EVANGELIO
Pasada la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá y la luna no dará resplandor, las estrellas caerán del cielo y las fuerzas celestes se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre entre nubes con gran poder y gloria. Él enviará a sus ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, del extremo de la tierra al extremo del cielo. Aprended la parábola tomada de la higuera: cuando sus ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, conocéis que se acerca el verano. Lo mismo vosotros, cuando veáis suceder estas cosas, sabed que Él está cerca, a las puertas. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto al día o la hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre (Mc 13, 24-32).
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Comentario al Evangelio – 33º Domingo del Tiempo Ordinario – Los novísimos del hombre
Nadie sabe cuándo deberá comparecer ante el Señor. Jesús, hablando del fin del mundo, desea estimularnos también a la vigilancia, preparándonos para la llegada de nuestra hora.
I – Los novísimos al comienzo y final del ciclo litúrgico
El domingo 26 de noviembre celebraremos la Solemnidad de Cristo Rey, marco del término de un ciclo litúrgico e inauguración de otro. Fue instituida por Pío XI en 1925, si bien que tradicionalmente sea tan antigua como la liturgia misma, conforme a Schuster: “El Santo Sacrificio y el Oficio Divino son el solemne y cotidiano tributo que la Iglesia paga a Cristo, a título de Pontífice y Rey” 1. Las propias Escrituras son ricas en alusiones a las grandezas y extensión del imperio de Aquel que “sobre su manto y su muslo lleva escrito este nombre: Rey de reyes y Señor de señores” (Ap 19, 16).
Nuestra actual liturgia, reformada después del Concilio Vaticano II, es muy suculenta en textos de la Revelación, y por eso se hizo más fácil todavía descubrir y glosar aspectos de la realeza de Cristo. Ya sea en la gloria del Tabor, o como Niño en las pajas del pesebre, e incluso en la agonía del Calvario, siempre veremos en Nuestro Señor Jesucristo los resplandores de su naturaleza divina detrás de su realeza.
La liturgia de este domingo
Es un hecho de belleza trascendental que un ciclo litúrgico termine y otro comience entrelazados por la consideración de la realeza de Cristo. También es bonito que la Iglesia concluya un año con una liturgia centrada en los Novísimos del hombre, y abra el siguiente con la misma temática. El libro del Eclesiástico afirma: “En todas tus obras acuérdate de tus postrimerías, y no pecarás jamás” (7, 40). La primera de estas postrimerías es la muerte, seguida por el juicio particular, cuyo resultado será el premio o castigo eternos. Además, tendrá lugar el Juicio Final. Cada una de estas últimas cosas puede ser considerada desde diferentes prismas.
Dos formas de considerar la muerte
La muerte, por ejemplo, representará para unos la aniquilación completa y, por tanto, será recibida con desesperación y angustia. Para los verdaderos católicos, sin embargo, no pasará de un descanso: “No queremos, hermanos, que ignoréis lo tocante a la suerte de los que durmieron, para que no os aflijáis como los demás que carecen de esperanza” (1 Tes, 4, 13). Los Textos Sagrados consideran la muerte como un sueño transitorio (2 Mac 12, 44-46; Mt 9, 24; Jn 11, 11; Sal 75, 6; etc.) y por consiguiente, como una separación temporal entre seres queridos, pero no una desaparición definitiva. La desesperación frente a la muerte es una reacción pagana y atea. No obstante, la muerte causa temor por sí misma, a veces incluso en almas santas, según afirma san Agustín, porque repugna a la naturaleza, además de sembrar muchas incertidumbres acerca del futuro desconocido. Es un paso decisivo rumbo a la eternidad, un castigo de Dios, y no temerla sería no tener temor de Dios. Como castigo, permanecerá en el mundo hasta la conflagración final, presentándose al justo como el más dulce consuelo, y al pecador como una venganza de Dios por haberle dado la espalda.
El único novísimo que podemos constatar con nuestros sentidos es la muerte. Podemos presenciarla como el término de esta vida terrenal, pero no vemos lo que le sigue más allá del umbral de la eternidad.
