usa la palabra para comunicarse, Dios se vale de las criaturas para hablarles, haciendo de ellas un subsidio eficaz para saciar la sed de infinito que Él mismo ha impreso en las almas, a la manera de un instinto sobrenatural, el cual las lleva a estar constantemente en busca de la verdad de todas las cosas.
Un recurso eficaz, sin duda, pero no un camino seguro, ya que el pecado original hizo al intelecto humano susceptible de engaño. “La transmisión fidedigna de una verdad y, sobre todo, su interpretación y conservación, ya constituía un problema para los pueblos de la Antigüedad. Más difícil aún era explicar, sin error, cuestiones metafísicas y sobrenaturales. Ni siquiera los tan admirados griegos, romanos o egipcios, con toda su sabiduría y ciencia, escaparon a ese mal”.4
Así pues, aunque habían sido beneficiados por el Creador con una sabiduría natural, acabaron hundiéndose en un triste ocaso, por la falta de visión sobrenatural que les proporcionara una noción del Dios verdadero.
Los milagros llevan a conocer las cosas de la fe
Cuando llegó la plenitud de los tiempos y para que se cumplieran las promesas y profecías hechas en el Antiguo Testamento, la Majestad divina envió a su Hijo al mundo, a fin de dar a conocer los misterios de su inmenso amor. “Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas”.5
A los auxilios internos del Espíritu Santo, manantial de la salvación, quiso Dios que se juntaran “argumentos externos de su Revelación, a saber, hechos divinos y, ante todo, los milagros y las profecías que, mostrando de consuno luminosamente la omnipotencia y ciencia infinita de Dios, son signos certísimos y acomodados a la inteligencia de todos, de la Revelación divina”.6
Y así como, guiado por la razón natural, el hombre puede llegar a tener alguna noticia de Dios a través de signos y efectos naturales, así también, “por medio de ciertos efectos sobrenaturales, que llamamos milagros, pueda llegar a algún conocimiento de las cosas que ha de creer”.7
Por consiguiente, es menester entender exactamente qué es el milagro.
Una acción de Dios cuyas causas desconocemos
San Agustín define como milagro “a lo que, siendo arduo e insólito, parece rebasar las esperanzas posibles y la capacidad del que lo contempla”.8 Por su parte, Santo Tomás, siempre preciso, observa que ciertos fenómenos podrán sobrepasar las capacidades de algunas personas, pero no las de otras. Un eclipse de sol, por ejemplo, tendrá una causa desconocida para los profanos en la materia, cosa que no ocurre con los astrónomos. Por eso prefiere definirlo así: “milagro viene a equivaler a lleno de admiración, es decir, lo que tiene una causa oculta en absoluto y para todos. Esta causa es Dios. Por lo tanto, se llaman milagros aquellas cosas que son hechas por Dios fuera del orden de las causas conocidas para nosotros”.9
El milagro es, por tanto, un privilegio divino y “Dios escapa a nuestras medidas, ya que actúa a su medida”. 10 Aunque los milagros no son una manifestación de algo sin sentido o que contraríe la naturaleza. En realidad, desvelan la acción divina,11 al ser “signos del poder y de la libertad de Dios. Representan una perfección deseada, y en muchos casos —especialmente las curaciones— una conclusión de la naturaleza”.12
Punto de encuentro con una grandeza de orden superior
Ahora bien, no podemos imaginar que, al realizar un milagro, Dios sólo tenga por intención corregir una laguna en el orden de los seres creados. Sería equipararlo a un inhábil artista que después de haber pintado un cuadro de manera imperfecta quisiera perfeccionarlo, para que no cayera en descrédito una obra salida de sus manos. O incluso a un compositor que deseara cambiar a cada instante sus melodías según el capricho de su voluntad. Evidentemente tales actitudes son inadmisibles en Dios.13
La actuación de Dios en los acontecimientos no se da como la de un actor que, inesperadamente, aparece en el escenario de la Historia, sino como un Ser que, por su omnipotencia, lo rige todo desde que formó el universo. En este sentido, afirma el Doctor Angélico que Dios “está en todos por potencia en cuanto que todo está sometido a su poder; que está por presencia en todos en cuanto que todo queda al descubierto ante Él; que está en todos por esencia en cuanto que está presente en todos como razón de ser”.14
Luego como regulador del mecanismo de los seres, “Dios puede suspender o alterar milagrosamente, en un momento dado, cualquiera de las leyes físicas o naturales que Él mismo impuso a la naturaleza”.15 Únicamente a Él le cabe, por tanto, realizar prodigios que rebasan las leyes naturales, es decir, los milagros.
