Y renovaréis la faz de la Tierra…

Publicado el 05/14/2015

Si de la acción del Espíritu Santo en Pentecostés nacieron tantas bellezas de la cultura y de la civilización y, sobre todo, tantos milagros de la gracia, ¿qué no sucedería su hubiese un nuevo soplo del Paráclito sobre la faz de la tierra?


 

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Incansable, ardiendo de celo para la gloria de Dios, el apóstol Pablo recorría las ciudades de Grecia, predicando a todos el evangelio de Cristo. A veces, la hostilidad de muchos se oponía a su apostolado y atentaba contra su vida.

 

Grande era, entretanto, el consuelo que le proporcionaban las numerosas conversiones. Llegando a Atenas —ciudad rica y orgullosa, centro de la filosofía y del intelectualismo— el corazón del apóstol de las gentes se llenó de amargura, a la vista de tanta idolatría (cf. Hech 17, 16). Entre los múltiples lugares de culto, donde eran ofrecidos sacrificios a las divinidades más absurdas, encontró un altar en el cual figuraba esta inscripción: “A un dios desconocido”.

 

Chocado ante la ignorancia de aquel pueblo, sin embargo tan inteligente, Pablo se puso a predicar en el Areópago, exclamando: “¡Lo que adoráis sin conocer, yo os lo anuncio!” (Hech 17,23). Y después los inició en el conocimiento de la verdadera religión.

 

En los días de hoy, en nuestro Occidente cristiano, no vemos más aquellos templos destinados a la adoración de los ídolos, pobres imágenes hechas por manos humanas. Por el contrario, pasados casi dos mil años de predicación apostólica, continuada fielmen te por el Magisterio, se yerguen ahora numerosos templos cristianos, ostentando en lo alto de sus torres el glorioso símbolo de la cruz.

 

No obstante, si la confesión de un solo bautismo y la creencia en la Trinidad reúnen a los cristianos, no faltan aquellos para los cuales el Espíritu Santo podría llamarse el “Dios desconocido”. Semejantes a los discípulos de Éfeso que, interrogados por Pablo, respondieron: “Ni siquiera oímos decir que hay un Espíritu Santo” (Hech 19, 2), muchos son hoy los que, sin llegar a ese extremo, desconocen las características y los poderes del Paráclito y se olvidan de invocarlo.

 

Cuanto más Lo conocemos, más Lo amamos

 

En el Antiguo Testamento, la humanidad ignoraba la existencia de Tres Personas en una única Esencia Divina; y si algunas expresiones de los Libros Sagrados hacían vislumbrar ese conocimiento, eran apenas esbozos de una Revelación que Dios Se reservó transmitir por medio de Su Hijo, en la plenitud de los tiempos.

 

Erróneo sería juzgar que la doctrina sobre el Espíritu Santo no debería ser difundida entre los fieles, por temor a causar confusiones o desvíos.

 

No fue éste el ejemplo dado por el Salvador, al prometer la venida del Paráclito o al explicar tal misterio al viejo Nicodemo, que no llegaba a comprenderlo.

 

También no fue esa la conducta observada por los discípulos de Jesús al escribir repetidas veces sobre la acción y la presencia de la Tercera Persona Divina en el seno de la Iglesia.

 

En su Encíclica Divinum illud munus, el Santo Padre León XIII exhortaba a los predicadores a enseñar e inculcar esa devoción en el pueblo cristiano, viendo que sus frutos se habían revelado abundantes y provechosos: “Insistimos en esto no sólo por tratarse de un misterio, que directamente nos prepara para la vida eterna y que, por ello, es necesario creer firme y expresamente, sino también porque, cuanto más clara y plenamente se conoce el bien, más intensamente se le quiere y se le ama. Esto es lo que ahora queremos recomendaros: Debemos amar al Espíritu Santo, porque es Dios: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fortaleza. Y ha de ser amado, porque es el Amor sustancial eterno y primero, y no hay cosa más amable que el amor; y luego tanto más le debemos amar cuanto que nos ha llenado de inmensos beneficios que, si atestiguan la benevolencia del donante, exigen la gratitud del alma que los recibe” (Divinum illud munus, 13).

