Incluso en nuestros días, esta sencilla y realista pregunta nos interpela a todos, sin excepción. Sólo tenemos una vida y ésta nos ha sido dada por Dios para vivirla como administradores, no como propietarios.
No sé cuántos de los que están leyendo la presente reflexión, quizás intrigados por un título del que no se sabe de ninguna manera qué clase de preguntas y respuestas presenta y comporta, han visto el filme sobre la vida de San Felipe Neri, interpretado por el gran y único Gigi Proietti: Prefiero el Paraíso.
Yo lo he visto en distintos idiomas por lo menos una treintena de veces, y en todas ellas, no me avergüenza decirlo, me he emocionado y conmovido profundamente, hasta tal punto que les recomiendo a todos que lo vean, especialmente a los que han recibido de Dios el don de la vocación a la vida consagrada o al sagrado ministerio. Tal vez exagere, pero estoy convencido de que contiene elementos de reflexión y meditación para un curso entero de ejercicios espirituales.
Captura de pantalla del filme “Prefiero el Paraíso”
San Pancracio – Oratorio del s. XIII, Museo Bode, Berlín
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La figura de ese santo siempre ha estado de algún modo presente en mi vida y en mi vocación dominica: de joven frecuentó el convento de San Marcos, de Florencia, que unas décadas antes había contado con la presencia y la obra de Fr. Girolamo Savonarola; en ese convento hice mi noviciado, durante el cual leí algunas biografías de Neri, de quien siempre me sentí muy cercano, ¡al menos por nuestro común sentido del humor!
Bellísima y conmovedora es una oración que el filme pone en boca de Felipe, la cual resume sus esperanzas, sus aspiraciones, sus fatigas, su lucha: “Oh Señor, ¿qué hago para hacerles comprender que eres la única fuente de la alegría y de la belleza? Sin ti no soy nada. ¿Por qué me has elegido para hacer todas estas cosas? ¡No soy digno! Aunque ame a la gente, la alegría más grande es estar contigo; pero al final tengo tiempo para todos ¡menos para ti!”.
“Y luego, ¿qué habré cosechado?”
De cualquier forma, permítanme que les proponga aquí sólo algunas escenas, la primera de ellas es la que abre la segunda parte del filme. Unos niños que habían sido sacados de la calle por el P. Felipe y acogidos en el Oratorio para ser alimentados material y espiritualmente, ya se han hecho adultos y se reencuentran para celebrar el cumpleaños de su “padre” que, bromeando, les recuerda que sólo hay uno más que el año anterior: ¡y ya basta!
En torno a la mesa cada cual comparte con los presentes los recuerdos y también los planes para el futuro: Alejandro, que se había convertido, partirá hacia la India con los jesuitas (un sueño que aún permanece vivo en Felipe); Camilo tomará un puesto para cuidar de enfermos, porque entiende que así servirá al Señor; Pedro está a punto de licenciarse; por último, Aurelio les anuncia a todos, a pesar de darse cuenta de que será difícil, su decisión de emprender la carrera eclesiástica: “¡Quiero ser obispo!”.
Percibiendo el tono orgulloso y las intenciones seguramente no de las mejores, Felipe le pregunta serio e interesado:
—¿Y después?…
Un poco embarazado, Aurelio contesta que, dado el primer paso, podría conseguir una Nunciatura.
—¡Por supuesto! ¿Y después?…
—insiste Felipe, en tono paternal, pero al mismo tiempo apremiante.
El joven, ante la ilusión de tener su apoyo, le responde:
—Después… podré llegar a cardenal…
— ¡¿Cardenal?!… ¿Y después?… ¿Después Papa? —le interroga Felipe en tono perentorio.
— Tal vez sí… —le responde confuso Aurelio.
Entonces Felipe, con una mirada compasiva, le renueva la pregunta inicial.
—¿Y después?… Y… ¿después?