No obstante, en el fondo de nuestras almas hay un benéfico temor a ese futuro incógnito. De ello surgen energías y estímulos para evitar el mal y seguir el Bien.
El triple juicio de Cristo
Una reacción análoga se verifica en lo tocante a los otros Novísimos. Así, la Edad Media consideró con dolor y espanto los panoramas de la liturgia de hoy, resaltando el sentimiento de culpa frente a Dios como resultado de los innumerables pecados, y consecuentemente las enormes cuentas que deberán prestarse el día del Juicio. En realidad, la divina obra de la Redención estará inconclusa mientras no sean juzgados todos los hombres.
Según santo Tomás de Aquino, el juicio es triple:
1. Para gobierno de los hombres
“La vida humana está regida por el justo juicio de Dios, puesto que él juzga a todo hombre. No se debe dudar que este juicio, con el cual son gobernados los hombres en este mundo, también forma parte del poder judicial de Cristo, ya que según su naturaleza humana, está sentado a la derecha de Dios en cuanto recibió el poder judicial, que ejerce incluso ahora, antes de aparecer visiblemente.”
2. Juicio Particular
“Hay otro juicio de Dios en virtud del cual, después de la muerte, se dará a cada alma lo que mereció. Los justos muertos permanecen en Cristo, los pecadores son sepultados en el infierno. No se piense que esta discriminación se hace sin juicio de Dios, o que tal juicio no es propio del poder de Cristo.”
3. Juicio Universal
“Como la recompensa de los hombres comprende no sólo los bienes del alma, sino también los del cuerpo que será reasumido por el alma en la resurrección, y como toda retribución requiere un juicio, es menester establecer otro juicio en que se retribuya a los hombres según sus obras, no solamente en el alma sino también en el cuerpo. Este juicio le corresponde a Cristo para que, así como murió por nosotros, resucitó y subió a los cielos, también haga resucitar con su poder los cuerpos de nuestra vileza y los asuma con su Cuerpo glorioso a fin de llevarlos al Cielo, adonde nos ha precedido, abriendo el camino delante de nosotros. La resurrección será en el fin del mundo, y de todos los hombres al mismo tiempo; por tanto, ese juicio será también común a todos y final”. 2
La unidad del Año Litúrgico
Así, en este 33er domingo del Tiempo Ordinario se celebra convenientemente la evocación de los últimos acontecimientos en que culminará la obra redentora de Cristo Jesús. De la misma forma se habrá de iniciar el Año Litúrgico siguiente, ya que la Santa Iglesia quiere hacer notar a sus fieles, al comienzo de un ciclo y al término de otro, que ese conjunto constituye una sola unidad. No podemos creernos meros individuos sin la menor relación con todo el orden y la historia del universo; como sus partes integrantes, debemos tomar conciencia de nuestra responsabilidad frente a la obra de la Creación en su totalidad.
“Se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno. […] Los que enseñaron la justicia a la multitud resplandecerán por siempre, eternamente, como las estrellas” (Dn 12, 1-3) (Detalle del pórtico de la Catedral de Notre-Dame, París))
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Los misterios de nuestra Redención, presentados en cada ciclo litúrgico, parten de la contemplación del Juicio Final y concluyen en el mismo horizonte.
Doble perspectiva de esperanza y temor
¿Cómo enfrentar los Novísimos? ¿Con animada esperanza o afligido temor?
Si bien existe una clara nota de esperanza en esta liturgia, considerar el juicio desde su aspecto terrible parece lo más apropiado. La primera lectura de este domingo fue elegida con mucho acierto, y sus palabras nos ubican en esta doble perspectiva de la esperanza y el temor: “Será aquél un tiempo de angustia como no hubo otro desde que existen las naciones […] Se salvarán los que de tu pueblo esté inscritos en el Libro. […] Se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno. […] Los que enseñaron la justicia a la multitud resplandecerán por siempre, eternamente, como las estrellas” (Dn 12, 1-3)
En estas palabras se percibe que la nota tónica de susto frente al Juicio Final estimula el temor de Dios, tan benéfico para la vida espiritual.