 

Entender con la oración, y no con el intelecto

 

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Fuera, se oía un ruido insólito, venido del cielo, semejante al de un viento impetuoso, al mismo tiempo en que sobre la cabeza de cada uno reposaba una lengua de fuego.

Al buscar nosotros profundizar en el conocimiento de ese Divino Espíritu, a quien la Iglesia invoca como “Luz de los corazones”, hagámoslo no apenas por un ejercicio del intelecto, sino comprendiendo, sobre todo, con el corazón.

 

La inteligencia, como explica santo Tomás, es potencia regia e inmóvil: trae hacia sí el objeto sobre el cual ella se aplica y lo vuelve proporcionado a su capacidad. Si ese objeto es superior a la razón, ella forzosamente lo disminuirá al adaptarlo a sí misma. La voluntad recorre el camino inverso: naturalmente inclinada a la entrega y a la donación de sí misma, ella vuela hasta el objeto y adquiere sus proporciones. Cuando este se manifiesta superior, se alarga y crece hasta tomar sus medidas.

 

Bien, en el caso del Espíritu Santo, no se trata de un objeto apenas superior al pobre entendimiento humano, sino de un Ser infinitamente distante de nuestra frágil naturaleza.

 

Es necesario ir hacia Él con la voluntad, amándolo sin medida hasta convertirnos en “dioses”, como Él mismo afirma en las Escrituras (Cf. Sal 81, 6; Jn 10, 34-35). De este modo, estaremos aptos para anunciarlo a aquellos que todavía no Lo conocen, como dice ce la expresión de Lacordaire: “¡La raison ne fair que parler, c'est l'amour qui chante!” — ¡La razón sólo sabe hablar, es el amor el que canta!

 

Doble influencia y divina inhabitación

 

Para conocer el Espíritu Santo y relacionarse con Él, no necesitan los bautizados volar muy lejos, pues, si bien Él “habita en los cielos” (Sal 122, 1), también Se encuentra cerca de las almas en estado de gracia, ejerciendo sobre ellas una doble influencia.

 

Por la primera, íntima y directa, les comunica sus dones, las purifica de las miserias, les inspira buenos propósitos…

 

Esas almas se vuelven, así, se mejantes a un navío presto a zarpar: el soplo de una suave brisa henchirá sus velas y lo conducirá a buen puerto.

 

Sin duda, al crear el viento, lo hizo Dios con la meta de simbolizar esta acción del Espíritu Santo en el interior de los corazones, como lo indicó el propio Jesús al fariseo Nicodemo: “El viento sopla donde quiere; oyes el ruido, pero no sabes de dónde viene, ni para dónde va. Lo mismo sucede con aquellos que nacen del Espíritu” (Jn 3, 8).

 

La segunda influencia viene a manifestarse por medio del magisterio de la Iglesia, de la palabra infalible de los Pontífices o de las enseñanzas de los obispos, por los cuales el pueblo fiel es guiado. “El Espíritu Santo — afirma León XIII— , que es espíritu de verdad, pues procede del Padre, Verdad eterna, y del Hijo, Verdad substancial, recibe de uno y de otro, juntamente con la esencia, toda la verdad que en seguida comunica a la Iglesia, asistiéndola para que jamás yerre, y fecundando las semillas de la revelación hasta que, en el momento oportuno, lleguen a la madurez para la salvación de los pueblos” (Divinum illud munus 7).

 

El alma que se abre a las inspiraciones del Espíritu, al mismo tiempo en que es iluminada por la doctrina de la Iglesia, se convierte, de cierto modo, en inerrante. Esa misteriosa actuación del Espíritu Santo pasa por encima de todas las flaquezas y miserias, transformando completamente a aquellos que la reciben. Para los corazones así renovados, la única ley consistirá en obedecer al dulcis Hospes animae (dulce Huésped del alma), dejándolo operar en su interior, como recomendaba insistentemente la santa carmelita, Madre Maravillas de Jesús, a cada una de sus hijas espirituales: “Si tú Le dejas…”.

