COMENTARIO AL EVANGELIO SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO (CORPUS CHRISTI)
Considerar la magnitud de la generosidad divina manifestada en la Eucaristía contribuye a medir cuál debería ser nuestro ardor por ese inigualable sacramento.
I – El Hombre Dios se da en alimento a los Hombres
Para contemplar, aunque sea por unos instantes, la elevación y la belleza del misterio de la Encarnación del Verbo, es imprescindible la luz de la fe, porque el entendimiento humano, abandonado a su mera capacidad, no es capaz de lograrlo. Si no fuera por el auxilio de la gracia, nunca se podría admitir que Dios quiso manifestarse al mundo de esa forma, promoviendo la unión de la naturaleza divina con la humana en la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Jesús es verdaderamente hombre —con inteligencia, voluntad y sensibilidad, y con un cuerpo pasible, cuyo origen era milagroso, pero que se fue desarrollando normalmente conforme a las leyes de la naturaleza— y al mismo tiempo es plenamente Dios. Dios reclinado en un pesebre; Dios discutiendo en el Templo con los doctores de la ley; Dios que vive con sus padres en Nazaret; Dios que abraza la vida pública; Dios que es crucificado… ¡Cuántos actos de adoración y de gratitud deberíamos hacer cada vez que consideramos ese misterio, y con cuánto fervor convendría que le pidiésemos al Señor que aumentara nuestra fe en Él!
Ahora bien, si ésa es nuestra admiración ante la grandeza del Verbo que “se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14), no menos ardorosa debe ser nuestra actitud frente a la Sagrada Eucaristía, el misterio que resume todas las maravillas realizadas por Dios para nuestra salvación. 1 Como bien observa el P. Monsabré, “la Encarnación es la obra maestra de Dios. Pero esa propia obra maestra, personal y viva, Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, no se conforma con publicar, a la manera de las obras maestras humanas, la gloria del sublime artista que la ha creado; sumamente inteligente, bueno y poderoso, ha querido realizar también una obra capital, entre todas las que su Padre celestial le ha ordenado llevar a cabo. Esta obra es la Eucaristía”. 2
Así, en la Encarnación, el Hijo eterno de Dios se oculta en la carne; en la Eucaristía, Jesús vela no sólo su Persona divina, sino su humanidad, bajo las especies de pan y vino. En la Encarnación, pasó a vivir y a actuar como nosotros, desde el interior de la santidad increada, sustancial e infinita de Dios. En la Eucaristía, quiere habitar en nuestro interior con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. En la Encarnación, la comunicación y la unión fueron solamente con una naturaleza singular, la humanidad santísima de Cristo; en la Eucaristía, Jesús se une a todo aquel que lo recibe, como Él mismo lo dijo: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6, 56). Dicha unión entre Dios y el hombre es la más íntima que se pueda imaginar, inferior solamente a la unión hipostática. ¡Es algo tan grandioso que causa asombro!
El Evangelio de hoy, al traer a nuestra consideración la narración de la institución de este sacramento, “el más importante y el culmen de los demás”,3 invita a meditar sobre su inagotable riqueza y a crecer en la devoción a él. El propio Salvador ansiaba este momento, como lo manifestó a sus discípulos al principio de la Última Cena: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer” (Lc 22, 15).
II – El Misterio de la fe por excelencia
El divino Maestro iba de camino a Jerusalén cuando, por tercera vez, les anunció a los discípulos su Pasión (cf. Mt 20, 17–19; Mc 10, 32–34; Lc 18, 31–34). Más tarde, ya después del Domingo de Ramos, les reveló la fecha exacta de ese acontecimiento: “Sabéis que dentro de dos días se celebra la Pascua y el Hijo del hombre va a ser entregado para ser crucificado” (Mt 26, 2).
Mientras tanto, los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo, reunidos en la casa de Caifás, conspiraban contra Jesús y deliberaban sobre los medios de prenderlo con astucia y matarlo. Pero como temían provocar un tumulto entre la multitud, decidieron actuar solamente cuando terminara la fiesta (cf. Mt 26, 4–5).
Fue entonces cuando Judas Iscariote los buscó para ofrecerles su pérfida contribución para el crimen. Le prometieron treinta monedas de plata, “y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo” (Mt 26, 16).
La cena que inauguró la verdadera Pascua
12 El primer día de los Ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: “¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?”.