—¡Y después nada, Felipe! Mi vida terminará… —le contesta Aurelio, bajando la mirada.
Felipe, con dulzura, le recuerda el sentido de la vida, invitándole paternalmente a preguntarse: “Y luego, ¿qué habré cosechado?”.
Y lanzó al aire el capelo…
Por desgracia, Aurelio hizo oídos sordos a la invitación de San Felipe de reconsiderar el sentido de la vida a fin de no desperdiciarla con lo que es efímero y pasajero. Al contrario, traicionando su confianza, se aprovechó de ella para espiarle y contarle a las autoridades eclesiásticas las actividades pastorales (audaces para esos tiempos) de Felipe; y se lo “recompensaron” concediéndole lo que siembre había deseado: ¡convertirse en obispo, en Francia!
Hacia el final del filme reaparece Aurelio con suntuosas vestimentas episcopales en los grandes jardines de su palacio, rodeado de monseñores y administradores que le comunican el sólido crecimiento económico de la diócesis. Penoso y triste, le escribe una carta a Felipe en la que reconoce que a pesar de haber logrado todo lo que había anhelado le parecía que no tenía nada.
Retrato de San Felipe Neri (siglo XVIII) Complesso di San Firenze, Florencia (Italia)
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Haciendo una retrospectiva de su vida, finalmente, reconoce que Felipe tenía razón: las cosas más hermosas que había obtenido fueron las caricias de un gitano —a quien Felipe le pidió que lo lavara de pies a cabeza, ¡sobre todo los pies!— y la sonrisa de Felipe que, aun sabiendo de sus intenciones y su traición, siempre lo había amado como a todos los demás “hijos” suyos.
También es interesante destacar que, poco antes de presentar esa íntima toma de conciencia de quien está sintiendo la experiencia de haber desperdiciado su vida, el filme muestra el encuentro del P. Felipe con el Papa Clemente VIII, que le interroga sobre las Reglas y los objetivos de su naciente comunidad. Felipe con temblor, pero al mismo tiempo con serena firmeza, recuerda que para ser obedecido bastan pocas reglas (¡ay!, si los distintos gobernantes tuvieran un poco más presente esta verdad…), y entre ellas él había elegido sólo una: ¡la caridad!
El Papa, profundamente tocado por la honestidad y santidad del P. Felipe, quiere crearlo cardenal —“nadie se lo merece más que usted”, le dice conmovido—, pero aquel que sería llamado el “segundo apóstol de Roma” le quita de las manos del Santo Padre el sombreo cardenalicio, que estaba a punto de imponerle, y con santa hilaridad le pregunta: “Santidad, ¿yo cardenal? ¡Prefiero el Paraíso!”, y lanza al aire el capelo.
Solamente tenemos una vida
Entonces: ¿Y después? Incluso en nuestros días, esa realista y sencilla pregunta nos interpela a todos, sin excepción, sobre el significado de la vida misma, la única que ha sido dada por Dios para vivirla como administradores y no como propietarios.
Hoy, como ayer, la ciega ambición, el egoísmo y el egocentrismo se traducen y se declinan, manifestándose de varias maneras y situaciones, las cuales, no obstante, debemos reconocer y desenmascarar si no queremos desperdiciar la vida que nos ha sido dada. No olvidemos nunca esto: sólo tenemos una, ¡y en el partido de la vida no hay previsto tiempos suplementarios!
La obsesión por el poder, por hacer “carrera” a toda costa, incluso sin tener capacidad para ello, negándose a reconocer la realidad y disociándose patológicamente de ésta, y el ambicionar puestos de autoridad y ejercer con impune arrogancia el mando que de ella deriva, es una experiencia que cada uno de nosotros tiene todos los días: desde que subimos a un autobús, hasta cuando necesitamos asistencia médica; o cuando se trata de hacer uso de un derecho propio ante una oficia pública, o plantear una simple pregunta o solicitud y no hay nadie del otro lado que, según las reglas elementales de la educación, responda al menos haberla recibido.
