EVANGELIO
Llegaron a Jericó. Al salir ya de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» Muchos le increpaban para que callase; pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle.» Llamaron al ciego, diciéndole: «¡Ánimo, levántate! Te llama». Y él, arrojando su manto, dio un brinco y fue donde Jesús. 51 Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?» El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!» Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado.» Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino (Mc 10, 46-52).
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Comentario al Evangelio – 30º Domingo del Tiempo Ordinario – Bartimeo y los ciegos para Dios
Es digno de conmiseración el que perdió la vista, como el pobre Bartimeo. Para él, todas las bellezas creadas por Dios no son más que tiniebla. Mucho más digno de lástima es quien sepultó su corazón en la oscuridad, rehusando la luz de Dios. Para éste no existen las verdades eternas.
I – El sacrificio de Cristo Sacerdote
La liturgia de hoy se presenta en forma simple, sintética, y sin embargo rica en contenido, matices y significado. La segunda lectura, por ejemplo, ofrece un elevado mirador para apreciar las maravillas seleccionadas y extraídas de la Escritura para el texto de este domingo. Todos sus versículos se fijan en el supremo Sacerdocio de Cristo.
Etimología de la palabra sacerdote
La palabra “sacerdote” (del latín sacerdos) tiene dos orígenes etimológicos: “sacra dos”, es decir, el que “da lo sagrado”; o “sacra dans”, el que ha sido ungido con “un don sagrado”. Ambas etimologías son válidas, porque el sacerdote es un embajador de Dios ante los hombres, que les confiere las cosas sagradas, como son la verdadera doctrina y la caridad; mucho más todavía, diviniza la naturaleza, comunicándole la gracia a través de los sacramentos. También le incumbe la función de representar a la sociedad en sus relaciones con Dios; en este caso, ofrece a Dios dones (oraciones, oblaciones, etc.) y sacrificios por los pecados.
Este oficio de “dar cosas sagradas” evidentemente exige al que lo ejerce la posesión de un poder especial (“sacra dans”). Si tal poder no es comunicado por Dios, no hay sacerdocio.
Sacerdocio, sacrificio y redención
Por otro lado, en la obra redentora Dios quiso valerse especialmente de la vía del sacrificio, y por este motivo la gracia de Cristo es sacerdotal. Jesús es Sacerdote como hombre, no como Dios. Esta afirmación la hace san Pablo en la segunda lectura de hoy: “Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados” (Heb 5, 1).
Las figuras del sacerdocio y del sacrificio son inseparables. Esta realidad se trasluce tanto en el Nuevo como en el Antiguo Testamento. Si Dios eligió el camino del sacrificio para obrar la Redención, quiso que el Redentor fuera Sacerdote.
Jesús, sacerdote lleno de compasión
Otra vez san Pablo es quien nos enseña: “Ya que tenemos en Jesús, el Hijo de Dios, un Sumo Sacerdote insigne que penetró en el cielo, mantengamos firmes la fe que profesamos. Pues no tenemos un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Heb 4, 14-15).
Además de ofrendar el sacrificio, también es oficio del sacerdote el interceder por el pueblo, impetrando delante de Dios el auxilio, la protección y el perdón necesarios. Y Jesús, al sentarse a la derecha del Padre, está intercediendo continuamente por nosotros en su oración sacerdotal. Manifiesta al Padre su deseo de salvarnos a todos, presentándole además su humanidad asumida, la que por sí sola constituye una oración sacerdotal 1. Cristo quiso asumir la humanidad con miras al sacrificio de la cruz, y desde el cielo perpetúa el ofrecimiento de su holocausto. Esta es una de las diferencias entre el sacerdocio de Cristo y el de los sacerdotes de la Antigua Ley, como afirma san Pablo: “Además, todo esto ha sido confirmado con un juramento. Porque, mientras los levitas fueron instituidos sacerdotes sin la garantía de un juramento, Jesús lo fue con juramento por el que le dijo: ‘Juró el Señor y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre’. Por lo tanto, Jesús ha llegado a ser el garante de una Alianza superior. Los otros sacerdotes tuvieron que ser muchos, porque la muerte les impedía permanecer; Jesús, en cambio, posee un sacerdocio perpetuo porque permanece para siempre. De donde se sigue que puede también salvar perfectamente a los que por él se acercan a Dios, ya que siempre vive para interceder por ellos” (Heb 7, 20-25).
