COMENTARIO AL EVANGELIO DE NAVIDAD – “Si no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos”

Publicado el 12/21/2015

 

EVANGELIO

 

En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. 2 Ya en el principio estaba con Dios. 3 Todas las cosas vinieron a la existencia por Él; y sin Él nada empezó de cuanto existe. 4 Él era la vida, y la vida era la luz de los hombres. 5 La luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron. 6 Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. 7 Este vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. 8 Él no era la luz, sino testigo de la luz. 9 Aquel que es el Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. 10 En el mundo estaba; el mundo había sido hecho por Él y, sin embargo, el mundo no lo conoció. 11 Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron. 12 Pero a todos los que lo recibieron, les concedió poder llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, 13 los cuales no nacieron de la sangre, ni del deseo de la carne, ni por voluntad del hombre, sino que nacieron de Dios. 14 Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros. Hemos visto su gloria, gloria que le corresponde como Hijo Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. 15 Juan el Bautista dio testimonio de Él, clamando: “A éste me refería cuando dije: ‘El que viene después de mí, tiene precedencia sobre mí, porque ya existía antes que yo’ ”. 16 De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia. 17 Porque la ley fue dada por medio de Moisés, mientras que la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo. 18 A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha revelado. (Jn. 1, 1-18)

 


 

COMENTARIO AL EVANGELIO DE NAVIDAD

 

 

Jesús, ya sea en la Gruta de Belén, o durante su vida familiar, fue para nosotros el mejor y divino ejemplo de cuanto debemos hacernos “como niños”. Su Inocencia creció en manifestaciones diversas a lo largo de su vida pública y, al ser crucificado, redimió al género humano. Pasados dos milenios, nuevamente se hace necesaria la inocencia. En estas circunstancias, los hombres pueden y deben hacerse “como niños” para así resolver la gran crisis actual. Bien junto al Pesebre, meditemos sobre el Divino Infante

 


 

I – SE HIZO NIÑO Y HABITÓ ENTRE NOSOTROS

 

Llenas de júbilo repican las campanas a la media noche. En medio de una atmósfera de consoladora, penetrante y envolvente alegría, donde todo es paz y armonía, ellas marcan el inicio de la Misa del Gallo. En el interior del edificio sagrado casi no hay sombras, la luz es plena y domina el ambiente en un inefable paralelo junto al órgano y las melodiosas voces. Los fieles se sienten atraídos a meditar sobre uno de los principales misterios de nuestra Fe, la Encarnación del Verbo, el Nacimiento del Niño Jesús.

 

Dios quiso hacerse conocer por los hombres

 

Cada fiesta litúrgica, al proponernos la consideración de un determinado aspecto del Salvador, despierta en nosotros reacciones a veces intensas: el Tabor nos causa admiración por el brillo del acontecimiento; durante los Pasos de la Pasión, las lágrimas bañan nuestro rostro; vibramos de gozo al considerar la Resurrección y la Ascensión. Pero, la dulzura radiante emitida por el pesebre en Belén no sólo nos encanta, sino que penetra en nuestras almas y las suaviza.

 

Allí está la Bondad en esencia, bajo el ropaje de nuestra débil naturaleza. En ella se realizó, uno de los mayores designios de la Trinidad Santísima en relación a los habitantes de este valle de lágrimas.

 

Dios después de tantos siglos hablándonos a través de las criaturas y de los profetas, hizo patente su empeñado deseo de hacerse conocer por los hombres y, al final, terminó por enviarnos a su propio Hijo. “Ahora, en estos tiempos, nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por medio del cual hizo el universo” (He. 1, 2).

 

A partir de entonces, sus atributos fueron colocados al alcance de nuestra inteligencia, a través de las obras de Dios humanado. ¿Quién podría imaginar un medio más excelente de comunicación entre Dios y creatura?