Las conmemoraciones de la Pascua, principal festividad judaica, se extendían a lo largo de una semana. El primer día era reservado para la cena solemne en la que se comía el cordero pascual, siguiendo las indicaciones dadas por Dios a los israelitas cuando salieron de Egipto (cf. Ex 12, 1–14). Como el pan fermentado estaba prohibido en ese período, se consumían panes sin levadura, de ahí que la solemnidad fuera también conocida como la fiesta de los Ácimos.
Ahora bien, Jesucristo es el verdadero Cordero Pascual, “Cordero sin defecto y sin mancha, previsto ya antes de la Creación del mundo” (1 P 1, 19–20). Por lo tanto, la ceremonia que los Apóstoles se dedicaban a preparar sería el inicio de la realización de todo lo que la Pascua israelita prefiguraba, pues en la cena de aquella noche Jesús consagraría “el principio de su sacrificio, es decir, de su Pasión, entregándose a sus discípulos en los misterios de su Cuerpo y su Sangre”.4
Una suave invitación a Judas
13a Él envió a dos discípulos diciéndoles: “Id a la ciudad,…”
Como Judas Iscariote era el responsable de la logística del Colegio Apostólico, a él le correspondía tomar providencias para la celebración. No obstante, la narración de otro evangelista indica que Pedro y Juan fueron los discípulos a los que el Señor les encargó ese trabajo (cf. Lc 22, 8). Con divina delicadeza y bondad, el Maestro dejaba vislumbrar a Judas que sabía del crimen que tramaba con los sanedritas. Si hubiera habido en el traidor un resto de amor a Dios y de sentido común, el proceder de Jesús le habría aguijoneado la conciencia, llevándolo a darse cuenta de la inmensa gravedad de aquel pecado y a desistir de su intento. Sin embargo, no ocurrió nada de eso porque su corazón estaba completamente endurecido por el mal.
Podemos hacer aquí una aplicación a nuestra vida espiritual. A veces, las personas con quienes convivimos —sea un superior, sea un compañero o incluso un inferior— nos dan a entender que perciben en nosotros un defecto mal combatido o nos advierten de una situación mala en la que nos encontramos. Ante estas alertas, ¿habremos cerrado nuestras almas, imitando la perversidad de Judas?
El divino Maestro quiso evitar perturbaciones durante la cena
13b “…os saldrá al paso un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo, 14 y en la casa adonde entre, decidle al dueño: ‘El Maestro pregunta: ¿Cuál es la habitación donde voy a comer la Pascua con mis discípulos?’. 15 Os enseñará una habitación grande en el piso de arriba, acondicionada y dispuesta. Preparádnosla allí”.
El recinto escogido por el Redentor como escenario del acto de suma importancia que realizaría era una gran habitación amueblada con distinción y categoría (cf. Lc 22, 12). Bonitas alfombras, tapices, cortinas y un refinado mobiliario contribuían a crear un ambiente agradable. De acuerdo con las costumbres de la época, en los banquetes las mesas eran colocadas formando una “U” y los invitados no comían sentados como hoy, sino reclinados en divanes distribuidos por el lado exterior de la mesa. El lado interior se dejaba libre para facilitar el servicio. El lugar de honor —que en aquella ocasión sería ocupado por el Señor— quedaba en el centro.
Judas, ávido de conocer las circunstancias y el lugar de la cena —porque pensaba que ese sería el momento apropiado para entregar al Maestro—, ciertamente oía con atención aquellas indicaciones. Pero Jesús deseaba celebrar la Pascua sin ninguna interrupción; “no quería ser turbado de sus enemigos antes que llegase ‘su hora’ y, sobre todo, antes de la manda y amoroso legado de la Sagrada Eucaristía que quería hacer a su Iglesia”.5 Por eso instruyó a los dos apóstoles de manera que al traidor le fuese imposible descubrir con anterioridad dónde sería la cena, demostrándole aún, de forma indirecta y majestuosa, que estaba al tanto de todo. Ante esta nueva lección, Judas una vez más se resiste obstinadamente y su maldad aumenta.
La tibieza de los Apóstoles
16 Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la Pascua.
