Comentario al Evangelio – 12º domingo de Tiempo Ordinario La tempestad: ¿gracia o castigo?
La tempestad por la que pasaron los apóstoles es paradigmática, no sólo para cada alma sino también para la Iglesia: pasadas las borrascas, Ella reaparece siempre más fuerte, más joven e
I – Un poco de Historia
En medio de los grandes sermones sobre el Reino (el de la Montaña y el de las Parábolas) tuvo lugar el viaje que relata el Evangelio de hoy, partiendo desde la famosa ciudad de Cafarnaúm, adonde Jesús volvería aún con sus discípulos.
Siempre rodeado por mucha gente, lograba ser más visto y oído por todos cuando utilizaba el declive natural de la playa y los períodos de “mar” calma, al predicar desde una barca en el lago de Tiberíades. Este “mar” de Genesaret, o de Galilea, como suele ser llamado, y que se ubica al noreste de Palestina, llegó a ser con el tiempo la frontera oriental de Galilea. Posee un tamaño considerable, sobre todo para las diminutas concentraciones humanas de aquellos tiempos, ya que alcanza los 12 kilómetros de ancho y 21 de largo, con una superficie de 170 Km2 y con 12 a 18 metros de profundidad en algunas partes.
A orillas del mismo lago se encuentra la famosa ciudad de Magdala, en la que María, la hermana de Lázaro, decayó moralmente. Vivió por años en un castillo vecino al lago, propiedad de su familia, en una ciudad por entonces de gran circulación de mercancías, refinado lujo y, en consecuencia, costumbres corruptas. En las inmediaciones del mismo lago se encuentran las otras dos ciudades que, con Cafarnaúm, presenciaron más milagros del Señor sin convertirse: Corozaín y Betsaida.
El Señor actuó repetidamente en estas regiones, haciendo retumbantes milagros como la multiplicación de panes y peces, y emprendiendo uno de sus viajes más famosos.
Según el historiador Flavio Josefo, en aquella época el lago era escenario de una intensa actividad; solamente Magdala contaba con 230 embarcaciones, una muestra de la gran actividad pesquera que había en los contornos.
II – El acontecimiento
La multitud se apretujaba a cada momento para no perderse ninguna de las maravillas salidas de labios del Salvador. Él había dicho: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4); y de hecho, todos se sentían cautivos de aquella adorable voz. Querían aprovechar los últimos rayos de sol para alimentarse con los manjares eternos. Por otro lado, en medio del cansancio de una jornada sin pausas, Jesús iba tras uno de sus refugios, como los llama san Remigio: “Se lee que el Señor tuvo tres refugios, a saber: la barquilla, el monte y el desierto. Cuantas veces le asediaba la turba, se refugiaba en uno de ellos” 1.
Antes de caer la noche, el Divino Maestro instó a los apóstoles a ir al otro lado, a la ciudad de Gerasa. Llegaba el momento de las últimas peticiones y las despedidas interminables, con ese alborozo tan típicamente oriental. No faltarían estos o aquellas que, sin importarles mojar parte de su ropa, se acercaban a la embarcación para recibir las gracias postreras de esa bendecida convivencia.
Para ejercitar mejor la confianza en el Padre, ya levadas las anclas, las barcas se hicieron a la mar sin provisión alguna. Comenta Andrés Fernández Truyols, S.J.:
“El mar estaba en bonanza; la barquilla se deslizaba, suave y ágil, sobre el terso cristal de las aguas.
“Los apóstoles mientras tanto conversaban tranquilamente, haciendo sus cálculos, que dentro de unas horas, antes de entrada la noche, arribarían a la orilla opuesta: la distancia no era sino como de doce kilómetros. Muy ajenos estaban de pensar que bien pronto una súbita borrasca pondría a dura prueba su fe y confianza, y ofrecería ocasión al divino Maestro de dar espléndida muestra de su soberano poder.
“Este diminuto mar de Galilea bajo la ordinariamente apacible tranquilidad de sus aguas lleva siempre latente la amenaza de furiosa tempestad.