 

Poder y humildad se besan

 

Junto al Pesebre encontraremos la más bella y eficaz manifestación del gran poder de Dios: un Pequeño nacido para elevar, por la acción de la gracia, un género que, por el pecado, muy bajo había caído. Por esas razones, al adorar a aquel tierno y delicado Niño, alabaremos la gloriosa majestad de Dios haciéndose compatible con la humildad.

 

Majestad y humildad infinitas, extremos opuestos, paradoja adorable.

 

Un Divino Niño, con todas las contingencias inherentes a su estado, tiene su alma, entretanto, en la plenitud de la visión beatífica. Él siente el frío del invierno, padece hambre y sed, llora, y, sin embargo, es totalmente feliz. Nosotros lo contemplamos en su inmensa fragilidad, dentro de la cual Él está redimiendo al mundo.

 

Las palabras de nuestro vocabulario son insuficientes para comentar cuánto la Navidad es una de las más bellas pruebas del amor de Dios por los hombres. Contentémonos con la afirmación de San Juan: “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito; para que todo el que crea en Él no perezca, sino tenga la vida eterna.” (Jn. 3, 16).

 

“Puer natus est nobis!…”

 

“¡Un Niño nos ha nacido!…” ¿ Existirá un modo más sencillo para referirse a Dios?

 

Él abandona los fulgores de su divinidad y se presenta, entre pajas, en la figura de un recién nacido. Siglos y siglos lloraron los profetas por ese día y, por fin, la realidad: “Porque nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo que tiene sobre los hombros la soberanía, y que se llamará Maravilloso Consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la Paz, para dilatar el imperio y para una paz ilimitada sobre el trono de David y de su reino, para afirmarlo y consolidarlo en el derecho y en la justicia desde ahora para siempre jamás.” (Is. 9, 6 y 7).

 

La justicia se hace misericordia…

 

El surgimiento de ese Niño en el escenario psico-religioso de la antigüedad representó una contradicción. El concepto sobre la divinidad, sea la real o la idolátrica, se basaba en la idea de la justicia punitiva. Era, por ejemplo, la figura mitológica greco-romana de un dios aterrorizando el Olimpo con un simple fruncir de ceño, o, el universo con el agitar de un instrumento de castigo.

 

Las propias Sagradas Escrituras nos revelan un Dios verdadero y omnipotente, en nada propenso a la menor contemporización, desde los primeros pasos del hombre sobre la tierra. Ya en el Paraíso, llamó a nuestros padres inmediatamente después de haber cometido un único pecado de desobediencia, para castigarlos con la expulsión, la pérdida de dones y privilegios, colocándolos a merced de dolores, enfermedades y de la muerte.

 

Creciendo y multiplicándose los hijos de Adán sobre la tierra, no tardó para que, “viendo cuánto había crecido la maldad de los hombres”, se arrepintiera “de haber hecho al hombre” y, por eso, determina irreversiblemente: “Voy a exterminar al hombre que creé de sobre la faz de la tierra; y con el hombre, a los ganados, reptiles y hasta las aves del cielo, pues me pesa de haberlos hecho.” (Gen. 6, 5 a 7) ¿ Y qué decir de la gran cólera de Dios al destruir Sodoma y Gomorra, culminando con el hecho de la mujer de Lot que, “miró para atrás, y se convirtió en un bloque de sal” ? (Gen.19, 26).

 

…y se pone a disposición de todos

 

Larga podría ser la enumeración de los terribles actos de justicia de un implacable y omnipotente Legislador, descritas en las Sagradas Escrituras. Pero, hagamos una brusca interrupción y acerquémonos nuevamente al Pesebre de Belén.

 

¿A quién veremos allí? Al mismo Dios, ya no más vengador, sin incutir pavor a los que yerran. Su aparición no produce la muerte. Es un inocente recién nacido. ¿Dónde está aquella grandeza del Rey de toda la creación, capaz, si así lo quisiese, de reducir a nada todo el universo y de, acto contínuo, recrearlo? ¿Dónde están los rayos y los truenos que lo precedían al descender en el Sinaí?