Santo Tomás de Aquino plantea otros argumentos de peso para probar la grandeza divina del sacerdocio de Jesucristo, demostrando que se cumplen en él todos los requisitos para la plenitud del sacerdocio 2.
“Él puede compadecerse de los ignorantes y extraviados”, nos dice todavía san Pablo en la segunda lectura de hoy (Heb 5, 2). ¿Cuál sería nuestro destino y suerte si, nacidos en el pecado e inclinados a él, no tuviéramos un Sacerdote, que es hombre y Dios a la vez, para ofrecer por nosotros un sacrificio salvador que nos rescate?
II – Terribles consecuencias del pecado
Santo Tomás, que nunca abandona su sereno equilibrio, supera los límites que tendríamos por exageración cuando se refiere a los terribles efectos del pecado: “El hombre, al pecar, se separa del orden de la razón, y por ello decae en su dignidad, es decir, en cuanto que el hombre es naturalmente libre y existente por sí mismo; y húndese, en cierto modo, en la esclavitud de las bestias, de modo que puede disponerse de él en cuanto es útil a los demás, según aquello (Sal 42, 21): ‘El hombre, cuando se alzaba en su esplendor, no lo entendió; se hizo comparable a las bestias insensatas y es semejante a ellas’; y se dice (Prov 11, 29): El que es necio servirá al sabio”.
Santa Teresa de Jesús: “¡Oh, que no entendemos que es el pecado una guerra campal contra nuestro Dios de todos nuestros sentidos y potencias del alma!” (Cuadro de Zurbarán, catedral de Sevilla, España)
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Guerra contra Dios
Los conceptos se armonizan en el campo de la espiritualidad mística de la gran doctora de la Iglesia, santa Teresa de Ávila: “¡Oh, que no entendemos que es el pecado una guerra campal contra nuestro Dios de todos nuestros sentidos y potencias del alma! El que más puede, más traiciones invita contra su Rey… Confieso, Padre Eterno, que la he guardado mal (la joya preciosa de Cristo); mas aun remedio hay, Señor, remedio hay mientras vivamos en este destierro” 4.
Esa gran reformadora del Carmelo –rica en manifestaciones de horror al pecado– dirá en otra de sus obras: “Hagamos ahora cuenta que es Dios como una morada o palacio muy grande y hermoso y que este palacio, como digo, es el mismo Dios. ¿Por ventura puede el pecador para hacer sus maldades apartarse de este palacio? No, por cierto, sino que dentro en el mismo palacio, que es el mismo Dios, pasan las abominaciones y deshonestidades y maldades que hacemos los pecadores. ¡Oh, cosa temerosa y digna de gran consideración y muy provechosa para los que sabemos poco, que no sería posible tener atrevimiento tan desatinado! Consideremos, hermanas, la gran misericordia y sufrimiento de Dios en no hundirnos allí luego; y démosle grandísimas gracias, y hayamos vergüenza de sentirnos de cosa que se haga ni se diga contra nosotras, que es la mayor maldad del mundo ver que sufre Dios nuestro Criador tanto a sus criaturas dentro de sí mismo, y que nosotras sintamos alguna vez una palabra, que se dijo en nuestra ausencia y quizá no con mala intención” 5.
Ceguera de alma
El pecado es misterioso y causa de múltiples efectos, uno de los cuales –¡cuán terrible!– es la ceguera del alma, que bien simboliza la pérdida física de la vista. La triste situación del que no ve conmueve el corazón del Sumo Sacerdote: “Él puede compadecerse de los ignorantes y extraviados” (Heb 5, 2); “Mirad que yo los recojo de los confines de la tierra; entre ellos, el ciego y el cojo…” (Jer 31, 8). Es una de las notas de la lectura de hoy, y más acentuadamente, la esencia del presente Evangelio.
III – La cura de Bartimeo
Llegaron a Jericó. Al salir ya de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!»
Según el relato de san Marcos, Jesús se encuentra de viaje rumbo a Jerusalén, dejando tras de sí Cesarea de Filipo, al norte de Galilea. Como nunca perdía un solo segundo ni oportunidad, aprovechará el trayecto para instruir a sus discípulos, a fin de hacerlos aptos para la gran misión que les cabría una vez fundada la Iglesia. Al emprender el camino, un gran gentío se unió a los discípulos, anhelante por presenciar algún milagro más o escuchar las maravillas que desbordaban los labios del Maestro. Como primer acto del recorrido está la curación de un ciego. San Mateo (20, 29-34) lo cuenta como un hecho sucedido a dos ciegos, no a uno solo. San Marcos dice su nombre: Bartimeo, es decir, “hijo de Timeo”. Además, a diferencia de san Mateo, añade otros datos muy interesantes: el afán de las personas del pueblo por alentar al pobre ciego para acercarse a Cristo, después de haber oído que lo llamaba, como también la prontitud de éste al arrojar su manto y saltar buscando a Jesús. Mateo, a su vez, afirma que la curación se produjo cuando Jesús tocó los ojos del ciego, y Lucas (18, 35-43) menciona la imperiosa fórmula empleada.