“Puesto a una profundidad de más de doscientos metros bajo el nivel del Mediterráneo, y como apretado casi por todos lados de un cinturón de montes, los vientos del alto Hermón se precipitan sobre su tersa superficie, y al duro golpe se revuelven las aguas y se encabritan cual fogoso corcel herido por el látigo. Tal les pasó a los apóstoles en este día en que, al salir de la pequeña ensenada, estaban las aguas muy tranquilas, sin que se notara el menor indicio de próxima tormenta.
“Jesús aprovechó esa tranquilidad para descansar de las fatigas del día. Se tendió en la popa, apoyando la cabeza, como nota Marcos 4, 38, sobre el cojín, probablemente un saquito de cuero embutido de lana, sencillo y basto, que para comodidad de los mismos marineros, o quizá de algún viajero de distinción, debían de llevar ordinariamente las barcas, puesto que el evangelista lo da como cosa bien determinada y conocida, poniendo el artículo (έπί τơ πρσχεφάλατσυ). ¡Cómo los ángeles del Cielo contemplarían a su Rey y Señor tendido sobre la dura madera, restaurando con el sueño sus fuerzas el que vigila desde toda la eternidad; rendido de fatiga el que mueve con su dedo el universo mundo!
“De pronto dibujóse en el rostro de los apóstoles un movimiento de inquietud; cortóse la conversación, fija la vista de todos en el horizonte: su larga experiencia les hacía presentir una borrasca. Y la borrasca se precipitó, y muy pronto, con ímpetu formidable.
“Y mientras bramaba la tempestad, Jesús seguía durmiendo.
“Los apóstoles respetaron, en un principio, el sueño del Maestro.
Amainarían velas, tomarían los remos, pondrían en juego cuantos medios su pericia en el arte les sugería para hacer frente al peligro que amenazaba. Pero el mar se embravecía más y más, y la nave corría riesgo de ser tragada por las olas. Entonces, como supremo recurso, acuden al Maestro: ‘¡Señor, sálvanos, que perecemos!’ O según la expresión más viva de San Marcos: ‘Maestro, ¿no te da nada que perezcamos?’
“Bien revelan estas palabras cuán turbados andaban los apóstoles y cómo había disminuido en ellos la confianza. Y sin embargo, ¿no estaba con ellos Jesús? ¿No estaba allí quien dijo: ‘Yo soy quien puso la arena por término al mar…; levantaránse sus olas, pero impotentes; se encresparán, pero no pasarán el límite’? (Jer 5, 22)” 2.
III – El Evangelio
35Al atardecer de aquel mismo día les dijo: «Crucemos a la otra orilla ».
San Lucas cuenta el hecho de la misma manera (Cfr. Lc 8, 22- 25). San Mateo calla en este punto. Aunque ninguno de los dos evangelistas declara las razones que llevaron al Divino Maestro a tomar su decisión, se las puede deducir fácilmente; se resumen, como ya dijimos, en la fatiga física después de un laborioso día. No olvidemos la naturaleza humana de Jesús, por muy unida que esté a la divina. También san Juan menciona el cansancio del Salvador la vez que, sentado junto al pozo, ve aparecer a la Samaritana, cuando incluso a manifestar sed3.
En el presente episodio, la plausibilidad de esta hipótesis se hace mayor por el profundo sueño en que cayó Jesús enseguida después de embarcar.
36Ellos, despidiendo a la gente, lo llevaron en la barca tal como estaba; y otras barcas le acompañaban.
Maldonado interpreta como cosa providencial que los apóstoles subieran a la misma embarcación de Jesús, ya que así podría reprocharles luego su falta de fe con toda libertad. Sin embargo, nos parece más probable que las circunstancias lo exigieran así, dado que la barca les pertenecía. Además, ya era costumbre que ellos estuvieran con el Maestro.
Otra costumbre era la falta de preparativos para el viaje. ¿Cuántos panes y peces llevaban consigo en los dos milagros de multiplicación? “No toméis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni plata; ni tengáis dos túnicas cada uno” (Lc 9, 3), les había dicho el Señor. Por lo mismo, lo subieron a la barca tal como estaban. Por otra parte, pondera san Juan Crisóstomo, Jesús quiso tomarlos como testigos de sus milagros, pero quería evitar al resto el escándalo de descubrir en ellos una fe tan diminuta.