 

Arrodillémonos con total confianza, sin el menor temor, pues, delante de nuestros ojos no está la representación de una voluntad irreductible, ni de la infinita severidad de una santa e implacable ira, sino que muy por el contrario, la sonrisa atrayente y encantadora de un bellísimo Niño, que nos hará olvidar el dolor de conciencia de todo nuestro pasado, el mal por nosotros practicado y hasta el sinsabor que le es inherente. En su delicada e infantil candura, Él nos invita a amarlo con toda la fuerza de nuestra simpatía y afecto, y no tardará mucho para surgir, desde el fondo de nuestra alma, por el soplo de la gracia sobre nuestras virtudes cardinales, una poderosa aspiración para adorarlo.

 

El mismo escogió, para su palacio, la Gruta en Belén; para su ornato, unos paños; para su cuna, unas gastadas tablas; y, para compañía, María, José y dos animales. No quiso un solo resquicio de aura grandiosa, pues deseó colocarse al alcance y a disposición de cualquier necesitado. Además, su gran misión es la de ser víctima. Misión que tuvo su inicio en el despojamiento de una cuna de pajas y su auge en el Calvario. La Cruz y el Pesebre, los mejores medios para borrar nuestras ofensas contra Dios. El Salvador quiso caminar por el Via Crucis porque, sin su Preciosísima Sangre, nuestra reparación de nada nos valdría. Y, ya a partir de Belén, comenzó a enseñarnos a sufrir porque sus padecimientos no nos serían interamente eficaces, si no fuesen acompañados de nuestra arrepentida penitencia.

 

II – EL EVANGELIO TESTIMONIO SOBRE LA DIVINIDAD DE JESÚS

 

El Evangelio de hoy constituye una de las más bellas páginas de la Escritura. En algunas frases, embebidas de sobrenatural unción, el Apóstol Virgen nos sintetiza la historia eterna y humana del Verbo de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Tal cual atestiguan muchos y famosos autores, se trata de un himno a Cristo Encarnado, probablemente escrito sin tener en vista el propio Evangelio y hasta antes de éste. Algunos llegan a levantar la hipótesis de San Juan haber intercalado los grupos de versículos 6 a 8, 12 y 13, 15 a 17, cuando resolvió adaptar ese himno para utilizarlo a manera de prólogo a su Evangelio.

 

Preocupación pastoral de San Juan

 

San Juan, como ya tuvimos ocasión de exponer en un artículo anterior, decidió escribir un cuarto relato de la vida del Salvador, a pesar de ya existir los de Mateo, Lucas y Marcos, por su enorme empeño en probar y documentar la divinidad de Jesús, conforme él mismo confiesa: “Muchas otras señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que no están escritas en este libro; y estas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.” (Jn. 20, 30 y 31)

 

Se ve claramente, por esta afirmación colocada ya casi al fin de su relato, cuánto el Prólogo es una síntesis de todo el resto del Evangelio y, por diversas razones, no se puede excluir la hipótesis de que el autor estaba tomado de un cierto intuito polémico. El Cristianismo ya estaba en curso y, a parte de las doctrinas erróneas panteístas sobre la unión de las dos naturalezas, la divina y la humana, en una sola Persona, había también herejías que negaban la realidad de la carne de Jesús, (cf. I Jn. 4, 1 a 3), como por ejemplo una forma precoz de docetismo, así descrita por el propio San Juan: “Ahora se han levantado en el mundo muchos seductores, que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne. Este es el seductor y el anticristo.” (II Jn. 7)

 

“Et Verbo Caro Factum Est” (v. 14)

 

Es conveniente destacar que el término “carne”, al ser usado por la Sagrada Escritura, no tiene el significado de la carne sin vida. Muy por el contrario, es sinónimo de “hombre íntegro”, con una connotación toda especial que pretende subrayar el aspecto fragilidad de la naturaleza humana. Esa es la razón por la cual no se encuentra en el Prólogo la expresión “se hizo hombre”, pues desea el Evangelista acentuar la infinita distancia entre Dios y criatura. Ni siquiera se expresó por los términos “se hizo cuerpo”, porque ciertamente quiso evitar que alguno llegase a creer que Cristo se trataba de un ente humano sin vida, animado tan sólo por la divinidad.