La conjugación de los tres relatos nos ofrece un cuadro minucioso de lo ocurrido. El título “Hijo de David”, según buenos autores, se debe al hecho que a esa altura ya estaba difundida entre todos la noción –y en algunos la creencia– de que Jesús era verdaderamente el Mesías. Por tanto, se descarta como hipótesis que el ciego (o los dos de san Mateo) haya usado esta expresión queriendo ganarse la benevolencia de Jesús a favor de su curación.
Algunos autores piensan que Jesús realizó tres milagros completamente distintos en dicha ocasión, cada uno de ellos relatado por uno de los tres Evangelistas. Pero otros –casi la totalidad– creen que los idénticos datos en común hacen imposible que no sea un mismo y único milagro.
¿Y por qué Marcos y Lucas hacen mención de un solo ciego? La mayor parte de los exégetas opina que los ciegos probablemente eran dos, como Mateo lo indica, pero uno debió ser muy conocido, al punto de que Marcos lo trae a escena con nombre propio.
San Mateo afirma que la curación se produjo cuando Jesús tocó los ojos del ciego (altorrelieve de la catedral de Chartres, Francia)
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En cuanto al lugar donde sucedió el milagro, las explicaciones, aunque diversas, buscan una aproximación entre los evangelistas, concluyendo a favor de un acontecimientoúnico.
Muchos le increpaban para que callase; pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!»
Casi nunca faltan en las escenas evangélicas esos aspectos de colorido intenso, típicos de Oriente. Las costumbres, marcadas por un temperamento efervescente y nada taciturno, se reflejan tanto en la actitud del ciego Bartimeo como en la reacción de la multitud contra sus gritos. Al respecto, es interesante recorrer los comentarios de los santos y Padres de la Iglesia, como san Beda, san Jerónimo, san Juan Crisóstomo y otros. Este último, por ejemplo, expresa lo siguiente: “Permitía Cristo que lo reprendiesen para que se le avivara más el deseo. De donde podemos concluir que, cualquiera que sea la forma de desprecio que caiga sobre nosotros, podemos alcanzar lo que pedimos con tal que nos acerquemos a Cristo con auténtico deseo” 6.
Sea como fuere, la disputa entre los acompañantes de Jesús y el ciego tiene un lado pintoresco, muy propio de una sociedad orgánica que no soñaba siquiera con un mundo dominado por la máquina. En ella, las relaciones humanas no sólo son intensas, sino que constituyen la esencia misma de la vida cotidiana. Todos quieren sacar provecho de la presencia de un hombre fuera de lo común, rebosante de sabiduría y que multiplica bondadosamente los milagros por donde pasa. La multitud no quiere perder la menor oportunidad para verlo y oírlo. Cuando la comitiva se desplaza, evita al máximo los obstáculos para captar todos los comentarios del Maestro, y el griterío de un ciego dificulta seguir el hilo a las exposiciones. Con todo, para Bartimeo era la única y exclusiva oportunidad de su vida. Así, mientras unos lo reprenden, grita todavía más alto.
Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle.» Llamaron al ciego, diciéndole:«¡Ánimo, levántate! Te llama». Y él, arrojando su manto, dio un brinco y fue donde Jesús.
A cierta altura, el Salvador interrumpe la marcha y manda llamar al ciego. Según Mateo, el mismo Señor toma la iniciativa de hacerlo venir. Marcos es más preciso: Jesús, dando una orden a la multitud, al mismo tiempo impide, implícitamente, que sigan reprendiendo al pobre Bartimeo. Con tales gritos era evidente que Cristo ya lo había oído, pero le agradaba la insistencia. Es justamente lo que sucede con nuestras oraciones. Dios quiere nuestra constancia. La determinación de Jesús dejó la multitud a la expectativa, reacción psicológica que transformó la acidez anterior en afán de estimular al ciego para llenarse de ánimo. Éste –como suele ocurrir con quien pierde el sentido de la vista– supo por instinto en dónde estaba Quien tenía poder para curarlo, y de un salto fue en su dirección sin ocuparse de su propio manto, que arrojó de lado.
Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?» El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!» Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado.» Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino.
Otra vez el Divino Maestro, para robustecer la fe del ciego, le pregunta cuál es su demanda, pese a conocer el gran deseo de su alma. Bartimeo, que tanto clamaba por el Hijo de David sin recobrar la vista, responde llamándolo “Señor” (de acuerdo a Mateo y Lucas), hecho suficiente para demostrar cuánto creía en la divinidad de Jesús; y además de un elogio a su fe, recibe la recuperación de la vista.
Este acontecimiento fue extremadamente aleccionador y probatorio del mesianismo de Jesús. Precisamente al inicio de su última subida a Jerusalén, cuando se dirigía a la muerte, un ciego recupera la vista por proclamar al Hijo de David como su Señor…
Orígenes concluye así su comentario a las últimas palabras del Evangelio de hoy: “A nosotros, que estamos sentados junto al camino de las Escrituras y sabemos en qué consiste nuestra ceguera, si rogamos con ahínco, el Señor también nos tocará, abrirá los ojos de nuestras almas y ahuyentará de nuestros sentidos las tinieblas de la ignorancia a fin de que podamos verlo y seguirlo, la única finalidad para la que nos ha dado la vista” 7.
IV – El mal de la ceguera espiritual
La ceguera, sea física o espiritual, es un mal indoloro. La primera es involuntaria en lo que atañe a su origen; no así la segunda, en la que caemos por culpa propia cada vez que damos rienda suelta a nuestras pasiones, sin atender a las inspiraciones de la gracia ni a las advertencias de nuestra consciencia. Quien perdió la vista como nuestro pobre Bartimeo, es digno de lástima; todas las bellezas creadas por Dios no son para él sino tinieblas. Mucho más digno de pena es quien sepultó su corazón en la oscuridad, rehusando la luz de Dios; para éste no existen las verdades eternas. El fuego inextinguible del infierno, las inimaginables glorias celestiales, la implacabilidad del Juicio Particular o Final, todo esto jamás pasa por su mente, y por ende no lo impresiona. Podrá presenciar una ceremonia donde se represente la Pasión del Señor, de un Dios que se encarna y muere en la Cruz para redimirnos, sin que un pensamiento piadoso de contrición, confianza o gratitud venga a su mente. Lo sobrenatural no lo conmueve, ya que no pasaría de una invención humana sumida en las tinieblas de su consciencia.
La fe ya no ilumina sus actos
La pérdida de la vista, aunque nos impide orientarnos en los espacios físicos según nuestra propia deliberación y usando nuestra autonomía, nos inclina a la humildad y a la sumisión con los demás, a confiar en su auxilio. Por eso, si es bien aceptada, puede convertirse en un excelente medio de santificación. La ceguera espiritual, muy al contrario, nos priva de elementos fundamentales para nuestra salvación –como las misericordias que desdeñamos– y nos hace correr terribles riesgos mientras acumulamos la ira de Dios.
Cuántas veces los más ciegos para Dios son los que se creen llenos de luces…
Un ciego como el del Evangelio,¿podrá hacer algo útil además de pedir limosna? ¡Otra razón de compasión!
Sin embargo, la situación de un ciego espiritual es muchísimo peor, puesto que la fe ya no es la luz de sus actos; su última finalidad se le apagó de los ojos. Acometerá las innumerables actividades y proyectos de su vida diaria, agotándose en busca de una reputación que no es más que humo, de una riqueza que otros consumirán, de un placer ilícito que durará poco y le merecerá un castigo sin fin, de una salud que terminará mal, porque su cuerpo se pudrirá al fondo de una tumba.
Un ciego para Dios ignora el poder de Jesús
A Bartimeo le faltaba uno de los elementos esenciales para enriquecerse, por lo que cayó inevitablemente en la pobreza, teniendo que vivir de limosnas. Sin embargo, al que está ciego para Dios le es posible hacer fortuna, aunque bajo este punto de vista es todavía más digno de lástima: cuando sus ojos carnales se cierren definitivamente a la luz del día, los ojos espirituales se abrirán de inmediato, pero qué tarde será ya para ver la gran dimensión de su real miseria en todo su espanto. Llegará entonces la hora de la desesperación.