Armonía de misericordia y justicia
La Iglesia, a lo largo de todo el año litúrgico, nos lleva por los caminos de la bondad, el perdón y la confianza sin límites en la divina misericordia de Jesús. Los mismos Evangelios rebosan cariño, al margen de algunas expresiones enérgicas y fuertes, pero la médula se compone de suavidad, clemencia y afecto emanados del Sagrado Corazón de Jesús. Si no fuera por ciertas celebraciones, nuestro relajonos haría olvidar la sustancial Justicia de Dios. Ahora bien, en el curso de esta vida estamos siendo probados en vista del premio o el castigo eternos; por eso, las tres liturgias consecutivas nos estimulan, además, a ser agradecidos con Dios por los beneficios de la Redención, a examinar nuestra conciencia para analizar si hemos correspondido o no a las innumerables gracias recibidas hasta aquí.
Estas son algunas razones por las cuales el año litúrgico empieza y termina centrado en el recuerdo de los Novísimos del hombre.
II – Profecía sobre la destrucción de Jerusalén y el fin de los tiempos
El fin de los tiempos
24Pasada la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá y la luna no dará resplandor, 25las estrellas caerán del cielo y las fuerzas celestes se tambalearán.
El trecho elegido para servir como Evangelio de este 33er domingo está precedido por una detallada revelación de Jesús acerca de los últimos acontecimientos que deberán clausurar el curso de los tiempos. Al salir del Templo (cf. Mc 13, 1), Cristo deja estupefactos a sus discípulos afirmando que de esos edificios no quedaría piedra sobre piedra. En la ocasión, Jesús, a partir de esta profecía, profiere otras más graves, delineando el terrible cuadro del fin del mundo, como también el de la destrucción de Jerusalén. Son los acontecimientos que constituyen la “tribulación” mencionada en el v. 24.
Las palabras presentes en los dos versículos se deben tomar al pie de la letra, si bien no excluyen también un sentido alegórico, inherente a tan catastróficos sucesos. Si no fueran una descripción de la realidad no habrían sido objeto de expresiones tan fuertes, empleadas no sólo por Jesús sino también por los Profetas: “Ved que se acerca implacable el día del Señor, día de furor y ardiente ira, para hacer de la tierra un desierto y exterminar de ella a los pecadores. Las estrellas del cielo y sus constelaciones no alumbrarán más; el sol se esconderá naciendo, y la luna no hará brillar su luz” (Is 13, 9-10). San Pedro escribe: “Los cielos y la tierra actuales están reservados por la misma palabra divina para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los impíos” (2 Pe 3, 7).
La tremenda convulsión producida en el orden natural, consecuencia de los pecados de la humanidad, como será la caída de las estrellas, producirá un altísimo grado de calor suficiente para derretir hasta los más resistentes elementos (cf. 2 Pe 3, 10).
Insensibilidad del hombre al peligro lejano
Pero todas estas profecías son consideradas por los hombres como algo muy lejano, y tal vez irrealizable. No es débil la fuerza de la unanimidad sobre nuestra psicología; somos llevados a temer solamente los hechos que a todos hacen temblar. Eso explica la reacción de los contemporáneos de Noé, como la de los habitantes de Jerusalén en vísperas de su caída.
Los placeres lícitos de la vida, y más todavía los ilícitos, además del actual desarrollo tecnológico y del dios de todos los tiempos –el dinero–, someten los corazones y los inclinan a desear con fuerza que todo esto no termine jamás. Sin embargo, ningún argumento arrastra tanto al error como la persuasión del ansia; e incluso cuando las evidencias demuestran lo contrario, el hombre prefiere vivir una ilusión, ahuyentando cualquier idea que pueda perturbar su goce de la vida. Su ansiedad por disfrutar los bienes de este mundo lo hace querer prolongar ad aeternum la actual existencia.