El milagro es, pues, el punto donde la naturaleza, a veces imperfecta y necesitada, se encuentra con la grandeza de un orden superior: la acción de Dios, que la completa y embellece. Por tal motivo los milagros también encierran en sí un fin altísimo: la salvación eterna de los hombres, por el hecho de elevarlos a la consideración de su fin último sobrenatural. La Divina Providencia, no contenta con dar a conocer las enseñanzas de su amor, nos concede aún esos signos, para que en ellos creamos y la amemos todavía más.
Para llevar a cabo la acción milagrosa y lograr su finalidad, Dios suele usar a sus criaturas como instrumento, ya sean ángeles, hombres o incluso animales, dándoles el honor de participar en la ejecución de sus insondables designios. La Sagrada Escritura nos narra numerosos episodios que lo atestiguan, como el caso de la curación de Tobit por el arcángel San Rafael (cf. Tob 3, 25), o la victoria de Sansón sobre los filisteos con una simple quijada de asno (cf. Jue 15, 14- 15), o incluso cuando la burra de Balaán que le increpó con palabras humanas, por no hacer la voluntad divina (cf. Núm 22, 28).
Importantísimo papel en la Iglesia primitiva
El carácter salvífico del milagro es especialmente visible en los primeros tiempos de la Iglesia. Antes de su Pasión, Cristo quiso dispensar a los Apóstoles el carisma de hacer milagros, para que por medio de ellos pudieran convertir a las almas y confirmarlas en la creencia del Evangelio (cf. Mt 10, 7-8).
El milagro fortalece y confirma en la fe a los que lo presencian – San Antonio y la mula del hereje, por Hipólito Scarsella Museo de Hieron, Paray le Monial (Francia)
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Al comentar los milagros realizados por los Apóstoles, San Agustín realza su importantísimo papel en el establecimiento de los fundamentos de la Iglesia Católica. Revelaban su carácter divino e inmortal, y la necesidad de acatar sus enseñanzas para llegar a la verdad, que es Dios. Y concluye: “ya no nos conviene, pues, dudar que se ha de creer a los que, cuando predicaban cosas asequibles a pocos, pudieron persuadir a los pueblos que ellos poseían la verdad que debía abrazarse. Pues ahora es preciso averiguar a qué autoridad conviene someterse mientras somos ineptos para dar alcance a las cosas divinas e invisibles”.16
El que recibe el carisma de los milagros no actúa, por tanto, conforme la virtud de su naturaleza, sino por la de Dios. De lo contrario, no realizarían obras que exceden las capacidades naturales. Y lo mismo sucede con todos los demás carismas, porque, como dice el Apóstol: “hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común” (1 Cor 12, 4-7).
Eleva las almas y las conduce a la salvación
El milagro no es, pues, “una pura demostración de poder, sino un gesto de amor: una obra común del Padre y del Hijo, nacida de su mutuo amor. De este modo, el milagro no revela su verdadera naturaleza más que cuando se le considera desde el punto de vista de Dios, no menos que desde el punto de vista del hombre”.17
Por consiguiente, requiere de nuestra parte una profunda adhesión, como fruto de la virtud de la fe. Tal adhesión, explica el padre Scheeben, “depende esencialmente de la claridad, vivacidad y fuerza de nuestras disposiciones morales, señaladamente, de nuestro amor a la verdad, de nuestro respeto a la autoridad de Dios, de nuestra confianza en su bondad y en su providente sabiduría”.18
Y como el milagro “se sitúa en el orden religioso por el que Dios invita al hombre a una comunión de vida con Él”,19 animándolo a caminar por la vía de la santidad, es necesario que el beneficiario del milagro esté lleno de la unción de la fe para creer en aquello que le transmite el acto. Y aunque no demuestre directamente ninguna verdad, el milagro, cuando es auténtico, manifiesta la fuerza increada.20 Por eso fortalece y confirma en la fe a los que lo presencian.