 

A pesar de ser sabido que la presencia de Dios, en cuanto Padre y Amigo, en las almas de los bautizados compete a las tres Personas de la Santísima Trinidad, una vez que éstas siempre actúan en conjunto, se atribuye la inhabitación especialmente al Divino Espíritu Santo, pues ésta se da por el amor y se efectúa apenas en las almas en estado de gracia. Si bien, el Espíritu Santo es el amor substancial, porque procede de la unión eterna y amorosa entre el Padre y el Hijo.

 

San Pablo, al referirse a esa divina inhabitación, se muestra todavía más osado, no restringiendo apenas al alma, sino, considerando sus efectos en el propio cuerpo: “¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que habéis recibido de Dios y que habita en vosotros?”(1 Cor 6, 19).

 

Transformación de los apóstoles en Pentecostés

 

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Muchas veces, la acción del Espíritu Santo en las almas se hace de modo suave y paulatino, en la medida en que éstas no le opongan obstáculos, purificándolas de sus culpas e invitándolas a progresar siempre más en la virtud. En otras ocasiones, sin embargo, esa transformación se opera de modo súbito y fulminante. Tal fue el caso de los apóstoles.

 

Durante la Pasión de Jesús, ellos revelaron toda la pusilanimidad propia de la naturaleza humana. Temerosos de sufrir el mismo destino que el Maestro, habían huido, abandonándolo en el momento en que Él más necesitaba su compañía. Y si, tras aquellos días de tragedia, todavía se conservaban reunidos en el Cenáculo, esto se debía a las oraciones y a la acción de la Santísima Virgen, así como a las apariciones del Señor resucitado.

 

Sus corazones permanecían todavía vacilantes, sus buenos deseos, mezclados con la ambición del primer momento, no eran perfectos y ellos mismos debían experimentar un sentimiento de indignidad en relación a la grandeza de la obra que el Señor les confió. Entre tanto, una esperanza los mantenía juntos perseverando unánimes en la oración (cf. Hech 1,14): era la promesa hecha bajo juramento por el propio Cristo: “ Os digo la verdad: ¡os conviene que yo me vaya! Porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros; mas si me voy, os lo enviaré” (Jn 16,7).

 

Sí, era necesario que Jesús se fuese para que viniera el Espíritu; convenía que los discípulos, cuya visión del Maestro era demasiado humana, sintiesen el vacío creado por Su ausencia y comprendiesen, ahora distanciados, el origen divino de Aquél que los congregara. Esa nueva perspectiva sólo será alcanzada por acción del Paráclito que les enseñaría “toda la verdad” (Jn 16,13).

 

Así, diez días después de su ascensión a los cielos, realizando la profecía que Él mismo había hecho, el Hijo enviaba sobre los discípulos el Defensor prometido. Por cuya acción repentina y eficaz aquellos hombres tímidos y llenos de lagunas fueron trasformados en verdaderas columnas de la fe. Simón Pedro, que hacía pocas semanas que había negado a su Señor por miedo a una criada, no temía ahora predicar a ese mismo Crucificado a las puertas del templo. Santiago y Juan, los boanerges , de temperamento colérico y ambicioso, se convertían en los paladines de la dulzura, apóstoles del “nuevo mandamiento del amor”. Tomás, el incrédulo, haría llegar su palabra ardorosa hasta los alejados confines de la India. ¿Qué fuerza inexplicable para los ojos humanos los movía ahora, impeliendo los a conquistar el mundo para Cristo? ¿Qué misterioso poder los había llenado de una nueva infusión de dones y de los más preciosos carismas? Fuera, se oía un ruido insólito, venido del cielo, semejante al de un viento impetuoso, al mismo tiempo en que sobre la cabeza de cada uno reposaba una lengua de fuego. Estas señales exteriores, que confirmaban la mudanza operada en sus espíritus eran símbolos de la gracia otorgada, del ímpetu de la caridad y de la grandeza de Dios que bajaba. El viento, al cual Jesús ya hiciera alusión en el diálogo nocturno con Nicodemo (cf. Jn 3, 8), figuraba las inspiraciones repentinas enviadas por el Espíritu, en cuanto a las lenguas, inundando de ígneo resplandor la sala del Cenáculo, indicaban la plenitud de fe y amor que convenía a los anunciadores de la Palabra de Dios.