Se levantó un fuerte vendaval”
37Entonces se levantó un fuerte vendaval, y las olas saltaban encima de la barca, que se iba llenando de agua.
La tempestad de viento no surgió por casualidad. No pocas veces, a causa de una preocupación naturalista, se quiere atribuir a los elementos la causa, la fuerza y la gloria de los milagros. Esa ramplona tendencia llama la atención de ciertos autores famosos, como Fillion: “En cada una de las categorías de los milagros evangélicos quedaron ya indicadas las objeciones más comunes y más recientes del racionalismo y los principios que ayudan a refutarlas. No es, pues, menester ocuparnos de las cavilaciones de la crítica liberal acerca de los milagros del Salvador, considerados aisladamente” 4. Y a continuación, el reconocido autor expone el pensamiento de varios racionalistas contemporáneos.
Infelizmente, los límites de este artículo no permiten discurrir sobre ese racionalismo empecinado, un mal mucho más difundido de lo que parece. Contra su dogmatismo, recordemos que “la palabra del Señor hizo los cielos; el aliento de su boca, todas sus estrellas. Él reúne como en odre las aguas del mar y hace estanques de los abismos” (Sal 33(32), 6- 7). Tal es el poder de Dios, muy por encima del poder de la razón humana, a la que también creó.
“Se levantó un fuerte vendaval”. Algunos autores admiten que la tempestad haya sido ordenada por el mismo Salvador; y fue de gran intensidad para que grande fuera también el prodigio. Asimismo, mientras más miedo tuvieran sus discípulos, tanto más alivio sentirían de haber sido salvados por Él.
Las tormentas interiores
A lo largo de los dos últimos milenios, los comentaristas han hecho una frecuente aproximación entre ese paradigmático episodio y la Iglesia o el alma en su vida espiritual. Cuando hablan de la Iglesia se refieren más a las persecuciones que sufre, así como a las divisiones y herejías surgidas en su seno. Aplicados al alma, concentran su atención en los justos y no en los pecadores, los cuales, incluso considerados como una “barca”, no tendrán a bordo a Cristo ni siquiera durmiendo.
Como sea, todos pasamos tormentas interiores a veces violentas. Se dan por causas exteriores, pero a menudo también por razones interiores. Sobre éstas se multiplican las apreciaciones de tales o cuales autores, por ejemplo las del Beato Juan de Ávila:
“ ‘Ha habido quienes han perdido esta joya de la castidad por vía de castigarles Dios con justo juicio en entregarlos, como dice San Pablo, ‘en los deseos deshonestos de su corazón’ (Rom 1, 24), como en manos de crueles sayones…’ Y aunque esto sea general con todos los pecados, lo es especialmente con el de soberbia. Dios suele castigar la secreta soberbia con lujuria manifiesta. Nabucodonosor, en castigo de su soberbia, fue rebajado al nivel de las bestias (Dan 4, 22 y 29, 30), en el que permaneció hasta conocer y confesar que la alteza del reino es de Dios.
“Hay quien tiene la soberbia de la castidad, creyendo poco menos que la debe a sus fuerzas. A ése Dios le arroja de entre los suyos, y, una vez fuera de la compañía de los ángeles, cae entre las bestias.
“Otros son soberbios y desprecian a sus prójimos por verlos faltos de virtud, y especialmente de castidad. Parécense al fariseo en su oración: ‘No soy malo como los otros hombres, ni adúltero…’ (Lc 18, 11). ¡Cuántos he visto castigados con la caída por cometer este pecado! ‘No queráis condenar y no seréis condenados’ (Lc 6, 37). ‘Con la misma medida que midiereis seréis medidos’ (Mt 7, 2) ‘¡Ay de ti que desprecias, porque serás despreciado!’ (Is 33, 1).
“Todos los hombres somos de la misma masa y todos podemos caer en los pecados en que hayan caído nuestros prójimos. Saquemos, pues, bien del mal ajeno y escarmentemos […].