La Iglesia, a lo largo de todo el año litúrgico, nos lleva por los caminos de la bondad, el perdón y la confianza sin límites en la divina misericordia de Jesús, y si no hubieran ciertas celebraciones, llegaríamos a olvidar la sustancial justicia de Dios (detalle del pórtico de la Catedral de Notre-Dame, París)
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Al extremo opuesto, Dios no se guía por nuestras ilusiones; así como las aguas del Diluvio inundaron la tierra, el reino de Israel fue abatido hasta sus cimientos y tantas naciones fueron aniquiladas a lo largo de la Historia, así también la tierra entera perecerá en un diluvio de fuego al fin del mundo.
Los impíos se unen para atacar la Religión
El pecado debilita la fe, y al hacerse frecuente llega a extinguirla. Al comienzo de esta rutina, el pecador sentirá todavía cierto remordimiento, pero con el paso del tiempo, para intentar sofocar la voz de la conciencia, terminará encogiéndose de hombros ante las amenazas y castigos, así como ante las recompensas de Dios. Y así como ha ocurrido en todas las eras, siendo imposible al hombre destruir la idea incómoda de la existencia de un Dios omnipotente, formará para sí dioses de metal o de piedra. Habrá llegado entonces a la fase de las blasfemias, pero con éstas no logrará cambiar en nada la naturaleza de Dios; al contrario, serán la causa de su próxima intervención.
Cuando se llega a estos extremos, y al generalizarse este mal, los impíos se unen para atacar la verdadera religión porque su existencia los inquieta, perturba y refrena. Este odio conduce a una explosión, y exige de Dios la transformación de sus amenazas en actos concretos. Igual como sucedió tantas veces en la Historia, así sucederá en el fin del mundo.
La Iglesia, evocando ese acontecimiento en la liturgia de hoy, quiere esculpir indeleblemente en nuestros corazones el temor de Dios, que es el comienzo de la Sabiduría. Conservémoslo por medio de la meditación y la oración, que preservará nuestra inocencia y piedad, además de llegar a ser nuestra protección en el día de la ira.
La venida triunfal de Cristo
26Entonces verán venir al Hijo del hombre entre nubes con gran poder y gloria.
Inmediatamente después de la Ascensión del Señor, los ángeles proclamaron a los apóstoles: “Hombres de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este Jesús que ha sido arrebatado de entre vosotros al cielo, vendrá tal como le habéis visto subir al cielo” (Hch 1, 11). Por tanto, esta debe ser nuestra fe. Él vendrá como Hijo del hombre, con cuerpo glorioso, porque según algunos comentaristas en esa forma deberá ser visto y reconocido hasta por los malos. Los buenos adorarán la divinidad del Hijo del hombre; por estar en la visión beatífica, verán su gloriosa humanidad unida hipostáticamente a Dios en la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Por el contrario, los malos sólo verán su humanidad, si bien “conocerán manifiestamente que Cristo es Dios porque verán, no la divinidad, sino sus clarísimas señales” 3. Para unos, alegría; para otros, angustia y amargura, como enseña santo Tomás de Aquino: “Así como la gloria de un amigo nos causa placer, así la gloria y el poder de quien odiamos nos hace sufrir inmensamente. Por lo mismo, así como la contemplación de la gloriosa humanidad de Cristo será un premio para los justos, así será también un suplicio para los enemigos de Cristo”. 4
Cristo es Juez como Hombre
Siempre con indiscutible claridad, santo Tomás afirma que le incumbe juzgar al que le cupo legislar. Cristo Jesús, al traernos el Evangelio como fruto de su Encarnación, será Juez también como hombre. Por otro lado, si Pilato lo juzgó como hombre, también como tal vendrá a juzgar 5. Por tanto, no debemos equivocarnos pensando que su poder de juzgar es exclusivamente divino. Es verdad que “Cristo, en su naturaleza divina, tiene autoridad de Señor sobre todas las criaturas, por derecho de autor de la creación; pero por su naturaleza humana posee la autoridad de dominio que le mereció su Pasión, si bien que sea secundaria y adquirida, al paso que la primera es natural y eterna”. 6
Papel de los ángeles en la resurrección de los muertos
27Él enviará a sus ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, del extremo de la tierra al extremo del cielo.
