Una triste tendencia del naturalismo propio de nuestro tiempo consiste en humanizar hasta lo más sagrado, reduciéndose todo a las insignificantes proporciones que el hombre moderno sea capaz de entender. Infelizmente, ese dinamismo ni siquiera ha respetado a la divina figura de Jesucristo, viéndolo de forma tan humana que poco queda de su divinidad.
San José – Basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil)
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La verdadera teología, al contrario, se niega a aceptar esa sistemática disminución de la cual Jesús es muchas veces objeto, y no sólo subraya su perfección, sino también la excelencia de todo lo que le rodeó, por voluntad suya. Ahora bien, aunque de la maternidad divina se hayan deducido los altísimos privilegios sobrenaturales que conocemos de María, a la teología le ha faltado desarrollar en profundidad la magnífica parte reservada a San José, pues como esposo de la Virgen —y sobre todo como padre de Jesús— tendría que estar revestido de su excelencia.
Al igual que María fue para Jesús la mejor de las madres, José fue también para Él el mejor de los padres. De hecho, ¡con qué esmero cuidó del Niño Jesús y con qué desvelo se dedicó a la Santísima Virgen! Las escasas referencias al santo Patriarca en los Evangelios nos lo muestran como un gigante de la fe y de la confianza, pero dejan a nuestra piedad y al sentir teológico católico la sublime tarea de completar su figura.
El ser verdaderamente padre resume en sí la súper excelencia de todas las actividades de un hombre. Celoso y responsable en sus atribuciones paternas, San José luchó sin duda por el sustento de la Sagrada Familia. No obstante, esa fue la menos elevada de sus prerrogativas. Junto a María Santísima y al Niño Jesús asumió alternadamente —según las circunstancias— el papel de sustentador, de consolador, de guía y consejero, de gobernador y regente, de protector y defensor, de formador y orientador… En efecto, Jesús no quiso, aun cuando no le era necesario, prescindir de José; para asemejarse en todo a nosotros.
Fuerza interior, pureza inmaculada, determinación férrea, confianza inquebrantable… en todas las circunstancias en las cuales encontramos a San José, siempre es para nosotros un modelo de acción, de estado de espíritu y de santidad, hasta el punto de que podamos afirmar sin recelo que no haya campo de la actividad humana en el cual él no sea una referencia segura y el ejemplo más perfecto. Para comprender la posición de San José como ápice del género humano, basta considerar que constituyó para Nuestra Señora la figura máxima después de su divino Hijo.
Las excelencias de San José son, por tanto, mucho más transcendentales de lo que suele retratar la piedad popular. No podemos ver en él únicamente un bello modelo para todo hombre, sino un verdadero patrón para la construcción de una civilización entera.
Esta concepción, sin embargo, sólo dará todos sus frutos cuando sean renovados los corazones mediante una nueva infusión del Espíritu Santo. Por consiguiente, no es imposible relacionarla con el triunfo del Sapiencial e Inmaculado Corazón de María, lo que da lugar a la hipótesis de que el Reino de Cristo, y Reino de María, constituya también el Reino de José…