La virtud de la fe “nos facilita a entrar más allá del umbral de nuestra estrecha naturaleza, y tomar conciencia de las profundidades de los vínculos que unen el universo a Dios”;21 como está dicho en la Carta a los Hebreos: “es fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve” (11, 1). Así pues, “los milagros tienen un papel importante en la génesis de la fe”22 y lo es, según afirma el Doctor Angélico, porque “al exceder las cosas de la fe la capacidad humana, no pueden probarse con razones humanas, sino que es necesario probarlas con argumentos del poder divino”.23
¡Cuántas conversiones no han producido los milagros! Médicos curtidos e indiferentes a las verdades de la fe, hombres ateos y empedernidos en el mal que, en presencia de hechos de ese género, al darse cuenta de que “no ha habido ilusión ni error de sentidos; existe desproporción manifiesta entre el efecto producido y las fuerzas de la naturaleza, físicas, psíquicas o espirituales, que buenamente se pueden suponer en acción”,24 se preguntaron: ––¿Dónde está tu Dios?
Los milagros fueron entonces, como en un flash, los que le mostraron la verdadera religión. La misericordia insondable y amorosa de Dios es la que quiere atraer a las almas, incluso a las que están inmersas en el error y en la incredulidad, para elevarlas al panorama de su fin sobrenatural y conducirlas hacia la salvación.
1 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Jesús predica en Nazaret. In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano- São Paulo: LEV; Lumen Sapientiæ, 2012, v. VI, p. 45.
2 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 2, a. 3.
3 CCE 1146.
4 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. ¿Puede equivocarse el Papa? In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano- São Paulo: LEV; Lumen Sapientiæ, 2013, v. VII, p. 403.
5 CCE 52.
6 Dz 3009.
7 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., II-II, q. 178, a. 1.
8 SAN AGUSTÍN. De utilitate credendi. C. 16, n.º 34. In: Obras. Madrid: BAC, 1956, v. IV, p. 893.
9 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., I, q. 105, a. 7.
10 LATOURELLE, René; FISICHELLA, Rino (Dir.). Diccionario de Teología Fundamental. 3.ª ed. Madrid: San Pablo, 2010, p. 958.
11 Cf. Ídem, pp. 938-939.
12 POULIOT, François. La doctrine du miracle chez Thomas d’Aquin. Deus in omnibus intime operatur. Paris: J. Vrin, 2005, p. 49.
13 Cf. ODDONE, Andrea. Il sigillo divino. Milano: Vitta e Pensiero, 1939, p. 14; 24.
14 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., I, q. 8, a. 3.
15 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Dios y su obra. Madrid: BAC, 1963, p. 566.
16 SAN AGUSTÍN. De vera religione. C. 25, n.º 47. In: Obras, op. cit., p. 125..
17 LATOURELLE; FISICHELLA, op. cit., p. 951.
18 SCHEEBEN, J., apud GRANDMAISON, SJ, Leoncio de. Jesucristo: su persona, su mensaje, sus pruebas. 2.ª ed. Barcelona: Litúrgica Española, 1941, p. 406.
19 LATOURELLE; FISICHELLA, op. cit., p. 938.
20 Cf. MONSABRÉ, Jacques- Marie-Louis. 26.ª Conférence: De la force démonstrative des miracles. In: Introduction au Dogme Catholique. Les miracles. Conférences conventuelles. 6.ª ed. Paris: L’Année Dominicaine, 1891, t. III, pp. 178-179.
21 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Quando fé e razão se osculam… In: Lumen Veritatis. São Paulo. Año I. N.º 4 (Jul.-Sept., 2008); p. 15.
22 POULIOT, op. cit., p. 93.
23 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., III, q. 43, a. 1.
24 GRANDMAISON, op. cit., p. 405.