 

Dones y frutos del Espíritu Santo

 

Para comprender bien la importancia de ese acontecimiento, con cuya conmemoración acaba el ciclo pascual, es necesario conocer la magnitud de los dones que allí fueron concedidos, no sólo personalmente a los discípulos, sino a toda la Iglesia, perpetuándose por los Sacramentos del Bautismo y de la Confirmación.

 

Por las virtudes infusas, el alma actúa según su libre albedrío auxiliado por la gracia, a la manera de un pájaro que vuela por el esfuerzo propio de sus alas. Los dones, sin embargo, la disponen para dejarse conducir directamente bajo el impulso del Espíritu Santo, como nube que se mueve al menor soplo de brisa: “¿Quiénes son éstos, que vuelan como nubes?” (Is 60,8)

 

Siete son los dones que provienen del Espíritu y adornan el alma, confiriéndole belleza y atracción. Por ellos, según explican los Santos Padres y los teólogos, se adquiere la fuerza para resistir las principales tentaciones y se alejan los obstáculos a la vida de perfección. Cuatro de esos dones tienen finalidad iluminar la inteligencia, mientras los otros tres ponen en movimiento la voluntad.

 

El don de sabiduría ilustra el alma para el conocimiento de Dios y la contemplación de sus adorables atributos: el don de ciencia hace penetrar con discernimiento en las criaturas y juzgarlas de modo acertado; el don de entendimiento miento permite comprender los misterios divinos; y el don de consejo rige las acciones, el modo de usar ordenadamente los conocimientos anteriores.

 

Ya el don de fortaleza opera en el campo de la voluntad, perfeccionando la virtud del mismo nombre y robusteciéndola contra el vano temor mundano; el don de piedad inclina al amor de Dios y la caridad para el prójimo; para acabar, el santo temor se opone a las inclinaciones del orgullo y la soberbia, tan enraizadas en el corazón humano.

 

El alma que se deja inundar por la acción del Espíritu Santo no tardará en producir frutos de santidad, que esparcirán a su alrededor el buen olor de Cristo y comunicarán a su persona un encanto enteramente espiritual. En su corazón reinarán la paz y la mansedumbre, la bondad trasparecerá en su relacionamiento con los otros, la modestia brillará en su comportamiento y el gozo por la posesión del Amado la acompañará constantemente. Por esta razón el Espíritu Santo es llamado también el Espíritu de la alegría, pues Su presencia y actuación vienen siempre seguidos de un bienestar interior que, a veces, se refleja en el propio físico, y que constituye el verdadero tesoro de los santos. San Pablo, en su carta a los Gálatas, enumera esos frutos del Espíritu y en seguida aconseja: “Si vivimos por el Espíritu, andemos también de acuerdo con el Espíritu” (Gal 5, 25).

 

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Del Cristianismo surgieron las catedrales, los castillos y los palacios, el esplendor de la liturgia, la suavidad del canto gregoriano y la grave armonía del órgano.

El alma de la Iglesia

 

Aquí tocamos los umbrales de un misterio que envuelve la Historia de la Iglesia y ha sido causa de confusión y desconcierto para aquellos que se esfuerzan en destruirla. Al prometer a Pedro que las puertas del infierno no prevalecerían sobre Su Iglesia, Jesús no hablaba de la parte humana, de ésta que, a veces, se ha revelado tan frágil y sujeta a las miserias. Se refería a la parte divina, que es la que confiere a la Esposa Mística de Cristo su carácter triunfante e inmortal.