“No nos olvidemos de David, que, según San Basilio (cf. Hom. In Ps. 38: PG 30, 87), cayó porque ante la abundancia de gracias se creyó seguro. ‘Yo dije en mi abundancia: No seré jamás mudado’ (Sal 29, 1). Se olvidó de la sentencia del Eclesiastico (11, 27): ‘En el día de los bienes que tenemos, nos hemos de acordar de los males en que podemos caer’.
“Parecida a esta soberbia es la vana confianza de quienes buscan la castidad y, apoyándose en sus solas fuerzas, pueden repetir lo de los apóstoles: ‘Toda la noche hemos trabajado en balde’ (Jn 5, 5), o lo del Eclesiástico: ‘Cuanto más yo la buscaba, tanto más lejos huyó de mí’ (7, 24). Lo que significa sobra de confianza en uno mismo y falta de oración al Señor y a María.
“Cuando era el tiempo en que los reyes (2 Re 11, 1) salían a pelear, David envió a sus generales, pero él, remacha el libro santo, se quedó en su casa, y paseando cayó en la tentación y el pecado de adulterio. Quien rehuye el trabajo y el cumplimiento de sus obligaciones, luego será tentado.
“Finalmente, el levantamiento de la carne que sufre la humanidad arranca de la desobediencia de Adán. Quien desobedece a Dios y a sus representantes los superiores, luego suele ser castigado con la rebeldía de sus potencias inferiores a la razón” 5.
¿A quién castiga Dios? Por increíble que parezca, deja abatirse la tempestad sobre las almas que ama. El mismo lo declara: “Hijo mío, no rechaces la instrucción del Señor ni te enfades por su reprensión, pues el Señor reprende a quien ama, como un padre a su hijo predilecto” (Prov 3, 11-12) “Yo reprendo y castigo a los que amo. Anímate, pues, y cambia de conducta” (Ap 3, 19).
Dios nos corrige a través de la tribulación
San Agustín es tajante al respecto, asegurando que quien no sufre tribulaciones no pertenece a la categoria de los hijos. Y san Pablo ofrece la perfecta explicación: “Sufrís para corrección vuestra, porque como a hijos os trata Dios. ¿Hay algún hijo a quien su padre no corrija? Si quedarais sin la corrección que a todos alcanza, seríais bastardos, no hijos. Por lo demás, si a nuestros padres de la tierra los respetábamos cuando nos corregían, ¡cuánto más hemos de someternos al Padre del cielo para tener vida! Nuestros padres nos educaban para esta vida, que es breve, según sus criterios; Dios, en cambio, nos educa para algo mejor, para que participemos de su santidad” (Heb 12, 7-10).
Estos trechos de las Escrituras permiten entender mejor que el aparente éxito de los malvados, sus delicias y prosperidad, pueden ser muchas veces uno de los peores castigos. David nos enseña que “el impío dice con altanería: ‘Dios no me pedirá cuentas’ […] dice en su interior: ‘Jamás sucumbiré, nunca me alcanzará la desgracia’” (Sal 9, 25-27).
Así pues, podemos decir que Dios, Padre de todo consuelo, es también el Padre de la tribulación, con la cual nos corrige. Nos castiga a fin de enmendarnos, puesto que jamás busca la muerte del pecador, sino que se convierta y viva 6.
En síntesis, buenos y malos atraviesan borrascas; el problema es la disposición interior de unos y otros durante ellas, como explica san Agustín:
“Aunque buenos y malos sufran igual tormento, virtud y vicio no son lo mismo. Bajo el mismo fuego, el oro brilla mostrando su quilate y la paja humea, y la misma trilladora que rompe la arista de la espiga, limpia el grano; así también, una misma adversidad prueba, purifica y perfecciona a los buenos, al paso que reprueba, destruye y aniquila a los malos. Por consiguiente, cuando una misma calamidad los alcanza, los pecadores reniegan de Dios y blasfeman en su contra, mientras los justos lo glorifican y piden misericordia. La diferencia entre sentimientos tan disímiles no está en lo que se sufre, sino en quiénes lo sufren; porque revueltos de la misma manera, el lodo desprende un hedor insoportable, y el perfume precioso una fragancia suavísima” 7.
El “sueño” de Jesús en nuestra alma
38Jesús estaba durmiendo en la popa sobre un cabezal.