Siempre según santo Tomás 7, la resurrección de los muertos será obra de Dios, valiéndose del ministerio de los ángeles. El Doctor Angélico divide en dos actos la resurrección: reunir primero los restos dispersos de cada cuerpo, y en seguida reconstituir todos los cuerpos. Ambas tareas estarán a cargo de los ángeles. En lo que concierne a la unión de cada alma con su cuerpo, es algo que realizará Dios exclusivamente, al igual que la glorificación de los cuerpos de los bienaventurados.
La imagen de la higuera
28Aprended la parábola tomada de la higuera: cuando sus ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, conocéis que se acerca el verano.
Nuestro Señor retorna a la metáfora de la higuera por tercera vez a lo largo de los Evangelios, por ser ésta muy elocuente. Quizá haya creado este árbol, entre otras razones, para servir en aquellas circunstancias a su lección divina.
La higuera era sumamente común en la Palestina de antaño, y todavía sobrevive allí pese a las guerras y la industrialización. Por tanto, se trataba de un ejemplo que cualquiera tenía muy a su alcance. Por una ley botánica creada por Dios, la savia de este árbol comienza a circular con eficaz vitalidad a fines del invierno por todas las ramas, otorgándoles flexibilidad. Las hojas no tardan mucho en aparecer, y cuando se cubre de verde significa que el verano está a la puerta. De la misma forma, se sabrá distinguir la cercanía del fin de los tiempos cuando se cumplan las señales apuntadas por el Salvador en sus palabras anteriores (ver también Mt 24, 32-33 y Lc 21, 29-31).
Son señales para las almas llenas de fe, a fin de ayudarlas en esos días terribles, en especial cuando las expresiones de Jesús exhiben tales notas de firmeza y seguridad que no dan pie a la menor duda. Acostumbramos decir que verba volant (“las palabras vuelan”) porque carecen de la estabilidad de lo escrito. Pues bien: ahí está la palabra del Hombre- Dios, además escrita, para atravesar los siglos y los milenios.
“No pasará esta generación…”
30En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo esto suceda. 31El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.
Los autores ofrecen variados comentarios a estos versículos. Recogemos algunos más significativos.
Teofilacto, por ejemplo, dice así sobre el versículo 30: “No pasará esta generación (de los cristianos) antes que se haya cumplido todo cuanto fue dicho acerca de Jerusalén y de la venida del Anticristo. Él no se refirió a la ‘generación de los apóstoles’, porque la mayor parte de ellos no vivió hasta la destrucción de Jerusalén, sino a la de todos los cristianos, queriendo consolar así a sus discípulos para que no pensaran que la fe faltaría en aquellos tiempos, una vez que, antes que la palabra de Cristo, faltarán los elementos estables de este mundo”. 8
Jesús, al aceptar el aparente fracaso de la Cruz, nos entrega una lección divina: no debemos buscar las glorias de este mundo como última finalidad
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A propósito del v. 31, nos parece bastante clara la interpretación de Beda: “El cielo que pasará no es el etéreo o sideral, sino el del aire, porque así como el agua del Diluvio cayó en todas partes, así también, según el apóstol san Pedro, caerá en todas partes el fuego del Juicio. El cielo y la tierra perderán su forma actual, pero subsistirán eternamente en cuanto a su esencia”. 9
Todavía con relación al v. 30, un autor de la actualidad, el P. Raniero Cantalamessa, opina de la siguiente forma: “¿Se equivocó [Jesús]? No. En efecto, no pasó sino la generación del mundo de sus oyentes, el mundo judaico pasó trágicamente con la destrucción de Jerusalén el año 70. Cuando en el 470 tuvo lugar el saqueo de Roma por obra de los vándalos, muchos grandes espíritus del tiempo pensaron que era el fin del mundo. No se engañaban tanto: terminaba un mundo, el creado por Roma con su imperio.
“Eso no disminuye, sino al contrario, aumenta la seriedad de la permanencia cristiana. Sería una gran estupidez tranquilizarse a sí mismo diciendo que, mientras tanto, nadie sabe cuándo será el fin del mundo, olvidando que para mí eso puede ocurrir esta misma noche”. 10
¿Podría ignorar el Hijo la hora de su triunfo?