El descrédito, la deshonestidad, la corrupción, la grosería, la falta del respeto debido a cada uno en cuanto persona, la mentira sistemática, cuando no la calumnia, hacer promesas imposibles de cumplir y ofrecer favores en época de elecciones o engañar sin pudor durante las mismas a fin de ser elegidos, parecen ser ahora comportamientos previstos e incluso naturales en las relaciones interpersonales (y esto es grave y peligrosísimo hoy en día), en los diversos ambientes sociales, sin excepción.
Como sutilmente observó el Papa Francisco en un discurso después del Vía Crucis en el Coliseo, se ha perdido “la vergüenza de haber perdido la vergüenza” (30/3/2018). Dejo a la memoria y a la inteligencia de los lectores el encarar y analizar el contexto de esta sacrosanta, aunque triste, verdad.
Seremos juzgados según el amor
Entonces: ¿Y después?…
Pero el error sería el pensar, como el rey David, que esto sólo concierne a los demás: “¡Tú eres ese hombre!” (2 Sam 12, 7). ¿Cuántos arribistas que intentan hacer carrera, como Aurelio, no conocemos o hemos conocido nosotros?
Personas obcecadas por el poder y por el éxito que a veces, presas por una obsesiva manía de omnipotencia, se olvidan de que son criaturas finitas y de que la propia vida no se realiza en el ser “servido” por los otros o en el “servirse” de las instituciones, sino en el descubrir la alegría verdadera que da el ponerse al “servicio” de los demás, del bien de las instituciones y, por consiguiente, de las personas. Se olvidan de que un día seremos juzgados según el amor que estuvo presente o no en nuestras existencias; al final, sólo sobre esto, y sobre nada más. Entonces: ¿Y después?…
Mi deseo, que se hace oración, es que esta pregunta, más pronto que tarde, interpele a la conciencia de cada uno, sin excepción, de manera que, como San Felipe, respondamos con generosidad, sabiendo que todo es don, que Dios nos pide darlo a cambio; y no como Aurelio, que descubrió bastante tarde que, habiendo obtenido todo lo que deseaba, despreció lo más importante: aquello a lo que había sido llamado a ser como hijo de Dios y hermano de sus semejantes.
No obstante, y esto es una posibilidad que se convierte en esperanza para cada uno de nosotros, incluso siendo muy tarde, Aurelio acabó tomando conciencia de que el haberse centrado demasiado en las cosas visibles y terrenales le hizo correr el riesgo de no recoger los bienes eternos.
Esa toma de conciencia no es otra cosa que la conversión. Luego, al final, nunca será demasiado tarde, ¡siempre que haya vida! El bellísimo episodio del diálogo de Cristo con el buen ladrón nos lo recuerda con expresiones de profunda y apasionada misericordia: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”. Y Él responde: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 42-43).
No nos condenemos a la esclavitud
Seguramente, más de uno estará pensando, al leer estas líneas, que son bellas palabras y pensamientos que un sacerdote debe transmitir, pero que la realidad, incluso en la Iglesia, es bien otra. Estoy completamente de acuerdo, y precisamente por eso es esencial que tomemos conciencia del peligro y, sobre todo, que nos compenetremos de que esa manera de disipar nuestra propia vida —insisto: la única que tenemos— no compensa.
Con el tiempo descubriremos los fracasos y, ante todo, percibiremos que en nombre del poder, del éxito y del deseo de ser omnipotente, de hecho, hemos sido condenados a la esclavitud, “porque uno es esclavo de aquello que lo domina” (2 Pe 2, 19).
Por lo tanto, con toda sinceridad, sobre todo si estamos tomando decisiones, preguntémonos en este momento, es decir, en el presente, que es el único que nos pertenece en su plenitud, al contrario que el pasado o el futuro: “¿Y después?…”.