Entre las tesis de Licenciatura en Teología presentadas este año en la Universidad Gregoriana, de Roma, llamó la atención, por su originalidad, una titulada “La teología de interpretación del ‘Big Bang’”.
En la actualidad parece que la ciencia nunca será capaz de levantar el velo que cubre el misterio de la creación. Para el científico que durante toda su vida se ha guiado por la creencia del poder de la razón, esta historia termina como una pesadilla. Escaló las montañas de la ignorancia y está a punto de llegar a lo más alto de la cima; cuando consigue alcanzar la última roca, es recibido por un grupo de teólogos que allí están sentados desde hace siglos”. 1
Este testimonio personal de Robert Jastrow, renombrado científico norteamericano, fundador del Goddard Institute for Space Studies (GISS) de la NASA, ilustra bien cómo la teología no es ajena a las cuestiones científicas, sino que las explica y trasciende.
Aspecto poco conocido de la historia científica
Los pioneros en las ciencias naturales del siglo XVII, como muchos de sus continuadores en siglos posteriores, eran hombres profundamente religiosos, convencidos de que sus investigaciones no pasaban de ser una contribución más para poner de manifiesto la obra del Creador.
Basta pensar en los importantes estudios del obispo danés, hoy beato, Niels Stensen (1638-1686) sobre mineralogía, por los cuales es considerado el fundador de la geología moderna. O en los incontables hijos espirituales de San Ignacio de Loyola — entre ellos el P. Athanasius Kircher (1602-1680), erudito en innumerables campos científicos; el P. Giovanni Battista Riccioli (1598-1671), cuya enciclopedia astronómica marcó época; el P. Francesco María Grimaldi (1618- 1663), descubridor de la difracción de la luz; el P. Ruggero Boscovich (1711- 1787), considerado el creador de la física atómica fundamental— que contribuyeron significativamente en las conquistas de la ciencia y de la técnica y fueron asiduos correspondientes decientíficos influyentes de su época. 2
Hoy, los astrónomos sostienen casi unánimemente que el universo primitivo empezó a expandirse a partir de una minúscula e increíblemente caliente “bola de fuego”
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Tras estos precursores no han faltado fervorosos católicos en la vanguardia de los más diversos campos de la ciencia. El francés Augustin Louis Cauchy (1789-1857) —cuyo nombre figura muchísimas veces en los libros de ciencias exactas, física e ingeniería— era un católico convencido, miembro de la Sociedad de San Vicente de Paúl. Uno de los mayores científicos de la Historia, Louis Pasteur (1822-1895), fue un católico ejemplar en pleno siglo del positivismo ateo y del racionalismo agnóstico.
Su contemporáneo, el abad agustino austriaco Gregor Johann Mendel (1822-1884), es considerado el padre de la genética. El físico italiano Alessandro Volta (1745-1827), inventor de la pila eléctrica, 3 era hombre de Misa y Rosario diarios, mientras que su coetáneo el científico francés André Marie Ampère (1775-1836), fundador de la electrodinámica, 4 tiene una obra titulada Pruebas históricas de la divinidad del Cristianismo . Y muchos otros podrían ser citados hasta nuestros días a modo de ejemplo.
La ciencia y la fe se complementan
Por otro lado, el Magisterio Pontificio ha sido unánime en demostrar cómo la ciencia y la fe convergen hacia una única verdad, por diversas vías, pero complementarias. 5
El Concilio Vaticano II lo confirmó, recordando que las realidades profanas y las de la fe tienen origen en el mismo Dios: “La investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado,aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser”. 6
Ahora bien, para que sea posible una relación fructífera entre ciencia y fe, es necesaria la mediación de una filosofía realista, reconocedora de que las entidades materiales observadas por la ciencia son reales, que existen independientemente del observador, que poseen una racionalidad coherente, que están gobernadas por determinadas leyes y que conforman un todo ordenado.
Se dice que la sana filosofía es aquella que cuenta las cosas evidentes y que no son dichas por nadie; pues bien, esa es la filosofía realista, la filosofía de Santo Tomás de Aquino y de tantos otros pensadores católicos.
El autor de este artículo, cuando aún era diácono, recibe los Evangelios de manos del Papa durante la Misa del primer día de este año, en la Basílica de San Pedro
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El cosmos: una dimensión de la realidad inalcanzable por la ciencia
La ciencia —incluso cuando se basa en una filosofía realista y considera el universo como contingente— debe ser consciente de que nunca podrá revelar todos los misterios del cosmos, por más que la técnica progrese, ya que hay una serie de dimensiones de la realidad que se escapan completamente de su alcance. Por eso, la ciencia jamás podrá demostrar la existencia de Dios, ni tampoco negarla; sencillamente, no tiene autoridad para pronunciarse sobre tal materia.
Quien observa el cielo estrellado con un mínimo de espíritu contemplativo es llevado naturalmente a formularse una serie de preguntas para las que la astrofísica no tiene respuesta: ¿Por qué existe el universo? ¿Por qué tiene el orden que observamos en él? ¿Es fruto de un proyecto inteligente?