San Pedro y San Juan ejecutaron con gran prontitud la misión que el Maestro les había confiado. Además de conseguir el cordero sin defecto, de un año —que se inmolaba en el Templo después del mediodía con el rito que correspondía a la Pascua—, prepararon también los otros alimentos prescritos por la ley, como los panes ácimos y las hierbas amargas, que representaban los sufrimientos del pueblo hebreo durante el cautiverio en Egipto.6
Analicemos, en este pasaje, otro aspecto de la actitud de los dos apóstoles. Al encontrar “lo que les había dicho”, ambos pudieron comprobar cuán densas de significado y sabiduría eran sus palabras. Sería de esperar que, impresionados por tal constatación —sin duda acompañada de gracias especiales—, le preguntasen al Señor la razón exacta de la elección de aquel lugar y del simbolismo de lo que iba a ocurrir allí. Sin embargo, en el Evangelio no hay nada que apunte hacia esa iniciativa de los dos apóstoles, porque no estaban habituados a reflexionar sobre la trascendencia de lo que el divino Maestro les decía, ni sobre sus ejemplos, actitudes y gestos. ¡Qué diferente era la actitud de María que, dotada de ciencia infusa, guardaba todas esas cosas en su corazón (cf. Lc 2, 51)!
¿Y nosotros? ¡Cuántas oportunidades se nos ofrecen para que profundicemos en nuestros conocimientos sobre la doctrina católica, para penetrar en algún aspecto de la fe o en un punto de la moral, y no manifestamos interés! ¿No será esto una falta? Pidámosle hoy perdón a Jesús, por intercesión de su Madre Santísima, por nuestras negligencias en ese sentido.
Por otro lado, ¿cuál era el estado de alma de los demás apóstoles? En el fragmento del Evangelio seleccionado para esta solemnidad se omiten algunos versículos que narran el inicio de la cena y el momento en que el Salvador reveló a los Doce que uno de ellos lo traicionaría. La pregunta que entonces le hicieron, uno tras otro —“¿Seré yo?” (Mc 14, 19)—, puede ser interpretada como un síntoma del estado de tibieza en el cual se encontraban. Las palabras de Jesús les llegaron hasta el fondo del alma, y cada uno, consciente de su propia falta de fervor, se planteó el problema: “¿No será un recado para mí?”. Y el hecho de que no desconfiasen de Judas también es un indicio de esa situación espiritual. Convivían con él, sabían que “era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando” (Jn 12, 6), pero no sospecharon de que sería capaz de una infamia mayor.
En tal atmósfera de tibieza general y, peor aún, con la traición anidada en el corazón de uno de los Apóstoles, Jesucristo va a instituir el Sacramento del amor.
La palabra de Jesús es creadora
22 Mientras comían, tomó pan y, pronunciando la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: “Tomad, esto es mi cuerpo”. 23 Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias, se lo dio y todos bebieron. 24 Y les dijo: “Ésta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos. 25 En verdad os digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de Dios”.
Las palabras de estos versículos —que son repetidas casi sin variaciones por los otros sinópticos y por San Pablo (cf. Mt 26, 26–29; Lc 22, 17–20; 1 Co 11, 23– 25)— constituyen el fundamento de nuestra fe en la Eucaristía.
Todo lo que es revelado por Dios es misterio de la fe, pero la Eucaristía lo es por excelencia. Cuando el sacerdote pronuncia la fórmula de la Consagración, tenemos que creer que el pan y el vino que vemos, probamos, olemos y hasta tocamos con la lengua, y cuya apariencia no ha cambiado, pasaron a ser el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Los sentidos nos engañan —y no sólo en asuntos de fe—, pues perciben únicamente los accidentes y no captan la sustancia. Pero, gracias a la fe que ilumina la inteligencia, sabemos que allí está Jesús Sacramentado.
¿Cuál es la razón que nos lleva a aceptar esa verdad? La afirmación: “Esto es mi cuerpo… Éste es el cáliz de mi sangre…”. Porque la palabra del Señor es divina; por consiguiente, es creadora, es ley, es “viva y eficaz” (Hb 4, 12), produce aquello que significa y “permanece para siempre” (Is 40, 8). Al ciego que le suplicó su curación, bastó responderle “anda, tu fe te ha salvado” (Mc 10, 52), y el hombre recuperó la vista en aquel instante. Y cuando le ordenó al muerto de cuatro días, “Lázaro, sal afuera” (Jn 11, 43), éste retornó a la vida ipso facto. Del mismo modo, si Él, “Hijo todopoderoso de Dios, capaz de las más grandes y de las más incomprensibles maravillas, me dice, mostrándome el pan: ‘Esto es mi cuerpo’, estoy obligado a tomar sus palabras al pie de la letra”.7
El Doctor Angélico señala varios motivos para explicar la conveniencia de que se oculte a nuestra sensibilidad la sustancia del cuerpo y sangre de Cristo. Entre otros, así lo ha dispuesto la Divina Providencia, porque si en la Hostia viésemos al Señor en su estado físico, no tendríamos valor para comulgar.8 Fue muy bondadoso con nosotros al cubrirse con el velo de las sagradas especies.
