Aun cuando Él dormía, su sueño era de una perfección, de un equilibrio, de una dulzura y una fuerza con tal poder de manifestación de su santidad completa, que si una persona entendiendo quién y cómo era Él, pudiese sólo pasar una noche entera viéndolo dormir, consideraría esa noche como la más feliz de su vida.
Él poseía la naturaleza humana en toda su perfección, y ésta, inundada por la unión hipostática con favores divinos insondables. Por lo tanto, mirando para cada uno de nosotros conocería enteramente cómo somos y sabría cómo tratarnos. De tal manera que conforme Él quisiese, la persona se sentiría vista hasta el fondo del alma en sus lados ruines o en sus aspectos buenos.
La resurrección de Lázaro – Museo de Bellas Artes, Tours, Francia
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Los lados mezquinos, con un rechazo por donde el individuo tendría deseos de huir de su propio pecado. Los aspectos buenos, con una tal atracción que ¡la persona desearía multiplicar por cientos de millones su virtud, ya desde el inicio!
Sin embargo, por una bondadosa condescendencia hacia los hombres, Él no miraba enteramente ni de una ni de otra forma, a no ser en situaciones excepcionales, para que las personas pudiesen vivir a su lado.
Los episodios de la vida de Nuestro Señor son todos maravillosos; pero no me impresiona tanto éste, aquél o aquél otro episodio cuanto la variedad de su modo personal de ser mientras iba de un lado para otro.
Un grito majestuoso que agrieta la sepultura y resucita a Lázaro
Por ejemplo, durante toda mi vida me impresionó la majestad de Nuestro Señor delante del sepulcro de Lázaro. En primer lugar, la bondad con la cual lloró junto al sepulcro porque Lázaro murió. Y después, como no pudiendo contener su propio dolor, gritó: “¡Lázaro, ven afuera!” (Jn. 11, 43), con un grito que imagino majestuoso y capaz de agrietar la sepultura. Y la vida vuelve a Lázaro. ¡Es una cosa majestuosa!
Imaginar a Nuestro Señor recibiendo la censura de Marta: “Señor, si hubieses venido antes, mi hermano no hubiera muerto…” (Jn. 11,21). Parece estar insinuado que, por la relación de amistad entre los dos, Jesús tenía la obligación de evitar la muerte de Lázaro, y tal vez fuese así… Sin embargo, Él hizo algo mejor que salvarlo de la muerte: ¡Lo sacó de la muerte!
En aquel momento, quizá Él hubiese parecido a Marta ligeramente tiznado de culpa… ¿Y cómo se comportó en esta ocasión Nuestro Señor, en que Él no le dio a ella ninguna satisfacción? Fue a la sepultura y casi pareció justificar la censura de ella, llorando.
La prisión de Jesús Museo Nacional de San Martín, Nápoles, Italia
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Entonces, ¿por qué lo dejó morir? ¿Por qué no vino más pronto? ¿Lloráis la muerte que podríais haber evitado? ¿Qué llanto es ése?
¡Él hace que Lázaro resucite dejando extasiada a Marta! Esas cosas no admiten comentario…
Después la escena de los fariseos diciendo que era necesario que Él fuese muerto (Cfr. Jn 11, 50-53). La primera vez que ellos hablaron de matar a Jesús fue cuando vieron que Lázaro fue resucitado. Y Él conocía todo eso.
También podemos imaginar a Nuestro Señor viendo a Marta, con certeza postrada delante de Él, llorando con emoción dulcísima, y atendiéndola como quien dice: “Hija mía, Yo te perdono. ¡Deberías haber comprendido que no hay falta alguna en Mí! Pero, te dejo un don que no esperabas.” Acto seguido pasa cerca de los fariseos y lanza una mirada… ¡Qué mirada! No se consigue imaginar; sólo podemos vislumbrar eso.
Podemos también considerarlo en otra circunstancia: yendo a Betania a descansar. Imaginarlo entonces afable, reposando en la relación con Marta, María, Lázaro, los Apóstoles, Nuestra Señora, en la vida cotidiana de la residencia de Lázaro, recibiendo las honras, conversando en la intimidad. ¡Cómo esto debía consolarlo de tanta infamia!, al ver lo que había de maravilloso en aquellas almas que Él estaba formando en la virtud.
Esas varias actitudes del Señor, sucediéndose unas a otras, sobre todo en el momento de pasar de una posición para otra, nos dejan especialmente encantados.
(Extraído de conferencia de 9/6/1984)