Al igual que la tempestad, el sueño de Jesús en aquel momento parecía premeditado. Era altamente formativo que los discípulos sintieran su propia limitación, para estimularlos así a recurrir a Él en última instancia. Eso crearía las condiciones para la manifestación de su poder divino. Al respecto, dice san Juan Crisóstomo: “Si hubiera estado despierto, no hubiesen temido ni rogado por la tempestad que se levantó, o no habrían creído que pudiera hacer tal milagro” 8.
Los autores hacen una muy acertada aproximación entre lo sucedido a los apóstoles y el misterio del “sueño” de Jesús, que a veces se repite durante la tempestad que atraviesa nuestra alma. El “sueño” de Jesús podrá ser real o aparente.
Cuando nos alejamos de Jesús: “sueño real”
Si por desgracia cometemos el pecado mortal, nosotros mismos nos alejamos de Jesús. Es el “sueño” más terrible de todos, porque obligamos a Jesús a distanciarse, además de perder la gracia santificante. En seguida, se forma la tempestad de nuestras malas tendencias y pasiones desordenadas que sumergen nuestro sentido moral. Y si la muerte nos sorprende en esta situación, Dios dormirá en relación a nosotros el “sueño eterno” de nuestra terrible condenación al infierno. En este caso, no habrá jamás medio alguno de despertarlo.
Para el progreso de nuestras almas: “sueño aparente”
Hay circunstancias dolorosas en nuestra vida espiritual en las que Jesús parecerá dormir, causándonos la sensación de estar abandonados. Será la mejor oportunidad de combatir nuestra presunción y de comprender que sin Él nada podemos hacer 9. El temor de Dios no sólo es el principio de la sabiduría, sino también un excelente medio de santificación10. Privados por un período de las delicias de sus consolaciones, purificamos más fácilmente los desórdenes de nuestros afectos.
También nuestro sueño debe ser santificado
Por otro lado, como comenta san Agustín, tomando en cuenta que hasta las mínimas acciones de Jesús contienen lecciones de alta sabiduría para nosotros, el sueño de Jesús en la barca muestra que debemos santificar nuestro reposo. Al fin y al cabo, el sueño ocupa una parte considerable de nuestra existencia sobre la tierra, y en cierto sentido es la imagen de la muerte. Si queremos una muerte santa y piadosa, es indispensable que lo sea también su prefigura. Es fundamental que durmamos bajo las bendiciones del Sagrado Corazón de Jesús y de María Santísima: “Guárdanos también cuando dormimos […]
Que nuestro cuerpo repose en su paz” 11. Para ello, nada mejor que evitar actitudes y modos de ser imbuidos de pereza, falta de pudor y sensualidad.
A la hora de la tempestad, despierta tu fe y vendrá la bonanza
39Lo despertaron y le dijeron: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos? »
Para nosotros, la tempestad que atravesaron los apóstoles es todo un paradigma. ¿Cuántos peligros no pasamos también durante la vida? Si se pueden evitar, no hay que enfrentarlos; si nos exponemos a ellos, si los buscamos y amamos, ciertamente pereceremos. En estos casos la fuga y la oración son el mejor remedio.
Pero cuando, sin culpa nuestra, descubrimos estar en medio de un peligro, sigamos el consejo de san Agustín:
“¡Cristiano! En tu barca duerme Cristo; despiértalo, y Él increpará a la tempestad y quedará restablecida la calma. Los discípulos a punto de naufragar junto a Cristo dormido representan a los cristianos en peligro de zozobrar porque duerme su fe. Ya sabes lo que dijo san Pablo: ‘que Cristo habite por la fe en vuestros corazones’ (Ef 3, 17). Según la presencia de su hermosura y divinidad, Cristo está siempre con el Padre. Según la presencia de la fe, está dentro de nosotros. Por tanto, si te vieres en peligro, será porque Cristo duerme, vale decir, será porque no vences las concupiscencias que se levantan como vendavales de mal consejo, será porque tu fe está dormida. ¿En qué consiste ese sueño de la fe? En que la olvides. ¿En qué consiste despertar a Cristo? En despertar tu fe, en recordar lo que creías. Recuerda, por ende, tu fe, despierta a Cristo, y tu propia fe dominará el oleaje que te turba y los vientos que te aconsejan el mal. Llegará entonces la bonanza, pues aunque los consejos perversos no se callen, ya no sacudirán la embarcación, no encresparán las olas ni podrán hundir la barquilla en que navegas” 12.