La alegría de Dios en darse
26 Después de cantar el himno, salieron para el monte de los Olivos.
Este versículo final es bellísimo, tanto por el episodio que narra como por su profundo simbolismo. Antes de marchar hacia el monte de los Olivos, donde se iniciaría el drama de la Pasión, Jesús cantó junto con los Apóstoles un lindo himno de acción de gracias titulado Hallel, propio de la liturgia hebraica para la celebración de la Pascua. ¡Qué magnífica sería la voz del Maestro entonando ese cántico, con el que manifestaba su alegría por haber instituido la Eucaristía y por el hecho de que su Madre Santísima y Él mismo habían comulgado!
Este pasaje —que, de por sí, nos llevaría a extensas consideraciones— resalta el deseo infinito de darse que existe en el seno de la Santísima Trinidad. Dios, inmutable y eterno, no necesitaba de la Creación. Ése fue un supremo acto de liberalidad, de entrega y de generosidad, cuyo ápice es la Eucaristía, pues crear para comunicar su felicidad a los seres inteligentes y estar siempre a su disposición ya es bastante; pero crear para que, en cierto momento, el Verbo se encarne y, siendo Dios, se ofreciera a los hombres como alimento, ¡es inimaginable! ¡Ni siquiera los ángeles podrían cogitar algo tan osado!
El deber de la reciprocidad
En esta osadía vemos cuánto nos ama Dios a cada uno de nosotros. Realizó el orden del universo con vistas a la Eucaristía, porque quiere unirnos a Él de una forma extraordinaria y hacerse nuestro esclavo. Así es, porque cuando el sacerdote pronuncia la fórmula de la Consagración, Él obedece su voz, opera la transubstanciación y renueva, de forma incruenta, el Sacrificio del Calvario. Por lo tanto, la Eucaristía es símbolo de la esclavitud de Dios a nosotros, pero sobre todo de nuestra esclavitud a Él; pues si de esa manera se entrega a nosotros, también hemos de entregarnos nosotros a Él sin reservas.
A esa entera confianza y esa reciprocidad con relación a Jesús Eucarístico es a las que la Solemnidad de Corpus Christi nos está invitando. Apartemos de nuestro horizonte el egoísmo, el pragmatismo, los intereses personales y contemplemos, con alegría y entusiasmo, esa donación de Dios hacia nosotros y, además, la posibilidad que nos concede de retribuírselo con amor semejante, guardadas las debidas proporciones entre Creador y criatura. Tal ha de ser nuestro empeño.
III – La Eucaristía, María y nosotros
Expresión sin igual de la benignidad de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía es el hecho de poder adorarlo expuesto en la custodia. Si el sol nos aporta ventajas para nuestra salud física, mucho mayor es el beneficio que el Creador del Sol prodiga a nuestra salud espiritual cuando estamos delante de Jesús Hostia.
Nuestra conciencia ante la Eucaristía
No obstante, como nuestras disposiciones no siempre corresponden a lo que Él espera de nosotros, es oportuno que nos detengamos en hacer un examen de conciencia. En mi día a día, ¿cómo es mi devoción a la Eucaristía? ¿Tengo la costumbre de centrar en ella mi atención, actividades y preocupaciones? Al pasar delante del Santísimo Sacramento, en una iglesia, ¿procuro adorarlo con fervor? ¿O me dejo llevar por la rutina? ¿Comulgo en la Santa Misa, persuadido de que Nuestro Señor Jesucristo sale del copón contento por unirse a mí y, al entrar en mi ser, me santifica el alma y el cuerpo? Después de la Comunión, ¿mi acción de gracias tiene la adecuada solidez y fervor? ¿Le agradezco el haberme hecho tabernáculo suyo, estableciendo conmigo una relación que jamás tendrá con un sagrario material, por más precioso que éste sea, y el haber estado en consonancia conmigo purificando mis intenciones, dándome fuerzas sobrenaturales y robusteciéndome las virtudes y los dones del Espíritu Santo?