32En cuanto al día o la hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre.
Que los hombres y hasta los ángeles no lo sepan, es perfectamente admisible; pero ¿cómo entender que exista ignorancia en Aquel que es la Sabiduría eterna y encarnada? Ese es el asombro bellamente expresado y luego bien solucionado por san Hilario. Dice él que el Padre no podría emplear la maldad y negarse a revelar el momento de su triunfo al Hijo, a quien hiciera conocer el día de su muerte injusta. Todos los tesoros de la Sabiduría están escondidos en el Hijo, y cuando hay algo que no nos comunica, nunca es por falta de capacidad, sino porque todavía no es oportuno. 11
La mejor explicación la encontramos en la obra del R. P. Andrés Fernández Truyols, S.J.: “Sueña extraño este aserto en lo que al Hijo se refiere. Algunos Padres de la Iglesia dijeron que, aunque pudiera ignorarlo como hombre, no lo ignoraba como Dios. Pero no basta. Como hombre, Jesucristo poseía, además de la ciencia experimental, la visión beatífica y la ciencia infusa; y así, por una y por otra conocía perfectamente el tiempo de la parusía. Por tanto, esta expresión debe entenderse en el sentido de que, como legado del Padre, no estaba llamado a revelar a los hombres esa verdad; en la práctica, era como si no la conociera. En otros términos, no la conocía como ciencia comunicable”. 12
III – No debemos buscar las glorias de este mundo como finalidad
El pueblo elegido esperaba un Mesías con las glorias de David llevadas a su auge. De ahí surgiría un pleno dominio social, político, religioso e incluso económico sobre todos los demás pueblos. Pero Jesús hacía hincapié en llamarse a sí mismo Hijo del hombre, para combatir esa mala inclinación en quienes amaba tanto. La Sagrada Escritura usa muchas veces esa expresión; por ejemplo, el profeta Ezequiel, resaltando su humilde condición de criatura con todas sus debilidades, se denomina 93 veces “hijo del hombre”.
Pero no siempre las glorias de este mundo significan condenación eterna. Se puede decir también lo contrario, es decir, no siempre los fracasos durante la existencia terrenal suponen la gloria beatífica de la otra vida.
Frente a esta realidad, ¿qué otra enseñanza debemos extraer de la liturgia de hoy?
Además de estimularnos a la vigilancia, a fin de estar preparados para el día de nuestro encuentro con el Supremo Juez –sea después de nuestra muerte, sea en el valle de Josafat–, Jesús, al aceptar el aparente fracaso de la Cruz, nos da una lección divina. No debemos buscar las glorias de este mundo como última finalidad. Poco importan el triunfo o la derrota, el placer o el dolor, la riqueza o la miseria, etc. Sean cuales sean los medios, nuestro único objetivo debe consistir en hacer la voluntad de Dios a nuestro respecto, para ir entonces al encuentro del Hijo del hombre que llega “entre nubes con gran poder y gloria” (v. 26).
“Heraldos del Evangelio – Salvadme Reina” Nº 39
1 Liber Sacramentorum, Herder, 1948, vol. IX, p. 91. 2 Opúsculo 13, lib. 1, c. 242. 3 Suma Teológica, Supl., q. 90, a. 3, ad 1. 4 Idem, q. 90, a. 2, ad 4. 5 Suma Teológica, Supl., q. 90, a. 1, sc. 6 Idem, a. 1, ad 1. 7 Suma Teológica, Supl., q. 76, a. 3. 8 Sto. Tomás de Aquino, Catena Aurea in Mc. 9 Idem. 10 Echad las Redes – Reflexiones sobre los Evangelios, Ciclo B, EDICEP, C.B. Valencia, 2003. 11 Cf. Liber 9, de Trinitate, n. 60-63 et passim. 12 Vida de Nuestro Señor Jesucristo, BAC, Madrid, 1954, vol. III, p. 550.