¿Ha tenido origen? ¿Cuándo y cómo? ¿Siempre ha sido como lo vemos hoy? La ciencia intenta dar una respuesta a éstas y otras preguntas del género mediante la cosmología, una rama del saber que trata, por un lado, sobre la formación del universo, de su estructura y evolución (aspecto físico o científico), y, por otra parte, su origen y finalidad (aspecto filosófico-teológico). En realidad, la cosmología es una disciplina fronteriza entre las ciencias naturales, la filosofía y la teología. Es una ciencia de la totalidad que busca, entre otras cosas, la respuesta a la pregunta sobre la totalidad del universo en el sentido ontológico. Sin embargo, la respuesta a esa pregunta no se encuentra en la totalidad física del universo, que es el objeto de estudio de la cosmología, sino fuera de ella; la totalidad del universo encuentra su explicación solamente en una Causa superior que transciende su realidad física.
Las cuestiones relacionadas con el origen del universo y su evolución suscitan fuertemente, por tanto, preguntas fundamentales como esas, que de un modo natural ponen en relación la fe y la ciencia. Esta es la razón que me ha llevado a escoger el Big Bang como tema de mi tesis de Licenciatura en Teología, en la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Gregoriana, en la especialidad de Teología Fundamental, pues la teología no sólo tiene el derecho de decir una palabra en el debate científico, sino más que eso, su voz es indispensable para que se pueda entender con profundidad la realidad del universo.
Influyó también poderosamente en mi elección el P. Paul Haffner, de la diócesis de Portsmouth (Reino Unido), licenciado en Física por la Universidad de Oxford y doctor en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana, de la que es profesor convidado.
Autor de más de 30 libros y 150 artículos, ha estudiado durante décadas las relaciones entre religión y ciencia, con especial énfasis en la cosmología y en la obra del P. Stanley L. Jaki, OSB, que conoce en profundidad.
Por último, no ha sido ajena a esta elección mi formación académica de Ingeniero Aeronáutico por la Universidad Politécnica de Madrid, aunque nunca haya ejercido la profesión, pues inmediatamente al finalizar mis estudios, tuve la gracia de dedicarme enteramente al servicio de la Iglesia.
Aspectos filosóficos y teológicos del origen del universo
Hoy, los astrónomos sostienen casi unánimemente que el universo primitivo empezó a expandirse a una gran velocidad —en un proceso tan rápido como violento, denominado “inflación cósmica”— hace unos 13 mil millones de años, a partir de una minúscula e increíblemente caliente “bola de fuego”. Es el denominado “modelo estándar” del universo o “modelo del Big Bang”.
En torno a esta concepción y a otros modelos cosmológicos existe hoy en día un encendido debate relacionado con los aspectos estrictamente más científicos, como la historia térmica del universo, la causa del desplazamiento hacia el rojo de los espectros electromagnéticos de las radiaciones estelares, la radiación cósmica de fondo de microondas, la supuesta existencia de la materia oscura y de la energía oscura, la explicación de la abundancia relativa de los elementos químicos que se observa en el universo, la descripción de la nucleosíntesis estelar, así como los procesos de la formación de las estrellas y de las galaxias, y tantos otros.
Pero el debate no se limita a los aspectos científicos de la cuestión.
Están en juego concepciones filosóficas y teológicas de gran importancia. Si el modelo del Big Bang explica el origen del universo a partir de la nada, ¿qué necesidad hay de un Creador?
¿Pueden ser separadas la dependencia temporal del universo y su dependencia ontológica con relación al Creador? ¿El cosmos es autosuficiente y conducido exclusivamente por una casualidad ciega, u obedece a la amorosa Providencia Divina? ¿Cómo se justifica, entonces, la existencia de leyes naturales inmutables? Por otro lado, si Dios interviene en la creación, ¿qué sentido tienen los fenómenos casuales? ¿Cómo se armonizan la autonomía de las criaturas y su dependencia esencial del Creador, inmanencia y trascendencia?
Una de las variantes del modelo del Big Bang postula una futura contracción paulatina cada vez más rápida del universo, culminando en un colapso gravitatorio sobre sí mismo. ¿Eso quiere decir que el modelo del Big Bang prevé el fin del mundo?
Responder aquí a cada una de estas preguntas alargaría demasiado esta materia y me obligaría a tratar de forma sumaria un asunto rico y apasionante. Propongo, por tanto, volver al tema en otros artículos. Así podré compartir con nuestros lectores la preparación de mi futura tesis doctoral. ²
1 Cf. R. J astrow . God and the Astronomers . Nueva York: 1978, p. 116.
2 Entre los que mantenía frecuente correspondencia, cabe mencionar a los siguientes: El matemático francés Pierre de Fermat (1601-1665), padre del cálculo diferencial; el astrónomo, matemático y físico holandés Christiaan Huygens (1629- 1695), inventor del reloj de péndulo; el alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), espíritu multifacético que formuló los principios fundamentales del cálculo infinitesimal; o el británico Isaac Newton (1642- 1727), que dedujo la ley de la gravedad universal.
3 En su honor, se llama “voltio” a la unidad de medida de la tensión eléctrica.
4 En su honor, se denomina “amperio” a la unidad de medida de la intensidad de la corriente eléctrica.
5 En este sentido, véase por ejemplo, P. HAFFNER. Creazione e scienze. Roma: 2008, 1-60.
6 Constitución pastoral Gaudium et spes , 7/12/1965, n. 36.
Revista HE 76, p.37