Debo recordar que entre los que recibieron la Eucaristía en la Última Cena estaba el traidor de Jesús…9 ¿No será que alguna vez tuve, como él, la desgracia de comulgar sacrílegamente, es decir, habiendo cometido una falta grave que me había despojado de la gracia de Dios? Le suplicaré al Señor, con mucha energía, que esto no me suceda a mí nunca.
Con su Sagrado Corazón desbordante de afecto, pero también de justicia, Jesús hoy nos está interpelando a cada uno de nosotros: “¿Qué has hecho con ese beneficio extraordinario, el mayor tesoro que te he dejado?”. Y de sus labios oiré un reproche por las veces que lo recibí con tibieza; o deprisa, llevado por distracciones voluntarias; o en medio de una culpable insensibilidad; o incluso manchado por el pecado, si hubiese incurrido en esta desgracia…
El sagrario más excelso
Es posible que, al llegar a este punto de la lectura, sintamos que la conciencia nos acusa. Volvámonos entonces hacia la Santísima Virgen, en cuyo claustro virginal —el más perfecto de los sagrarios— el Niño Jesús vivió durante nueve meses.
No es difícil imaginar su estado de espíritu en ese período de gestación. Por más que estuviese ocupada con sus labores cotidianas o conversando con otras personas, todo su ser se concentraba en el divino Huésped que llevaba dentro de sí. ¡He aquí el verdadero recogimiento! Todos sus pensamientos, sentimientos y emociones convergían en Jesús, y, fuertemente apasionada por Él, lo adoraba en cuanto Dios y lo amaba en cuanto hijo suyo. Fue la única madre que pudo amar a su hijo con total intensidad sin el menor recelo de amarlo más que a Dios… ¡porque era el propio Dios! Abismada en su humildad y en el completo olvido de sí misma, se consideraba como “Aquella que no es”, y reverenciaba continuamente a “Aquel que es”, en su seno purísimo. Magnífico espectáculo de modestia y excelsitud inconcebibles. Un corazón materno hecho de magnanimidad, del que suben y bajan movimientos grandiosos, semejantes a las olas del mar o al sonido de melodías celestiales… Unas veces se eleva en un arrebato por el ser Infinito, otras se inclina lleno de ternura sobre el pequeño Infante.
También yo, cuando comulgo, acojo en mi interior al Verbo Encarnado con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y allí permanece como en un trono, durante cierto tiempo. Con los ojos fijos en el ejemplo marial de compenetración y gratitud a Dios, me golpearé el pecho implorando perdón a Jesús por todas mis comuniones gélidas y, dirigiéndome a la Santísima Virgen, le pediré: “Oh María, que identificabas tu pensamiento con el del Señor; que armonizabas tu vida con la suya; ¿qué piensas, Madre mía, de mi indiferencia para con Aquel que, siendo mi Creador y Redentor, me has dado por hermano? Oh Madre mía, tú que amas tanto a Jesús, haz que yo lo ame. Tú que lo puedes todo ante el Señor, obtenme que Él se apodere de mi corazón. ¡Amarlo es todo! ¡Adorarlo es todo! Si lo amo como debo, a ejemplo tuyo, la Eucaristía será el centro de mi existencia, el lugar sagrado de mi felicidad, la fuente de mi generosidad. Oh Madre mía, que esa sea tu obra en mi alma”
1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. De Sacramento Eucharistiæ. C. I. 2 MONSABRÉ, OP, Jacques-Marie- Louis. Le Mystère Eucharistique. In: Exposition du Dogme Catholique. Grâce de Jésus-Christ. II – Eucharistie. Carême 1884. 9.ª ed. París: P. Lethielleux, 1905, v. XII, p. 5. 3 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 65, a. 3. 4 SAN BEDA. In Marci Evangelium Expositio. L. IV, c. 14: ML 92, 270. 5 FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Pasión, Muerte y Resurrección. Madrid: Rialp, 2000, v. III, p. 100. 6 Cf. Ídem, p. 102. 7 MONSABRÉ, op. cit., p. 21. 8 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 75, a. 5. 9 Cf. Ídem, q. 81, a. 2.
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