Sólo lo vieron como hombre
39Él, despertando, increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio, cállate!» Al instante el viento amainó y se hizo completa calma. 40Les dijo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Todavía no tenéis fe?» 41Y ellos, sobrecogidos de gran temor, se decían unos a otros: «¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?»
Comenta Fray Manuel de Tuya, O.P.: “Aunque los apóstoles ya habían presenciado algunos milagros de Cristo, no pensaron en su poder ante un espectáculo tan imponente. Pero su imperio ante fuerzas cósmicas desencadenadas les produce la fuerte admiración de preguntarse quién sea el que tiene tales poderes” 13.
Dada la unión de las dos naturalezas –divina y humana– en la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, “el hombre recibió en el tiempo la omnipotencia que el Hijo de Dios tuvo desde la eternidad”, dice santo Tomás de Aquino14. El alma de Nuestro Señor recibió el poder divino de hacer milagros con tanta superabundancia, que por comunicación suya los realizan también los santos, como vemos en Mateo (10, 1)15. Por dicha razón mostró todo su poder, incluso sobre criaturas irracionales como los vientos, el mar, la tempestad; o durante su Pasión, sobre varios elementos al rasgarse el velo del Templo, abrirse los sepulcros, temblar la tierra y partirse las rocas 16.
Sobre este pasaje comenta Teófilo: “Si hubieran tenido fe, hubiesen creído que aun durmiendo podía conservarlos incólumes […]. Calmando, pues, al mar con una orden –y no con una vara como Moisés, ni con la oración como Eliseo en el Jordán ni con el arca como Josué– los discípulos reconocieron que Él es verdaderamente Dios. Pero cuando dormía, no lo vieron sino como hombre” 17.
IV – Las borrascas sobre la Iglesia
A lo largo de dos milenios, la Iglesia vio caer sobre sí toda clase de temmospestades que amenazaron su existencia. Fueron persecuciones declaradas y cruentas, o silenciosas e hipócritas. Odios mortales e ingratitudes históricas jalonaron el curso de las herejías y los cismas. Entre tanto, la Iglesia nunca dudó de Aquel que vela por su inmortal destino, e incluso cuando el Señor parece dormir, hace resonar en lo íntimo de los fieles el eco de su infalible promesa: Ecce ego vobiscum sum omnibus diebus, usque consummationem saeculi – “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos” (Mt 28, 20). La Iglesia aprendió con los apóstoles a invocarlo y, ya domine o no la tempestad, la barca, aún en los peores peligros, jamás se hunde; al contrario, reaparece siempre más joven e invariablemente más bella. A cada amenaza, su gloria se eleva, porque su fe es inquebrantable.
¡Qué gran bendición y qué gracia inconmensurable la de ser hijos de la Iglesia!
1) Apud santo Tomás de Aquino, Catena Áurea. 2) Vida de Nuestro Señor Jesucristo, BAC, Madrid, 1954, pp. 316-318. 3) Cfr. Jn 4, 6-7. 4) Vida de Nuestro Señor Jesucristo, Ed. Voluntad, Madrid, 1926, t. III, p. 564. 5) Obras espirituales del Padre Maestro Beato Juan de Ávila, Apostolado de la Prensa, Madrid, 1951, pp. 49-50. 6) Cfr. Ez 33, 11. 7) La Ciudad de Dios, Libro I, cap. 8 8) Hom. in Matt., 28, apud Sto. Tomás de Aquino, Catena Áurea. 9) Cfr. Jn 15, 5. 10) Cfr. Flp 2, 12 11) Oficio Divino, Completas. 12) Serm. 361: PL 39, 1602. 13) Biblia Comentada, BAC, Madrid, 14) Suma Teológica, III q. 13 a. 1 ad 1. 15) Cfr. Idem, III q. 13 a. 2 ad 3. 16) Cfr. Mt 27, 51-52 y Suma Teológica, 17) Apud Catena Áurea.. |
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