 

Esa preocupación dogmáticopastoral de San Juan, de dejar clara la divinidad de Jesús, transparece de cierta forma en el Evangelio de hoy (Jn.1,1-18), al ser usados los verbos predominantemente en pasado indefinido, hasta el versículo 14. Y de modo opuesto, al referirse a la Encarnación, lo hace en pasado definido. En los primeros versículos describe la existencia eterna del Verbo, “era”, “estaba”, “fue hecho”, etc., y, a partir del versículo 14, intenta hacer clara su actuación en el tiempo: “se hizo”, “habitó”, etc., o sea, el Verbo Encarnado es el Mismo Hijo Unigénito engendrado por el Padre, desde toda la eternidad.

 

Por los motivos anteriormente expuestos, San Juan agrega a su proclamación de la Encarnación dos substanciales grupos de testigos: el Bautista (vs. 6 a 9 y 15) y los propios Apóstoles (v. 14), indispensables para dar solidez a su argumentación.

 

Consideraciones adecuadas para alimentar nuestra piedad

 

Las consideraciones teológicoexegéticas sobre el Evangelio de hoy, nos llevarían a escribir una verdadera enciclopedia. Nos basta, por ahora, resaltar la Sabiduría inconmensurable de Dios, al realizar la unión de dos naturalezas, tan opuestas, en una sola Persona: un profundo, y al mismo tiempo, altísimo misterio, imposible, de explicarse en esta tierra, a pesar de claramente haber sido revelado.

 

Aprovechemos entonces, el espacio que nos resta, para alimentar un poco más nuestra piedad, perguntándonos: ¿cómo agradecer a Jesús, en el pesebre, tanta bondad para con nosotros? Cuánto desearíamos retribuir los infinitos y sobrenaturales dones traídos por ese Niño, haciéndonos amables, sin límites. Nos parecería imposible realizar una tal reciprocidad. Entretanto ella está enteramente a nuestro alcance. Para eso, no es necesario retomar nuestro débil cuerpo de bebé de los primeros momentos de nuestra existencia. Será suficiente colocar en práctica el consejo del propio Jesús: “Yo les aseguro a ustedes que si no cambian y no se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los cielos.”(Mt 18, 3)

 

III – RESTAURAR LA INOCENCIA PARA OBTENER LA PAZ

 

En la práctica, ¿ qué significa cambiar y hacerse “como niño”?

 

El niño no conoce la mentira, la falsedad y ni la hipocresía. Su alma se refleja enteramente en su rostro; su palabra traduce con fidelidad su pensamiento, con una franqueza emocionante. Él no tiene las inseguridades de la vanidad o del respeto humano. En una palabra, él y la simplicidad constituyen una sólida unión.

 

El ejemplo dado por el propio Dios

 

El Divino Infante, creador de las leyes de la naturaleza, en determinado momento a ellas se somete como un pobre mortal. Él desea enseñarnos esta virtud del niño que es obediente tal cual Jesús lo era a sus padres, conforme encontramos en Lucas (2, 51): “vivió obedeciéndoles en todo”. Para nuestro ejemplo, Él conservó la obediencia hasta el último suspiro de su existencia: “Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil. 2, 8).

 

¡Qué lección nos da Jesús! La Sabiduría Eterna, un Bebé dependiente en todo de los que lo circundan. Esa debe ser nuestra flexibilidad, resignación y disposición de alma delante de todas las circunstancias de nuestra vida, listos para decir “sí” a cualquiera pequeña invitación de la gracia, o de nuestros superiores. Este es el camino indicado por el Salvador, sobre las pajas del Pesebre.