Como vemos por el relato de Marcos, el ciego, al saber que Jesús pasaría por ahí, se puso a gritar lleno de alegría y esperanza porque creía en el poder del Maestro para curarlo. Un ciego hacia Dios ignora por completo ese poder. El mismo hecho de que Jesús haya iluminado a lo largo de la Historia a tales o cuales pecadores, entre los más inveterados, llevándolos a la conversión, no dice nada a las personas en que se apagó la luz de la fe.
V – "Señor, ¡Que vea!"
Si me examino con toda honestidad de conciencia, ¿no encontraré al fondo de mi alma alguna sombra adonde no llega la luz sobrenatural, tal o cual meandro donde no se oye la voz de Dios? Será el momento de imitar al pobre Bartimeo. El mismo Jesús sigue presente, en los tabernáculos de las iglesias. ¿Por qué no aprovechar una ocasión para acercarse a él y pedirle el milagro? Debo temer a Jesús que pasa y no vuelve, clamar continuamente, porque escucha mejor los deseos inflamados…
Imitar la actitud de Bartimeo
Tengamos por seguro este principio: siempre que un ciego en relación a Dios emprende el camino de la conversión, “la muchedumbre” intenta disuadirlo de proseguir, haciendo todo lo posible por ponerle obstáculos. Infelizmente, a esa “muchedumbre” de mundanos se asocia la muchedumbre de sus propios pecados y pasiones, para hacerlo callar. También entonces será ocasión de imitar la actitud de Bartimeo, o sea, no solamente no ceder ante las presiones, sino, al contrario, redoblar incluso el ardor, la esperanza y los deseos. De esta manera no tardará en comprobarse la realidad de la convicción del Apóstol: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 4, 13).
“Señor, ¡que vea!”: éste ha de ser el pedido de quien se halle inmerso en la tibieza, y sobre todo del que está ciego para Dios. Bartimeo no pidió la fe, porque ya la tenía; su ceguera era sencillamente física. Examinemos nuestras necesidades espirituales y pidámoslo todo a Dios, esperando sin titubear hasta el mismo milagro, porque Cristo aseguró: “Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, yo lo haré” (Jn 14, 13).
La fe se va volviendo privilegio de minorías
El número de los que sufren ceguera física en el mundo resulta insignificante comparado a los ciegos espirituales. La ceguera de corazón afecta a una pavorosa cantidad de personas en nuestros días. La fe se va volviendo un privilegio de minorías. No sólo hay ciegos en el camino de la salvación, sino también en los senderos de la piedad. Llevan una vida pseudotranquila, sumidos en los peligros de la tibieza; cometen faltas, pero muchas veces logran adormecer su conciencia a través de innumerables soExaminefismas, sin experimentar más los benéficos remordimientos. Se confiesan por rutina, comulgan sin dar el debido valor a la sustancia del Sacramento Eucarístico, rezan sin devoción.
Y –¿quién lo diría?– hay ciegos entre los que adoptaron el camino de la perfección, pero dejaron de aspirar a ella, contentándose con una espiritualidad mediocre, escuálida y estéril. No hacen nada por alcanzarla, buscándola donde jamás la hallarán.
Pureza de corazón
En fin, para no estar ciego en relación a Dios es preciso ser puro de corazón. La impureza es una de las principales causas de la ceguera de nuestros días. Nuestro Señor dijo en el Sermón de la Montaña: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Jn 14, 13). No se trata exclusivamente de la virtud de la castidad, sino mucho más, de la honestidad de nuestros deseos. Una y otra se hacen cada día más raras en esta era de progresiva ceguera de Dios…
He aquí algunas de las razones por que la humanidad requiere urgentemente volverse hacia la Madre de Dios, presentando al Divino Redentor por su intermedio el mismo pedido de Bartimeo: “Señor, ¡que vea!”
“Heraldos del Evangelio – Salvadme Reina” Nº 38
1 Cf. San Juan Crisóstomo, Comment. in Epist. ad Hebraeos, c. 7 lect. 4.
2 Cf. Suma Teológica III, q. 22, a. 1.
3 Cf. Exclamaciones del alma a Dios, c. 14, in Obras completas de Santa Teresa de Jesús, Ed. Aguilar, Madrid, 1942, pp. 459-460.
4 Cf. Castillo interior o las moradas– Moradas sextas, c. 10, in op. cit., p. 403.
5 S. Juan Crisóstomo, Hom. 67, in Mt XX, 31. 6 Apud Sto. Tomás de Aquino, CatenaÁurea.