 

El alma de la Iglesia es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Defensor prometido y enviado, que la santifica y enriquece por la acción de Su gracia y sus dones, impidiendo que Ella sucumba, o hasta simplemente languidecezca, bajo los reiterados ataques de sus adversarios. En el Paráclito encontramos la explicación del gran secreto por el cual la Iglesia “toda gloriosa, sin mancha, sin arruga, sin cualquier otro defecto semejante, sino santa e irreprensible” (Ef 5,27) continúa su cortejo victorioso a lo largo de los siglos, engendrando nuevos hijos y llevando su doctrina hasta los confines del mundo. Comprendemos, entonces, de dónde provienen las enseñanzas infalibles de los Papas durante casi dos milenios, el surgimiento de nuevos carismas siempre que sus necesidades lo requieren, el incesante florecer de almas santas que, como otros Cristos, prolongan por medio del ejemplo su adorable presencia en la tierra: “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

 

Antes y después de Cristo

 

El mundo, antes de la venida de Nuestro Señor Jesucristo, estaba en una decadencia enorme, se puede decir que la humanidad había alcanzado un auge de maldad inimaginable: por todas partes imperaba la idolatría, se mantenían las costumbres más depravadas y la degradación de la dignidad alcanzó profundidades nunca vistas.

 

Si nuestros primeros padres, Adán y Eva, todavía viviesen en aquella época, no podrían creer que, por un solo pecado cometido, su descendencia hubiese llegado a la situación en que se encontraba en el tiempo del nacimiento de Jesús.

 

La Encarnación de Nuestro Señor fue un marco histórico que dividió las eras en antes y después de Cristo. El hecho de que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad haya asumido nuestra carne y, tras cumplir Su misión redentora, haya subido al Cielo y haya enviado el Espíritu Santo, mudó la faz de la Tierra.

 

Fue del cristianismo que surgieron las catedrales, los castillos y palacios, el esplendor de la liturgia, la suavidad del canto gregoriano y la grave armonía del órgano; de él nacieron las universidades, las órdenes religiosas y las instituciones de caridad, florecieron entre los hombres el trato afable y respetuoso y la pureza de las costumbres. En una palabra, aquél derramar del Espíritu Santo, descendido sobre los apóstoles en Pentecostés, dio origen a lo que podríamos llamar de “espíritu de la Iglesia”. Él es tan inefable que no podemos describirlo con palabras, sino que es tan real y verdadero que lo sentimos tocando el fondo de nuestras almas, haciéndonos crecer en el conocimiento y el amor por la Esposa Mística de Cristo.

 

strong>¡Enviad vuestro Espíritu creador!

 

El mundo de hoy se encuentra en una decadencia semejante —tal vez hasta peor— a la de los tiempos evangélicos. Los hombres parecen estar sordos a la voz del Espíritu Santo y se hunden cada vez más en el pecado y en el olvido de Dios. Hoy, más que nunca, el “espíritu del error”, al cual se refiere San Pablo en su epístola a Timoteo (Cf 1 Tm 4,1) pervierte las mentalidades del mundo, infiltrándose en las actividades humanas por los más variados medios.

 

Ese “espíritu del error” ostenta un dinamismo desconocido e insinuante, grandemente nocivo para la salvación de las almas. Y no deja de ser una hábil artimaña del demonio, que se aprovecha de la flaqueza de los buenos para alcanzar aparentes victorias. Se engaña con ellas el padre de la mentira, pues el enemigo contra el cual en vano él insiste en luchar, no es un estado de espíritu o un modo de ser, y ni siquiera un ser humano; es, esto sí, una Persona substancialmente divina, el Espíritu de la Verdad y del Amor. Basta que Él intervenga para que la situación sea revertida e inflija una derrota decisiva a las fuerzas infernales.

 

Por eso la Iglesia, en la persona de sus fieles, reza hace veinte siglos la súplica del salmista: “Emitte spiritum tuum et creabuntur et renovabis faciem terrae” — Enviad vuestro Espíritu creador y renovaréis la faz de la tierra (Sal 103, 30). Bastaría que Nuestro Señor, a ruegos de María Santísima, enviase el Espíritu Santo sobre la tierra, para que hubiese una radical mudanza.

 

¿Qué maravillas podrían todavía venir, después de ese acontecimiento? Si de la primera venida nacieron tantas bellezas de la cultura y de la civilización y, sobre todo, tantos milagros de la gracia —como testimonia la larga cohorte de mártires, confesores, doctores y vírgenes que ya gozan en la eternidad— ¿qué no sucedería si hubiese un nuevo soplo del Paráclito sobre la fa z de la tierra?

 

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