 

¡Cuánto nos costará, tal vez, cumplir con los rigurosos deberes de una sabia disciplina, o de colocarnos bajo el yugo de una autoridad, o de nuestras responsabilidades sociales y religiosas! Para agradecer a Jesús, sería bueno imponer silencio a nuestros caprichos y pasiones, e imitar su obediencia.

 

Jesús ama la pureza de corazón

 

Si hay una nota especialísima que más nos atrae en los niños, con toda seguridad, es la inocencia que los hace ignorar la maldad. Es la pureza de corazón, con la cual el niño crea para sí un universo de belleza moral que, si no se guía por las sendas de la santidad, al hacerse adulto, se pierde por no haber luchado contra la concupiscencia del pecado original. Y esa pureza de corazón es lo que Jesús, en el Pesebre, en las plazas o en el Templo, en la Cruz o en la Resurrección, más ama. (cf. Mc. 10, 13-16).

 

Este es el modo de retribuir plenamente al Niño Jesús todos los beneficios recibidos. Ahí sí haremos su alegría, en la compañía de María y José, o sea, manteniéndonos inocentes hasta el día del juicio.

 

Pero, si la blancura de nuestras túnicas bautismales fue tiznada por el pecado, si ellas fueron rasgadas por los desarreglos de nuestras pasiones y perdieron los perfumes de aquella inocencia de otrora, ¿cómo proceder?

 

Por encima de todo, no debemos dejarnos tomar por el abatimiento. Hagamos sumergir nuestra túnica en las milagrosas aguas de la penitencia. Ellas la lavarán, reconstituirán y la penetrarán de un celestial olor. Nuestras lágrimas de arrepentimiento junto al Niño Jesús, bajo la maternal protección de María Santísima y los ruegos de San José, infaliblemente nos obtendrán —conforme Él mismo nos prometió (1)— la restauración de nuestra Inocencia.

 

La inocencia: verdadera paz para este mundo

 

Pidamos a María que, en esta feliz y santa noche de Navidad, haga nacer, en el Pesebre de nuestros corazones, al Niño Jesús, para que Él los vuelva tan puros e inocentes como el de Él.

 

Se narraba un hecho en la época de las carabelas: en medio de la tormenta, se recogen las velas y los tripulantes se ponen a rezar en la cubierta del navío para implorar una intervención divina. Todos, en voz alta y agarrados entre sí, ruegan un milagro, pero nada pronosticaba el aquietamiento de aquellas enfurecidas aguas. Y sucede que, en cierto momento, el comandante de la embarcación se da cuenta de la presencia, entre los pasajeros, de una madre con su hijito estrechado al pecho. Sin dudar, le arrancó la criatura de los brazos, la levantó al cielo y exclamó: “¡Señor, nosotros pecadores no merecemos ser oídos por Vos! ¡ Más que ser tragados por estas aguas revueltas, nuestro destino bien podría ser el eterno fuego del infierno! ¡ Pero, Señor, aquí está un inocente que clama por vuestra misericordia y intercede por nosotros!¡ Clemencia, Señor, por este inocente!”

 

Y antes que el niño fuera entregado a su madre, instantáneamente, las aguas se volvieron plácidas como en una tarde marítima de primavera.

 

Hagamos lo mismo. La humanidad hoy atraviesa una de sus mayores crisis. En esta tan tormentosa Navidad de 2003, presentemos al Niño Jesús, a Dios Padre y, auxiliados por la poderosa intercesión de María y José, imploremos la verdadera paz a este mundo tan conturbadamente caótico. O sea, que vuelva a reinar entre nosotros la virtud de la inocencia.

 


 

1Cf. Jn. 14, 13 (“Todo lo que pidan en mi nombre, Yo lo haré”), Lc 11, 9-10 (“Pidan, y Dios les dará; busquen, y encontrarán; llamen a la puerta, y se les abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; quien busca, encuentra; y al que llama a la puerta, se le abre.”)

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